MIS MOMENTOS, Andrea Camilleri
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ANDREA CAMILLERI, Mis momentos, Duomo, Barcelona, 2016, 224 páginas.
PIER PAOLO PASOLINI
A Pasolini lo conocí por mediación de Laura Betti, quien organizó para tal propósito una cena para los tres en su casa. Pero lo cierto es que aquello resultó un desastre porque desde el primer momento, casi instintivamente, no nos caímos simpáticos.
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Relata en este ejercicio de gratitud Camilleri esos «destellos, relámpagos, momentos de mayor nitidez» que la vida le ha ofrecido en su encuentro con Tabucchi, Croce o Primo Levi.
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PIER PAOLO PASOLINI
A Pasolini lo conocí por mediación de Laura Betti, quien organizó para tal propósito una cena para los tres en su casa. Pero lo cierto es que aquello resultó un desastre porque desde el primer momento, casi instintivamente, no nos caímos simpáticos.
Por aquel entonces yo militaba en el Partido Comunista, y él, tras preguntarme por mis tendencias políticas, empezó a atacar la política del Partido. Yo me vi en una situación muy particular. Compartía muchas de las críticas que iba desgranando Pasolini, pero el tono y la forma de sus palabras me impulsaron, quién sabe por qué, a enrocarme en una posición de defensa numantina, a pesar de que Laura se desviviera por reconducir la situación por cauces menos conflictivos.
Otro día fui a casa de Laura, con quien estaba haciendo un programa de radio sobre las mujeres de Cocteau. Eran la dos de la tarde y me encontré a Laura y a Pier Paolo tumbados, completamente vestidos, sobre la cama matrimonial. Acerqué una silla y me senté al lado de la cama. Pasolini se desinteresó de nuestra conversación y permaneció todo el rato con los ojos medio cerrados y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Por encima de la cama, en el lado de la cabecera, había un largo tablón de madera que sostenía una enorme cantidad de libros. Mientras hablábamos, se oyó un tremendo chasquido y un segundo después el tablón cayó con todos los libros justo sobre las cabezas de los dos que estaban tumbados en la cama. Sin embargo, en una fracción de segundo, Pasolini logró ponerse de pie aunque, para hacerlo, tuviera que apoyarse con el brazo derecho sobre Laura, quien de esta forma no pudo levantarse, y se le vino encima no sólo el tablón, sino también todos los libros que en éste se apoyaban. Laura, sangrando, se levantó hecha una furia y empezó a despotricas contra Pier Paolo, acusándolo de haberle impedido moverse de la cama. En lugar de justificarse, Pier Paolo empezó a partirse de risa y Laura decidió pasar a las manos. Tuve que intervenir para separarlos. Pero también Pier Paolo se había enfadado por la agresión de Laura y yo consideré que lo más oportuno era marcharme, dejándolos a ambos para que prosiguieran con su disputa a solas. Estos dos primeros encuentros, por lo tanto, no fueron precisamente afortunados.
Aún más desafortunado fue nuestro tercer y último encuentro.
Yo había recibido la propuesta de dirigir una obra teatral de Pasolini titulada Pilade. Leí el texto, me gustó muchísimo y empecé a estudiarlo. Al cabo de diez días, ya me había hecho una idea de su posible puesta en escena. Fue entonces cuando le pedí a Laura Betti que me organizara un encuentro con Pier Paolo. Laura, como tenía por costumbre, nos invitó a cenar. Le expuse a Pasolini mis ideas sobre el montaje y él pareció sinceramente convencido. Hizo algunas observaciones marginales, pero básicamente aprobó por entero mis claves interpretativas. Llegados a ese punto me hizo una pregunta muy concreta:
—¿Qué actores estás pensando contratar?
Propuse el nombre de un actor de teatro de gran talento y fama, y añadí que para los demás papeles me pondría en contacto con algunos exalumnos de la Academia Nacional de Arte Dramático con quienes había trabajado ya muy a gusto. Su respuesta fue una especie de prolongada carcajada.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —le pregunté.
Él contestó indirectamente a mi pregunta:
—¿De modo que quieres actores que pronuncien bien el italiano, seriecitos, formalitos, elegantotes…?
—No —le dije—. Quiero actores que sean actores.
—Con una buena voz impostada... —continuó.
—¿Por qué, es que te molestan los actores con la voz impostada? —le repliqué.
Y él me soltó:
—Sí, yo no los cogería nunca para el cine, ni siquiera si…
—Pier Paolo, el cine es una cosa muy distinta, en el teatro es absolutamente indispensable, especialmente en un teatro griego al aire libre, que la voz del actor llegue hasta las últimas filas, de lo contrario no se entiende nada.
—¡Qué va! ¡ Si coges a gente de la calle capaz de hacerse oír, obtendrás un resultado mucho mejor! —replicó.
Iba a decirle lo que opinaba cuando añadió:
—Como aún nos queda un mes antes de comenzar con los ensayos, discutámoslo de nuevo a mi regreso. Tengo que marcharme a un breve viaje, nos veremos a mi regreso a Roma, dentro de unos diez días.
—Mira, si quieres que trabaje con actores sacados de la calle para montar tu Pilade, renuncio a ser el director—dije.
—¿Te importa que lo discutamos dentro de diez días?—contestó él, bastante irritado—. Ya daré señales de vida.
—Y se despidió.
Nos separamos con una cierta frialdad. Pasaron diez días y él no dio señales de vida. Decidí esperar unos días más antes de llamarlo.
Pero una noche, en el telediario, me enteré de su terrible muerte.
Entonces tomé una decisión en la que me mantuve firme. Al día siguiente llamé por teléfono a los organizadores y, sin explicarles las razones, les dije que no me sentía capaz de poner en escena el Pilade de Pier Paolo.
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