PRIVADO PARAÍSO, Adolfo García Ortega
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ADOLFO GARCÍA ORTEGA, Privado paraíso, Endymión, Madrid, 1988, 132 páginas.
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LOS SIGLOS DE LA INFANCIA
¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Luis Cernuda
Como Leiris, tú también puedes hablar de una «metafísica de la infancia». No lo harás como él, en quien lo primero dibujado en su sensibilidad fue la muerte, por aquellas visitas con su madre al cementerio Pére-Lachaise o por los cromos ilustrados de un hechizo naturalista para describir la escena suicida de un rajá y sus muchas esposas. Tampoco tendrá, como en Leiris, tu infancia la presentida madurez que los colores ponen a las cosas, creando así una gama hacia lo decrépito y finito mediante la degradación de los más vivos a los más tenues, de los puros y nuevos a los mezclados e imprecisos. Tu infancia es para ti una metáfora de la quietud, y si regresas a ella con nostalgia, no es para añorar la traslación a sucesos ni a estados físicos (a veces solo queda en tu memoria extasiada un sabor de boca hecho de imágenes, de atisbos, de indicios, de oscuridades y sensaciones caóticas, desgranadas y opacas, inaprensibles y lejanas), sino para desoír la llamada hacia las postrimerías, detener el tiempo y anhelar aquella dilación de sus horas. «Ese caos que es la primera etapa de la vida, ese estado irreemplazable en el que, como en los tiempos míticos, todas las cosas están aún mal diferenciadas, en el que no habiéndose aún consumado la ruptura del micro y del macrocosmos, uno está sumergido en un universo fluido parecido al seno de lo absoluto», escribe Leiris y tú lo secundas fielmente, porque alguien —un camión de mudanzas, unos hombres que no conoces— te ha traído unos muebles —dos sillones, una radio vieja, una vitrina— que pertenecen al pasado, a tu pasado primero, y llegan de una casa deshecha, te corresponden proporcionalmente de un reparto, son ahora tuyos como antes solo eran de una bruma de mitos que habías podido asimilar a los sueños, son tu propiedad por si no te bastara creerlos seguros en el magma perdido que te construyó, cuando el horror de la vida y el éxtasis de la vida se unían, como dice Baudelaire, en un sentimiento contradictorio.
Los muebles están ahí y los contemplas. Como dicen los franceses, «tu les connais par coeur», te los sabes de memoria, y piensas que es muy afortunada y exacta esa fórmula. «Conoces por el corazón», «recuerdas», que recordar procede también de «corazón» y es hacer doblemente intensa su función anímica. Ante el decurso de tu experiencia, ante el abultado llenarse de los años, aparecen ahora estos rastros emotivos de cuando nada recubría el poso de las cosas ni era imaginable —¡qué gran estupidez cruel de la vida sería que pudiera imaginarse!— la pertinaz tristeza dueña del alma adulta. La infancia no es un paraíso. Esa cualidad puedes atribuírsela hoy, cuando meditas. En cambio, es para ti la patria de los mitos y de las sensaciones que te han acompañado por siempre. Todo estaba allí, solo que detenido. Metáfora —ahora que reflexionas— de lo inmóvil, de lo enorme paralizado, desde entonces no ha cabido más que veloz muda, metamorfosis de la luz en miedo y de la longitud en soledad. No, no añoras volver, pero persiste el deseo de reiniciarlo todo, de recurrir a lo previo, a lo posible, a lo inexperto. Porque así es. Las atmósferas que no te nombras, el desconocimiento que te hacía ingenuo, la ineptitud para medir el tiempo y la experiencia, su sombra, que te apartaba del «mal melancólico», fueron trozos que desde hoy explican hacia delante y hacia atrás tu vida, tal vez por no existir en ellos la muerte o verla como su huella, del lado de los vivos, igual que en ese cuento de Joyce que tanto te impresionó («Las hermanas», en Dublineses). También para ti, lo mismo que le sucedió a Leiris, el infinito fue una caja de cacao de Holanda, el alma un bizcocho atravesado por una aguja, y lo sobrenatural una chimenea. Miras los muebles, han regresado. Pero tú no, tú ya solo sabes de memoria otra cosa (en tu corazón igualmente, no lo olvides, porque te han salvado tantos versos...) que ha caído de tus labios al cerrar la puerta, tras el adiós a los desconocidos hombres del camión de mudanzas. Otra cosa que ya escribió Quevedo en su Salmo XIX:
¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
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