CUENTOS POPULARES DEL MEDITERRÁNEO, Ana Cristina Herreros (editora)

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ANA CRISTINA HERREROS, Cuentos populares del Mediterráneo, Siruela, Madrid, 2007, 236 páginas.

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En la Introducción (pp. 11-14), Ana Cristina Herreros señala la procedencia de los textos ("repertorios de cuentos tomados de directamente de la tradición oral de finales del siglo XIX o comienzos de XX"), que "han sido sometidos a una labor de recreación". Cierra el volumen una interesante sección titulada Fuentes y comentarios (pp. 217-230).
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EL DIABLO QUE IBA A MISA
(sardo)
                 
   Yo sé la historia de un diablo que iba a misa.
   Una vez, un diablo que iba a misa se encontró por el camino un haba, la cogió y se fue a la primera casa que se encontró.
   —Buena mujer —le dijo—, ¿puedes guardarme esta haba una hora que yo tengo que ir a misa?
   Nunca se había visto un diablo que fuera a misa, así que la mujer en seguida le dijo que sí.
   El diablo dejó el haba en el alféizar de la ventana y se fue a la iglesia. Una hora más tarde volvió y pidió que le devolvieran el haba. Pero la mujer le respondió apenada:
   —No puedo devolverte el haba, porque una gallina se subió al alféizar de la ventana y se la comió.
   —O me das el haba o me das la gallina —exclamó el diablo con mirada torva. Y la mujer tuvo que darle la gallina.
   El diablo cogió la gallina y se fue a la casa de otra vecina.
   —Buena mujer, ¿me puedes guardar esta gallina un rato que yo tengo que ir a misa?
   Nunca se había visto un diablo que fuera a dos misas seguidas, así que la segunda mujer le dijo que sí.
   —Déjala en el huerto —le respondió.
   El diablo dejó a la gallina en el huerto y se fue a misa. Cuando volvió, la gallina ya no estaba.
   —Se la ha comido el cerdo —le dijo la mujer apenada.
   —O me das la gallina o me das el cerdo —exclamó el diablo, decidido. Y la mujer tuvo que darle el cerdo.
   El diablo ató al cerdo y se fue a otra casa.
   —Buena mujer, ¿me puedes guardar un rato este cerdo, que tengo que ir a misa.
   —Pues claro, buen diablo, mételo en la cuadra.
   Y el diablo metió el cerdo en la cuadra y se fue a escuchar su tercera misa. Cuando volvió, la mujer le dijo apenada:
   —No puedo devolverte el cerdo porque el caballo le ha dado una coz y lo ha matado.
   —O me das el cerdo o me das el caballo replicó el diablo con los ojos de fuego.
   Y la mujer tuvo que darle el caballo.
   El diablo se fue a otra casa.
   —Buena mujer, ¿me puedes guardar un rato este caballo, que yo tengo que ir a misa?
   —Y el diablo se fue otra vez a misa, pero cuando volvió el caballo había desaparecido.
   —¡Qué desgracia! —le dijo la mujer—. Mi hija se ha llevado tu caballo a pastar, pero un moscón no le dejaba en paz y el caballo se ha escapado.
   —O me das el caballo o me das a tu hija —rugió el diablo con los ojos llameantes.
   Y la pobre mujer tuvo que darle a su hija. El diablo la metió dentro de un saco, se lo echó a la espalda y se fue otra vez a la iglesia. Cuando llegó, apoyó el saco en la pila de agua bendita y se puso a escuchar devotatamente la misa.
   Pero un diablo que va tantas veces a misa siempre despierta sospechas. Su comportamiento llamó la atención de una mujer que vivía cerca de la iglesia. La mujer, curiosa, se acercó en silencio al saco y miró dentro a través de un agujero.
   —Pero bueno —murmuró sorprendida cuando vio el contenido del saco—. Esta es mi ahijada.
   Entonces, sin decir una palabra, llevó el saco fuera de la iglesia, lo abrió y dejó salir a su ahijada.
   —Madrina, qué miedo, el diablo quería llevarme.
    —Calla, que esto lo arreglo yo —respondió la madrina. Y dicho y hecho, volvió a su casa, desató dos perros muy feroces que tenía y los metió dentro del saco. Luego lo dejó apoyado en la pila del agua bendita.
   Cuando terminó la misa, el diablo devoto se echó el saco a la espalda y salió de la iglesia.
   —Pues sí que pesas —se quejó el diablo, mientras se disponía a irse del pueblo.
   —Guau, guau— ladraron los dos perros, agitándose dentro del saco. El diablo, extrañado de la respuesta, abrió el saco y se encontró con dos perros rabiosos que salieron como dos furias desbocadas. Al pobre diablo no le quedó otra que escapar a toda prisa para huir de los mordiscos feroces de aquellas bestias. Y hay quien dice que todavía sigue corriendo.

