EL COGEDOR DE ACIANOS, José Jiménez Lozano
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JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, El cogedor de acianos, Anthropos, Barcelona, 1993, 200 páginas.
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LAS MUJERES DEL CUADRO
Al cerrar el Museo, siempre se hacía el remolón ocupándose de cualquier cosa: la colocación de los sillones que había por allí y había que retirar para cuando a la mañana siguiente llegaran las limpiadoras, un cordón de una cortina que se había desprendido, cualquiera otra tarea que cada día se imponía pero en la que no quería que le ayudase nadie.
—Yo cerraré —decía siempre.
Y el director del Museo y los otros ujieres estaban encantados. El director sabía que él, que había sido ebanista, tenía muy buenas manos y, de vez en cuando, le gastaba bromas diciéndole que el Museo era suyo, porque era un artista y siempre se fijaba en los muebles que había en los cuadros, y reparaba en detalles que incluso los críticos no habían visto nunca.
Pero, en cuanto todos se marchaban, él iba derecho hacia aquel cuadro y allí pasaba tiempo y tiempo, mirándolo.
De manera que siempre llegaba a altas horas de la noche a casa. Y luego allí en su casa se ponía también a reproducciones que tenía colgadas en la pared del cuarto de de estar: «La Maja desnuda», de Goya, «La Sagrada Familia», de Murillo, que eran los cuadros que la gustaban a su mujer como a casi todo el mundo, y luego la reproducción del otro cuadro, «El Rubens» que él decía, y que a su mujer le daba apuro un poco, cuando la preguntaban, porque la reproducción era muy grande, mientras que las otras que a ella le gustaban no, y en el cuadro había tres mujeres desnudas con muchas carnes y daba no sé qué. Sólo que él habia dicho que la reproduccion se la habia regalado el director del Museo, y que tenía que tenerla allí.
Hasta aquel día en que ella le vio dándose señas en la calle con una mujer y entró en sospechas, y averiguó que era una estanquera; y fue ella allí al estanco con el pretexto de comprar lotería y, entonces se dio cuenta de que la estanquera era el retrato mismo de aquellas mujeres desnudas y con tantas carnes como ellas. Y comprendió que su marido la había estado engañando mucho tiempo con la estanquera y con las mujeres del cuadro. Pero no dijo nada, porque siempre la había estado él diciendo que se alimentara, que se alimentara.
Pero ni aun así, porque aunque se hubiera alimentado las mujeres del cuadro y la estanquera eran muy rubias y muy blancas, y ella no. De manera que eso fue lo que la dijo su vecina:
—Que las peores son las del cuadro, que a la estanquera ya le diré yo cuatro cosas.
Y que se alimentara, que se alimentara.
Al cerrar el Museo, siempre se hacía el remolón ocupándose de cualquier cosa: la colocación de los sillones que había por allí y había que retirar para cuando a la mañana siguiente llegaran las limpiadoras, un cordón de una cortina que se había desprendido, cualquiera otra tarea que cada día se imponía pero en la que no quería que le ayudase nadie.
—Yo cerraré —decía siempre.
Y el director del Museo y los otros ujieres estaban encantados. El director sabía que él, que había sido ebanista, tenía muy buenas manos y, de vez en cuando, le gastaba bromas diciéndole que el Museo era suyo, porque era un artista y siempre se fijaba en los muebles que había en los cuadros, y reparaba en detalles que incluso los críticos no habían visto nunca.
Pero, en cuanto todos se marchaban, él iba derecho hacia aquel cuadro y allí pasaba tiempo y tiempo, mirándolo.
De manera que siempre llegaba a altas horas de la noche a casa. Y luego allí en su casa se ponía también a reproducciones que tenía colgadas en la pared del cuarto de de estar: «La Maja desnuda», de Goya, «La Sagrada Familia», de Murillo, que eran los cuadros que la gustaban a su mujer como a casi todo el mundo, y luego la reproducción del otro cuadro, «El Rubens» que él decía, y que a su mujer le daba apuro un poco, cuando la preguntaban, porque la reproducción era muy grande, mientras que las otras que a ella le gustaban no, y en el cuadro había tres mujeres desnudas con muchas carnes y daba no sé qué. Sólo que él habia dicho que la reproduccion se la habia regalado el director del Museo, y que tenía que tenerla allí.
Hasta aquel día en que ella le vio dándose señas en la calle con una mujer y entró en sospechas, y averiguó que era una estanquera; y fue ella allí al estanco con el pretexto de comprar lotería y, entonces se dio cuenta de que la estanquera era el retrato mismo de aquellas mujeres desnudas y con tantas carnes como ellas. Y comprendió que su marido la había estado engañando mucho tiempo con la estanquera y con las mujeres del cuadro. Pero no dijo nada, porque siempre la había estado él diciendo que se alimentara, que se alimentara.
Pero ni aun así, porque aunque se hubiera alimentado las mujeres del cuadro y la estanquera eran muy rubias y muy blancas, y ella no. De manera que eso fue lo que la dijo su vecina:
—Que las peores son las del cuadro, que a la estanquera ya le diré yo cuatro cosas.
Y que se alimentara, que se alimentara.