LA OTRA GENTE, Álvaro Cunqueiro
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Ricardo Carballo Calero destaca en su conciso prólogo cómo la "ternura precisa" o la "objetividad legítima" de Cunqueiro permiten "curarnos, quizás, de nuestra única pasión, poniendo en claro nuestros sueños".
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PEDRO CORTO
Todos lo conocíamos por Pedro Corto, o Pedro de Antón, pero se llamaba Pedro Regueira García. Fue compañero mío en la escuela de Riotorto, un año en el que hubo tifus en Mondoñedo, y a mí me mandaron a la aldea, a casa de mi tío Sergio Moirón. Yo tenía ocho años, y él, once o doce. Era un calígrafo lento, como un chino de los días de los Tang y de los Sung, que yo llegué, pasando los años, a conocer y admirar tanto. Pedro daba de todas las muestras Itzurzaeta unas planas limpísimas. Yo tenía una letra muy mala, unos mosquitos caídos a voleo sobre el papel, y le envidiaba a Pedro Corto la clara escritura solemne tomada de José Francisco Itzurzaeta, quien seguía la tradición de los vascos de buena letra que fueron secretarios de los Austria. Pedro Corto llegaba a la escuela con sus grandes zuecos, la chaqueta de pana verde que le quedaba corta y unos pantalones de pana negra que le quedaban estrechos con remontes en las rodillas; una enorme bufanda a rayas rojas y negras le envolvía la cabeza, tapándole las orejas, donde un invierno le florecían los sabañones. Siempre tenía frío, y media hora antes de la sesión de caligrafía paseaba con las manos en los bolsillos, con permiso del señor maestro. Pedro Corto sabía hacer globos de papel, que subían alegres y se perdían tras los oscuros montes. Pedro Corto nos decía:
—¡Los globos siempre van al mar!
Él no viera nunca el mar, y esperaba el día de verlo, el día en que tuviese que ir a tomar baños a Foz con receta de médico, en la primera semana de septiembre que es medicinalmente la indicada. Pero el arte de Pedro, el arte mayor, era la domesticación de saltamontes. Pedro, cuando en mayo comenzaban a verse, cazaba media docena, los metía en una cajita con tapa la mitad de rejilla y la otra mitad de cristal, y se disponía a la doma del saltón. Era tan difícil como puede serlo el arte búlgaro o siríaco de domar pulgas. Los saltamontes de Pedro Corto terminaban por usar el columpio que les ponía en la caja, y pasando al través de un aro doble, hecho con una horquilla de pelo, y saltando una barrera de papel colorado, como caballitos. Cuando a los trece años marchó a Buenos Aires, con unos zapatos nuevos, pero, eso sí, con la misma bufanda de la escuela, le dije a su tío Felipe de Anteiro:
—Pedro se va a hacer rico en Buenos Aires, en los teatros, con los saltamontes.
—Allá —me dijo el señor Felipe, mirándome gravemente y perdonándome mi ignorancia— no hay saltamontes en el campo. Allá en La Pampa sólo saltan la langosta de oro y la rana guajanera, que no son dominables.
Callé, y bajé la cabeza. Años más tarde me enteré de que no había tal langosta de oro ni tal rana guajanera, que ambas fueran invención de Felipe de Anteiro, invención poética. Ignoro qué habrá sido de Pedro Corto. Cuando por mayo y junio veo saltamontes en los campos gallegos, siempre lo recuerdo.
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