CUENTOS Y LEYENDAS DE LOS ARMENIOS, Reine Cioulachtjian
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REINE CIOULACHTJIAN, Cuentos y leyendas de los armenios, un pueblo del Cáucaso, Kókinos, Madrid, 2010, 72 páginas. Ilustraciones de Catherine Chardonnay.
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Reine Cioulachtjian, tras haber recogido centenares de historias de los ancianos que escaparon del genocidio de 1915, pretende "embellecer más aún esa materia intemporal, en la frontera de lo real y lo imaginario, perpetuando así la tradición de nuestros viejos narradores".
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En las afueras de Van vivía una pobre viuda que tenía un solo hijo. Ella le había educado en el respeto a los ancianos y a las costumbres de su pueblo. Madre e hijo vivían de lo que producía un pequeño huerto, que cultivaban con sus propias manos con mucho cariño.
En medio de aquel huerto había un hermosísimo albaricoquero muy viejo. Sus frutos tenían un sabor exquisito, con aromas de sol, de miel y de almizcle, y su tierna carne se deshacía al contacto con los dientes, liberando un delicado y fragante jugo que llenaba la boca de dulzor. Madre e hijo vendían dichos albaricoques, llamados «los senos de Semíramis», a clientes ricos que pagaba por ellos sus buenos dineros. Un vecino, envidioso, había propuesto en varias ocasiones a la viuda comprarle el huerto, pero ella siempre había rehusado.
Despechado, el hombre se propuso obligarla al venderlo. Cada noche saltaba la tapia que les separaba, se subía al árbol y cogía gran cantidad de albaricoques, de tal manera que, al día siguiente, madre hijo eran incapaces de cumplir con los pedidos de sus ricos clientes. Así, poco a poco, éstos fueron desinteresándose y terminaron por comprarle a otro vendedor.
En tan precaria situación económica quedaron que la madre fue a suplicar a su malvado vecino que no les arrebatase aquello que les daba de comer. La única respuesta que recibió fue:
—Bueno, si lo que necesitáis es dinero, aceptad mi oferta y vendedme el huerto. Por momentos el hijo tuvo la terrible tentación de acabar con él, pero afortunadamente su buen juicio le ayudó a entrar en razón y se contuvo: «Bah, no quiero matar a nadie por un puñado de albaricoques», se dijo. «Es verdad que mi madre y yo vivimos gracias a ellos, pero, en fin, trabajaré en otra cosa. Mañana mismo iré a la ciudad a ofrecer mis servicios como porteador».
Aquella misma noche, después de que madre e hijo hubiesen cenado muy frugalmente, cuando ya se disponían de acostarse, llamaron a la puerta. Fue a abrir el hijo y se encontró ante un joven de porte majestuoso, nimbado de luz.
—Soy un viajero que se ha perdido —dijo el desconocido—. Tengo hambre y frío. ¿Podéis darme hospitalidad por esta noche? Partiré mañana por la mañana a primera hora.
El hijo hizo entrar al misterioso desconocido con todos los honores. La madre, obedeciendo a las sagradas leyes de hospitalidad, le ofreció lo mejor que tenía y abrió para él su última botella de vino, único vestigio de un pasado más próspero.
El hombre comió con apetito y después hizo saber a sus anfitriones que le agradaría comer alguna fruta, en especial albaricoques.
—¡Ay! —respondió el hijo—, no podemos satisfacer vuestro deseo. Un malvado vecino nos ha privado del placer de complaceros. Y le contó el robo diario de los albaricoques, añadiendo:
—Sólo conozco una forma de deshacerme de ese malvado: sorprenderle robándonos y acabar con él. Pero cuando reflexiono y tomo conciencia de que la vida es un bien sagrado, rehusó poner fin a la vida de un semejante por un simple cesto de albaricoques.
—Tales sentimientos os honran —dijo el desconocido—. Pero, sin que tenga que pagar con su vida, yo castigaré a ese ladrón.
Y el ángel —pues era un ángel— hizo que le llevaran junto al albaricoquero centenario, lo tocó con la mano y aseguró al muchacho que aquél que se subiera a aquel árbol sin autorización permanecería allí hasta el día del juicio final, a menos que el legítimo propietario accediese a dejarle bajar. Una vez dicho esto, el ángel desapareció.
A la noche siguiente, como siempre, el ladrón se subió al albaricoquero y comenzó a coger los frutos más hermosos... Pero cuando quiso bajar, todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Quedó atrapado en el árbol sin poder cambiar de posición. A la mañana siguiente, madre e hijo oyeron grandes ruidos en el huerto, corrieron hacia él y ¿qué es lo que vieron? Las gentes de las casas vecinas rodeaban el albaricoquero y, allá arriba, el vecino ladrón, inmovilizado en el lugar del delito, permanecía en una postura totalmente ridícula. Cuanto más se agitaba más atrapado quedaba en el árbol, que lo retenía como una amante. Mientras todos reían y se mofaban de él mandaron a buscar al juez. El ladrón reconoció públicamente el delito y se ofreció a pagar el monto de los albaricoques robados. Madre e hijo escucharon sus ruegos y le permitieron, por fin, bajar del árbol.
Tres flores blancas se han abierto: una para el que lee, la segunda para el que escribe, y la tercera para el que respeta las sagradas leyes de la hospitalidad.
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