LA VUELTA AL MUNDO EN 80 MÚSICAS, Andrés Amorós

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ANDRÉS AMORÓS, La vuelta al mundo en 80 músicas, La Esfera de los libros, Madrid, 2018, 408 páginas.
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En el Preludio (pp. 15-20) Amorós señala el origen de este tomo subtitulado Las obras y autores imprescindibles de música clásica, popular y de cine: su programa de radio Música y letra.
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MACAO EN CHINCHÓN
[Erik Satie: Gymnopédies en Una historia inmortal, de Orson Welles]

   A Orson Welles le llamaban «el Genio» por antonomasia. No me parece excesivo. A los dieciséis años, sin cortarse un pelo, ya representaba a Shakespeare. (Siguió haciéndolo, toda la vida).
   Siete años después, el 30 de octubre de 1938, en la radio, la voz de un locutor presentaba un presunto noticiario: «El profesor Morse, de la Universidad McGill, informa que ha observado tres explosiones en el planeta Marte...». Al joven Welles se le había ocurrido dramatizar así la clásica novela de H. G. Wells, La guerra de los mundos, pero los oyentes creyeron que era una noticia real y cundió el pánico en Nueva York.
    A los veinticinco años, dirigió su primera película, Ciudadano Kane, una de las más innovadoras de la historia del cine.
   Rebasados ya los cincuenta, rodó Welles una de sus más singulares películas: Una historia inmortal, basada en un relato de Karen Blixen, también conocida como Isak Dinesen (popularizada por Memorias de África). La voz narradora de Welles cuenta una historia que parece sacada de Las mil y una noches o de la Biblia.
   En Macao, en el siglo XIX, un viejo comerciante, Charles Clay (es decir, «arcilla», como la tierra originaria, algo cercano pero no igual a Kane), al que otorga su imponente presencia Welles, paga a un marinero para contemplar cómo deja embarazada a su mujer. Es una historia simbólica, ambigua, mistenosa; según Jean Renoir, en la presentación, «el sueño de un niño que se ha convertido en hombre». Queda clara, eso sí, la locura del personaje que se cree todopoderoso (como Ciudadano Kane; como Quinlan, en Sed de mal; como Mr. Arkadin).
   Produjo la película la televisión francesa, con dos condiciones: que se rodara en color (la primera vez, para Welles) y que durara menos de sesenta minutos. Esto último fue fatal para la explotación en salas comerciales: no era un corto ni un largometraje. (En España, se proyectaba junto a un largo documental de François Reichenbach sobre su amigo Orson Welles).
   El presupuesto que tenía era escaso: por amistad, consiguió que actuara una estrella de la categoría de Jeanne Moreau (que también había participado en la shakesperiana Campanadas a medianoche). Lo más curioso es que a Welles le bastaron unas telas colgadas de los balcones, con unos garabatos pintados, como si fueran letras del alfabeto chino, para que una Plaza Mayor típica de un pueblo castellano, la de Chinchón, muy cerca de Madrid, se conviniera en la imagen cinematográfica de Macao.
   La película presentaba también un interés musical: utilizaba —por primera vez en el cine, según creo— una de las Gymnopédies de Satie, un personaje verdaderamente fascinante: pianista de cabaret, bohemio, bromista; amigo de Cocteau, Ravel y Debussy; colaborador de René Clair.
   Satie se definía como «un músico medieval que, por casualidad, deambulaba por el siglo XX». Su sentido del humor se traslada a los títulos de sus músicas: Obras frías; Melodías para huir; Danzas al revés; Tres fragmentos en forma de pera; Música de mobiliario destinada a ser ignorada...
   Según creo, las gimnopedias eran las fiestas anuales que se celebraban en Esparta en honor de Apolo. Con esta música, Erik Satie intentaba evocar la inmovilidad de los bailarines, en los vasos griegos; es decir, una atmósfera sencillísima, desnuda, casi hipnótica. De esta obra, escrita para piano, hizo una hermosa versión orquestal Debussy; mucho después, ha hecho otra el grupo de rock sinfónico Blood, Sweat and Tears. (Las tres versiones son preciosas).
   En los últimos años, la música de Erik Satie, tan original, se ha puesto muy de moda: es un claro antecedente de la actual música «minimal», repetitiva. Con su sencilla solemnidad, crea la atmósfera adecuada para esa misteriosa historia que Karen Blixen situó en Macao y que Orson Welles localizó en la castiza Plaza Mayor de Chinchón, donde todos los años tiene lugar un tradicional festival taurino...
   Conocí yo una mañana a Orson Welles: estábamos tomando el aperitivo en la terraza de un café francés, con Luis Miguel Dominguín, Ernest Hemingway y varios amigos del diestro, que iba a torear esa tarde. Cuando llegó Orson, borró a todos con su poderosísima personalidad.
   Recuerdo muy bien que me enseñó una cicatriz en el brazo, diciéndome que era la cornada de un toro, cuando él —aseguraba— actuaba como novillero, por los pueblos sevillanos.
   He intentado comprobar la veracidad de esa historia, pero me ha sido imposible: por ningún lado aparecen datos de ese misterioso novillero norteamericano. ¿Se tratará de un fabuloso embuste, uno más de los que él prodigaba? Es muy posible, recuérdese la tesis de su película F for Fake (en España, Fraude): lo propio del creador es la mentira, ser —como escribió Pessoa—un «fingidor».
   Tampoco es imposible que aquel joven que recitaba a Shakespeare, el mismo que asustó a los norteamericanos con su programa de radio y que revolucionó el cine, con su primera película, intentara también la loca aventura de ser torero. Así era «el Genio» Orson Welles, que eligió la música de Erik Satie para el misterioso clima del relato de Karen Blixen.

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