RUBEM FONSECA,
Pequeñas criaturas,
Norma, Bogotá, 2007, 346 páginas.
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PAZ
El nombre era Lutetia, pero la gente escribía Lutecia, hasta el tipo del registro civil lo había hecho. Pero antes de que grabaran el nombre sobre el mármol bruñido, ella revisaría todas las letras de metal, una por una para que no hubiera error. Hay cosas que debes hacer por ti mismo, para evitar equivocaciones. Por eso, ella había tenido el cuidado de tomar todas las medidas necesarias.
Era un buen lugar para pasear, lleno de alamedas arborizadas, vacías y calladas. Aquel día, en una de ellas, surgió un cortejo de personas que marchaban en silencio. Lutetia se alejó, no quería asistir a la inminente ceremonia. Las pompas que rodeaban aquella solemnidad, por más modestas y discretas que fueran, no le interesaban. Prefería contemplar las esculturas, dos ángeles, uno contrito, otro de alas abiertas como si se dispusiera a alzar vuelo, el busto de un hombre encorbatado, un avión, de aquellos antiguos con hélices, una lira, una partitura con notas musicales.
De regreso a casa, Lutetia tuvo de nuevo la sensación de que aquel ya no era su lugar. Como si estuviera en un cuarto de hotel, un espacio ocupado temporalmente, que no era suyo. Las cortinas, los muebles, los cuadros, los objetos, la cama con la colcha, el armario de ropas, eran cosas extrañas, desconocidas, que acuciaban su deseo de partir. Pero pensó en la balletista de bronce, danzando con los brazos abiertos, que había mandado a esculpir para soldar sobre la bruñidez del mármol, y esto le dio paciencia y ánimo para esperar lo que iba a suceder.
Un jueves, ya todo dispuesto, volvió al cementerio. Ya la bailarina estaba puesta sobre la lápida. Y también las letras de su nombre, Lutetia, apenas el nombre, no quería ninguna fecha.
Miró a su alrededor. Las sepulturas, todas del mismo tamaño, diferenciadas sólo por el color del mármol, estaban dispuestas en bella simetría a lo largo de la alameda. Cerca había un árbol que proyectaba una sombra, y bajo ella Lutetia se abrigó.