PISCINAS VACÍAS, Laura Ferrero
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LAURA FERRERO, Piscinas vacías, Alfaguara, Barcelona, 2016, 196 páginas.
EL RASTRO DE LOS CARACOLES
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EL RASTRO DE LOS CARACOLES
No recuerdo muchas cosas de mi infancia, pero sí la lluvia. Salir corriendo por la puerta de atrás y quedarme quieta. Levantar la cabeza hacia el cielo, abrir la boca e intentar tragar gotas de agua. Quería formar parte de la lluvia.
Estas son algunas de las cosas que recuerdo.
Pero uno no escoge su propia memoria. Solo es verdadera la primera imagen del recuerdo, a partir de entonces cada vez que volvemos atrás es para deformar esa primera instantánea.
No podemos estar seguros de que nuestra visión del pasado sea verdadera. De lo que sí tenemos certeza es de que cada vez nos alejamos más de él.
Platón creía que la vida presente es el recuerdo de la realidad que nuestra alma conoció antes de caer encerrada en el cuerpo. Conocemos recordando, decía, al revés de Borges, para quien el recuerdo consiste en irse alejando de la realidad.
Qué poco duraderas son esas imágenes de la memoria, y con qué facilidad las sometemos a esa mutación involuntaria que las hace apartarse de lo que eran en un principio. Son fugaces. Como el rastro que dejaban los caracoles sobre las baldosas de gres del patio de casa.
Nunca he confiado en mi memoria, pero sé que siempre que llovía quería salir a mojarme y cerrar los ojos. Quería pensar que yo también podía ser agua que se deslizaba por los árboles y por las calles, que formaba charcos en las aceras y llenaba los embalses vacíos. Agua que se precipitaba sobre el mar, que empapaba mi pelo y rodaba por mis mejillas.
Durante muchos años he tenido la creencia de que la lluvia se asemeja a las lágrimas, las mismas que con los años dejan imperceptibles surcos en la expresión, como el agua que erosiona la tierra.
Los días de lluvia me ponía mis botas de agua de color violeta. Me las compraron dos tallas más grandes para que pudiera aprovecharlas más tiempo. Aún las tengo; el pie no me creció tanto como esperaban. Nadie había contado con mi enfermedad. Ni siquiera yo misma.
«Te pondrás enferma, ten cuidado», me advertía mi abuela. Pero a mí me gustaba chapotear con las botas puestas. Recuerdo mi mano agarrada a la de mi abuelo. Íbamos a buscar caracoles para que mi abuela los cocinara. Yo solía quedarme unos cuantos y les daba de comer hojas de lechuga. No quería que murieran, al menos no ahogados y hervidos en la cacerola. Prefería matarlos de otra manera.
Qué animales tan extraños, los caracoles, pensaba. esas antenas que siempre intentaba pellizcar y arrancar.
No sé de dónde nacía la manía de perturbar la vida de los animales. Supongo que necesitaba comprobar que yo también podía destruir cosas con una pisada, que nidos enteros de hormigas podían ser destrozados de un puntapié. Que podía aplastar un caracol y sentirme fuerte y dueña del destino de un ser pequeño e insignificante.
Crecí mirando a través de la ventana. Fui una niña enferma, débil, obligada a guardar cama continuamente. Vivía observando cómo las hojas muertas cubrían un jardín que la maleza había copado hacía ya mucho tiempo. Me daban pena todas esas hojas. Al igual que los dientes que iba perdiendo. No sabía qué hacer con las cosas que caían, con aquello que moría.
No sé dónde quedaron mis dientes de leche o los mechones de pelo que llenaron el suelo del baño cuando decidí que la trenza era demasiado larga. Mi abuela cogió una escoba y lo barrió todo.
En la vida solo hacemos dos cosas: acumular, y después tirar. Construimos la vida alrededor de cosas que desechamos cuando han cumplido su función.
Tengo algunas fotos de mamá de cuando era joven. No sé si llegaré a la misma edad que tenía ella cuando murió. Es extraño ser mayor que tu madre muerta.
Mi madre me dejó con mis abuelos cuando yo era una niña. Murió con treinta y cinco años. Padecía la misma enfermedad que yo.
La vi muerta, en la caja.
Aquí y ahora; desde la cama donde escribo, viendo el final de las cosas, empiezo a entender que la vida era solamente intentar trazar un camino, dejar una marca. Por muy pequeña e insignificante que fuera. Como el rastro de los caracoles.
Tremenda reflexión sobre el significado del paso del tiempo. Bravo.