LAS HISTORIAS GALLEGAS, Álvaro Cunqueiro

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ÁLVARO CUNQUEIRO, Las historias gallegas, Paréntesis, Alcalá de Guadaíra, 2009, 170 páginas.
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Procedentes en su mayoría de Os outros feirantes, estos 67 relatos se presentan acompañados por las palabras de Manuel Gregorio González en El otoño del mundo (pp. 77-11), un prólogo que busca encajar la figura de Cunqueiro en su merecido lugar dentro del siglo XX, detectando influencias tan diversas como Malinowski, C. G. Jung o Robert Graves que le permiten dibujar en cada uno de sus textos "el vasto territorio de la entonación humana".

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JOSÉ REGUEIRA

   Desde los ocho o nueve años, tenía todas las noches el mismo sueño, salvo que cenase castañas cocidas con leche fresca, que entonces tenía otro. El primer sueño consistía en que aparecía junto a su cama un hombre con barba, el cual le hacía levantarse de la cama y lo llevaba a volar con él por encima de Sobrado dos Monxes, y alguna vez sobre Betanzos. Y cuando José Regueira iba más feliz en la máquina voladora del hombre de la barba, este lo empujaba y lo dejaba caer desde lo alto mismo encima de su cama. La caída era verdadera, pensaba José Regueira, porque el ruido que hacía al caer despertaba a sus padres, que dormían en la habitación vecina, y porque en tres ocasiones rompió la cama, con la violencia del aterrizaje. Con el tiempo, José Regueira fue aprendiendo a no caer de golpe, sino planeando, con lo cual entraba muy suavemente en su cama, la que no volvió a romper. Eso sí, el planear le costaba lo suyo, porque después del planeo aparecía sudoroso y casi sin respiración. El otro sueño consistía en que José Regueira escuchaba un silbido y veía que por la puerta de su cuarto entraba una señora cubriéndose con un paraguas, porque estaba lloviendo dentro de la casa como fuera. De pronto escampaba, y la señora cerraba el paraguas. Sin saber cómo, José Regueira se encontraba dentro del paraguas, pugnando por salir, pero no lo lograba mientras no volviese a llover y la señora abriese el paraguas. La señora se iba, y José Regueira aparecía en el suelo, junto a un charquito de agua que había escurrido del paraguas. Los padres decían que José Regueira había orinado en el suelo, y le pegaban. Ya era José Regueira un mozo de veinte años, y seguía teniendo los dos sueños. Había crecido mucho, y era un tipo ensimismado y algo perezoso, muy espigado y preocupado por su pelo rizo. Los padres suyos, previendo que el hijo iba a ir al servicio militar, estaban preocupados con el sueño de la señora del paraguas, que sería una vergüenza que José apareciese en el suelo del dormitorio del cuartel, tumbado sobre un charco de agua. ¿Cómo convencer al coronel del Regimiento de que había una señora con paraguas y que llovía dentro de la sala? José Regueira les decía a los suyos que era difícil que en el servicio tuviese aquel sueño, porque en el cuartel no dan de rancho castañas cocidas con leche, pero los padres lo ofrecieron a San Cosme, y lo llevaron el 27 de septiembre a la romería. José Regueira llevaba como exvoto un paraguas de cera, hecho de encargo en Santiago, y y saliera bastante caro, que hubo que pagar el molde en la cerería. El paraguas fue depositado después de la misa mayor a los pies de San Cosme.
   Aquella misma noche, José Regueira cenó castañas cocidas con leche fresca, y se metió en la cama a ver si San Cosme ya se había enterado de su petición y lo libraba de la señora del paraguas. Y así fue. En vez del silbido acostumbrado, golpearon la puerta del cuarto con los nudillos, y entró en la habitación Florita, una vecina muy lucida a la que José solía quedarse mirando, medio embobado. Florita le puso un dedo en los labios recomendándole silencio, y le dijo, cariñosa:
   —¡Adiós, Pepiño! ¡Aquí te espero comiendo un huevo!
   Cuando volvió del servicio, José Regueira enamoró a Florita y se casaron. Ella negó siempre que hubiese ido a la habitación de él a decir eso de «aquí te espero comiendo un huevo». José le ponía un dedo en los labios, y la hacía callar.

