JON ARRETXE,
Siete colores, RBA, Barcelona, 2004, 125 páginas.
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Estos veintisiete relatos del viajero Jon Arretxe, traducidos del euskera por José Luis Padrós, están organizados en torno a los colores de la vida: abre el libro la sección Negro con Muerte lúgubre, un relato en el que se tematiza el tratamiento que reciben los moribundos en Occidente; lo cierra la sección Blanco con Cándida muerte, una narración en la que se presenta el ritual que acompaña a las exequias en la India.
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CARICIA DE SATÉN
Todos y cada uno de los atuendos que la envolvían le daban en conjunto una apariencia maravillosa. Los anillos como esculpidos en los dedos de los pies, el recital de reflejos en tobilleras y pulseras, los pendientes prolongando el atractivo de nariz y lóbulos, así como también el punto carmesí en mitad de la frente, el sari multicolor... Era la luz injertada en el propio cuerpo de la luz. Con todo había en su rostro una flor de penumbra, un espejo de tristeza y frustración.
Aparecí en aquella pequeña tetería al reborde de la carretera hacia Gangotri escapando del aguacero. El dueño y los clientes, todos hombres, me acogieron calurosamente, sólo la bonita joven evitó alzar los ojos y mirarme. Apartada de todos, sentada contra el rincón, permanecía inclinada y sola.
—Las mujeres en la India carecemos de voz —me había susurrado días antes una longeva viuda que conocí en Rishikesh, lejos de espectadores que la conducirían a una condena segura—. Malgastamos toda una vida al capricho de un marido que nos asignan a dedo, sin sueños ni esperanza.
Separado del grueso de la clientela, que conversaba con júbilo alrededor del mostrador y estimulado por las bondades del té, intenté imaginar la vida de aquella joven aferrada al rincón. ¿Cómo sería su día a día? ¿Colectaría hierba de sol a sol, como tantas y tantas mujeres que había visto de camino? ¿Tendría que ocuparse de la casa y la educación de sus hijos? ¿A qué la obligaría su marido? ¿Le pondría la mano encima? ¿Sería feliz? ¿Qué pensaría de su existencia? ¿De dónde sacaría el valor suficiente para enfrentarse al mundo? ¿Quizá de la esperanza de una próxima vida mejor?
Preguntas cuya respuesta se me antojaba preferible no imaginar. Su gesto resignado abrió en mí una caverna de compasión, y pronto me venció la idea de que la situación de aquella joven representaba la condición de miles y miles de mujeres en la tierra. Me moría por reconfortarla, animarla, dirigirle unas palabras de aliento, acompañar su mirada, decirle con el pensamiento que levantara la frente y que jamás volviera a ocultar su sonrisa.
No tuve la menor oportunidad. Un autobús detuvo frente a la tetería su desgarbado tránsito, el viejo autobús cargado de fardos y peregrinos en dirección al nacimiento del sagrado río Ganges. El círculo alrededor del mostrador se quebró instantáneamente, los hombres salieron en desbandada, y de entre ellos uno, el mismo que hacía un momento se había distinguido por su amabilidad conmigo, mordió el aire bramando contra la joven, que le obedeció sin rechistar y se dirigió hacia la puerta.
En ese breve tramo que la separaba de la salida, ni se atrevió a despegar los ojos del suelo; no movió los labios, lo único que pude oír en ese lapso de tiempo fue el tintineo cristalino de sus tobilleras de plata.
No pude finalmente oír su voz, ni adivinar ningún gesto, ni descubrir su sonrisa, y tuve que conformarme con la caricia de su sari al pasar, suave roce de seda que me provocó un escalofrío y me erizó la piel.