MAGACÍN RADIOFÓNICO, Sławomir Mrożek
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SŁAWOMIR MROŻEK, Magacín radiofónico y «El agua (pieza radiofónica», Acantilado, Barcelona, 2019, 176 páginas. Traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski.
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EL PERVERTIDO
Corrió la voz de que un pervertido andaba pululando por el parque municipal. Se acercaba a los transeúntes al socaire de la oscuridad, les entregaba un billete de quinientos złote a toda prisa y desaparecía sin dejar rastro.
La primera víctima fue nuestro cajero. Llegó a la taberna pálido como la cera, con un flamante billete de quinientos en la mano. Nos contó lo ocurrido y, acto seguido, nos pagó una ronda a todos para recobrar el ánimo.
La noticia sobre el incidente se propagó como un reguero de pólvora, causando el consabido revuelo. Los más alarmados eran los padres. Temían que las correrías del pervertido fuesen un mal ejemplo para la juventud y pusiesen en peligro su integridad moral. El individuo misterioso fue apodado «el Monstruo de la Alameda».
El parque es un lugar desierto y mal iluminado, de modo que no resultaba nada extraño que acabara siendo el escenario de alguna cochinada. A pesar de todo, decidí jugármela y al día siguiente fui a dar un paseo. Al fin y al cabo, no soy un cobarde.
La noche estaba oscura como boca de lobo, pero, desde la entrada misma, advertí que una gran multitud deambulaba por allí. ¡Al fin y al cabo, somos una nación valiente y un pervertido cualquiera no nos va a meter miedo en el cuerpo! Por lo visto, quien se asustó fue aquel cerdo, porque, a pesar de recorrer el parque una y otra vez, no pude dar con él.
«Ya verás, miserable—pensé—. Tengo todo el tiempo del mundo. Esperaré a que se marchen todos y te daré una buena lección».
Ya era pasada la medianoche cuando por fin me quedé solo. Frío, llovizna, una noche otoñal...: el ambiente ideal para un pervertido. Me sentía intranquilo.
Finalmente, miré, y vi una silueta que emergía entre los arbustos. Se me acercó.
—¿Te gustaría tener quinientos złots?—me preguntó.
—De acuerdo—dije—, pero que conste que estoy sometido a violencia.
—Pues a mí también me gustaría—contestó—. ¡Suelta medio talego y lárgate!
Me di cuenta de que estaba ante uno de nuestros ciudadanos de pro, un hombre normal y corriente con su puño americano, nada que ver con un pervertido. El desconocido tuvo que conformarse con ochenta y dos złote y treinta groszy, porque aquello era todo lo que yo llevaba encima.
Pero no lamento haber perdido el dinero. Lo más importante es que nuestra sociedad sea sana y que entre nosotros no haya pervertidos de ninguna clase.