CUENTOS DEL MUNDO DEL AGUA

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Cuentos del mundo del agua, Intermón Oxfam Ediciones, 2003, 120 páginas.

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En el Prefacio (pp. 9-10) Sascha de Graaf subraya la voluntad sensibilizadora de esta publicación que recopila anécdotas o experiencias vinculadas al agua. Las fotografías, de diversa autoría, aparecen intercaladas entre los textos.

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MICROBIOS DESNUCADOS

   En algunas zonas rurales de mi país, la gente cree que el agua que corre por los ríos tormentosos que arrastran muchas piedras es segura para beber. Dicen que las piedras matan a los microbios, porque el agua de río las lanza con tanta violencia que aplastan a los "bichos". Alguien me dijo: "No se preocupe, cuando los microbios caen al río ¡se desnucan en las piedras!".
Silena Vargas
 Dick Kanters

EL GRAFÓGRAFO, Salvador Elizondo

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SALVADOR ELIZONDO, El grafógrafo, Joaquín Mortiz, México D.F., 1972, 112 páginas.

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AVISO
i. m. Julio Torri

   La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.
   Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.
   Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.
   Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.
   Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas de Hades y que he cruzado el campo de asfódelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.
   Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.
   Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.
   Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

CUENTOS ESQUIMALES

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Cuentos esquimales (Los cuentos del iglú), Olañeta, Palma de Mallorca, 1990, 55 páginas.

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Recopilados por Edward L. Keithahn, estos cuentos de los "comedores de carne cruda", explica Louise Weiss en la Presentación (pp. 5-6), son "representativos del desolado mundo polar que tanto fascina en la actualidad a los felices habitantes de nuestras templadas tierras". Las ilustraciones interiores son reproducciones de obras procedentes de museos canadienses.

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EL NIÑO GLOTÓN
  
   Un niño vivía con su abuela en el iglú construido por el abuelo. A partir de la muerte de este último, el hambre campaba a sus anchas por la casa. Un día, la anciana sacó al nieto del iglú. Ya no podía alimentarlo más. Le rogó que buscara algo para comer.
   El niño salió y se encontró un bacalao que había sido arrojado a la playa. Lo recogió, le arrancó la cabeza y se lo devoró de un bocado. Continuó su paseo y tropezó con un león marino. Se arrojó sobré él, le arrancó la cabeza y se lo comió. Pero aun así, seguía hambriento. Más adelante se topó con una morsa de largos bigotes que se calentaba al sol. Antes de que la morsa hubiera llegado al agua, el niño ya le había arrancado la cabeza y sin molestarSe en despiezarla, se la tragó.
   Por último el pequeño glotón divisó una ballena blanca que acababa de ser arponeada por un pescador. De la misma manera que había hecho con el bacalao, el león marino y la morsa, le quitó la cabeza y se la comió entera, con piel, barba e intestinos incluidos. Entonces se sintió mejor. Por primera vez en su vida había conseguido devorar a su propia hambre. Se puso a cantar y le dedicó la canción a su estómago. Tuvo sed y se dirigió a un pequeño lago, donde bebió sin tomar aliento. El lago se secó y el niño volvió al iglú. Pero había engordado tanto, que no pudo entrar por la puerta.
   —Entra por la ventana —le aconsejó la abuela.
   La ventana era más pequeña que la puerta. Con todo pudo meter la cabeza, pero los hombros se quedaron atascados.
   —Entra por el tubo del respiradero —le aconsejó la anciana. El tubo era más pequeño que la ventana, pero la cabeza y los hombros del niño pasaron, el estómago no.
   —Pasa por el ojo de mi aguja —invocó la esquimal.
   Levantó su aguja hacia el techo del iglú y el niño pasó y se cayó al suelo. En aquel momento la anciana se dio cuenta de que su nieto había engordado tanto sólo por comer demasiado.
   —¡No te acerques a la lámpara!— le dijo con firmeza.
   Pero el niño, que había perdido el equilibrio, rodó hasta la lámpara, ésta cayó sobre él y estalló. La anciana había tenido tiempo de escapar. Cuando volvió a reinar el silencio, la vieja se arrastró hasta el iglú y miró por la ventana. El niño y la lámpara habían desaparecido. En su lugar se hallaban un bacalao, un león marino, una morsa y una ballena que nadaban en un pequeño lago azul.

CUADERNOS DE ESCRITURA, Carlos Pujol

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CARLOS PUJOL, Cuadernos de escritura, Pre-Textos, Valencia, 2009, 152 páginas.

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Al escribir iluminamos y oscurecemos a la vez.
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Si uno se mira en el espejo y no ve sus fantasmas interiores no ve nada.
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La literatura completa la vida por el lado de los sueños.
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Una novela es como una maqueta de la vida, a escala de nuestras propias obsesiones.
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Escribir no es hacer, más bien hacerse, completarse con palabras.
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Escribir como una agenda que obligue a recordar, escribir contra el olvido.
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De los contemporáneos casi lo único que se oye es el ruido. Con el tiempo empieza a oírse la música de unos pocos.
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Al escribir es constante la tentación de empujar puertas abiertas.

LAS CIUDADES DEL PONIENTE, Antonio Pereira

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ANTONIO PEREIRA, Las ciudades del Poniente, Anaya & Mario Muchnick, Madrid, 1994, 190 páginas.

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LA ENFERMEDAD        

   Una mañana indiferente en que el ambulatorio despachaba la retahíla cansina de diarreas de niño y alguna vejiga de viejo y catarros banales que las devotas del seguro llaman andancio, una mañana de esas llegó un hombre joven con su volante y se puso a esperar en el banco alargado como de estación de autobuses.
   Era delgado, bien parecido. No se le veía mala cara, si se descuenta el morado profundo de unas ojeras, nada a su edad, quizá la resaca del sábado. Al menos cualificado de los médicos del ambulatorio le correspondió el sobresalto disimulado de percibir un síntoma decisivo. A veces es una intuición. Mandó comprobar, analizar. “No es posible, secreteaban los médicos, "en un rincón del mundo como éste", pero ei nombre tenia ia enfermedad.
   Se trataba de un muchacho del centro de la ciudad, hijo de familia y de costumbres decentes. “Veamos la anamnesia”, qué palabreja, y sólo faltaba que lo interrogaran con una luz cegadora. “¿Las dolencias infantiles?”, querían saber. ¿Y vacunas? ¿Las amígdalas? ¿Transfusiones de sangre, alguna transfusión de sangre?” Casi le dio vergüenza decir que era virgen. Tuvo como un arranque de protesta cuando le preguntaron, aunque fuera con muchos rodeos, si se había acostado con hombres, pero se quedó en la negativa y el rubor. Lo pusieron en “sin causa conocida, porque había que informar para el ordenador de datos. Sólo las personas indispensables lo supieron y los médicos fueron como confesores, según los juramentos de su religión.
   El segundo caso vino rápido y fue algo diferente. Una mujer casada de los arrabales, también de vida honesta. Las conjeturas fueron hacia el marido, que viajaba por provincias un muestrario de bisutería fina. Ella era una casada joven y fiel. El marido tenía fama de honradez en los tratos, pero no era imposible que hubiera enredado con una camarera de hotel, la camarera sólo se acostaría con el gerente, siempre suponiendo, el gerente del hotel salvo esa mínima veleidad se dedicaba por entero a su señora que por perdonable inclinación había caído con un castrense y éste con una enfermera de confianza y la enfermera con un estudiante y el estudiante con su protector y nunca se puede saber. Los médicos tuvieron que hablar con el marido de la casadita de los arrabales y el hombre se dejó examinar y estaba muy sano. Pero no pudo aguantar lo de su mujer, cogió el muestrario y sus cosas y se marchó para siempre. Antes dijo que no le hubiera importado que su esposa se quedara coja, ciega, lo que fuera, pero él no podía sufrir que su esposa tuviera la enfermedad.
   Al fin terminó sabiéndolo toda la ciudad, que había dos casos entre los miles de habitantes, y la gente se entregó a la higiene y a las religiones temerosas. Lo que no se sabía es cómo llegaron a relacionarse, después de aquellas novedades, el joven que no había conocido mujer y la señora que se había quedado sin marido. Se pusieron a vivir en casa de ella para allá del río y fue un alivio para la población porque así quedaba el puente por medio.
   Pero acaso se han cansado de su lazareto. Ahora los amantes vienen al parque y a la plaza de las palomas y nos inquietan con su felicidad descuidada. Vienen algo pálidos y enlazados, se acarician, alguien los ha visto besarse tranquilamente en la boca como antes se acostumbraba, cuando el amor no estaba amenazado y era una pasión sin guantes.

CARGAR LA SUERTE, Antonio Martínez Sarrión

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ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN, Cargar la suerte (Diarios 1968-1992), Alfaguara, Madrid, 1995, 328 páginas.
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De tanto adobar, condimentar y remover nuestra humana sensibilidad con toneladas de exquisiteces musicales, literarias, pictóricas, teatrales, cinematográficas, etcétera, bien pudiera suceder que el guisote resultante fuera tan denso y especiado que hubiera que arrojarlo por el sumidero, sin probarlo siquiera, tan sólo a causa del tufo que despide.
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Característica o síntoma, uno más, de la época: mitificamos el silencio como bien cada día más escaso; no lo soportamos durante mucho tiempo.
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La angustia, con su asqueroso aliento que todo lo infecta y corrompe, tiñéndolo de gris sucio, tanto al pasado como al desertizado presente. El futuro no sólo es impronunciable, no es pensable siquiera, tan inmisericorde resulta, al efecto, la argolla que los segundos, sin aflojar un adarme, mantienen en torno a la garganta.
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Se dan, como poco, tres ejemplares humanos que provocarán siempre en mí un invariable rechazo: el tonto opulento, el currante de derechas, y esos pringados, parientes próximos de este último espécimen, que, durante un atraco a mano armada, se dejan matar por defender el dinero del banco en que trabajan.

DIARIO DE LOS AÑOS APRESURADOS, Luisa Castro

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LUISA CASTRO, Diario de los días apresurados, Hiperión, Madrid, 1998, 154 páginas.

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MINIFALDAS

   Siempre que aprieta el verano me acuerdo de María la Pantalonera.
   Ya podían caer témpanos de hielo o arder el misterio, que María, la Pantalonera, no se sacaba sus vaqueros. Fue la primera mujer que se los puso. Cuando nosotras estrenábamos nuestro primer novio, los doce años y el primer wrangler, ya estaba María paseando sus cincuenta primaveras y sus levis gastados de subir y bajar escaleras de casa al Supermercado y del supermercado a casa. Su fidelidad a los pantalones le acarreó el sobrenombre y puede que más de una grosería. Aunque María, con su cabeza de pájaro y las manos en los bolsillos, que no tenía rival a la hora de defenderse, por si había que limpiarle con un guantazo los mocos a alguien, pocas veces recurría a la fuerza. Encajaba con una sonrisa el piropo o el improperio y seguía adelante. Una sonrisa seductora o maternal dependiendo de la estatura del admirador o el grosero. Ya se sabe que para la sandez no hay edad. Nuestras madres, regresando de la fábrica en medio del invierno, con la carne de gallina bajo sus combinaciones, la envidiaban en silencio. Algunas se decidieron a imitarla. Enseguida se llenó la fábrica de pantaloneras. Y el pueblo.
   A nadie le sorprende ahora ver a una mujer con pantalones. Y sin echarle la culpa a María la Pantalonera, el mundo está lleno de señoras enfundadas en vaqueros. Tampoco se escandaliza nadie por una minifalda; pero las que caminamos con un pie delante del otro y tenemos dos piernas y mucho calor, cuando llega el verano ya no somos las mismas. Antes que rubias o morenas, altas o bajas, guapas o feas, somos minifalderas.
   Pantaloneras minifalderas me quedo con todas y me gusta ser como ellas. Recuerdo a María ahora que me miran las piernas y me clasifican. Ahora que aprieta el verano e ingreso por mi pie, muy a gusto, en el bando de las minifalderas. Ahora que dejo de ser quien soy para ser sólo mis piernas, para ser una minifalda, me siento más que nunca cómoda dentro de mí, más yo y más ellas. Es mi uniforme y son mi bando. Y ya se sabe que no hay edad para la sandez. Y ya se sabe que, te pongas como te pongas, cualquier cosa que te pongas, te quedará bien.
   Te quedara todo bien, chica. Diles a los de la moda que no estás para sudar de calor ni de vergüenza. A los ricos, que te gustan las telas pobres. A los modernos, que haces todo lo que puedes. A los mojigatos, que sólo son dos meses. A los horteras, que eres la reina de la remolacha. A los viejos, que te saquen una foto y la amplíen en póster. A las exquisitas, que las tienes de todos los colores. A las resentidas, que tienes una hermana monja. A los agentes Sociales, que vas a buscar trabajo. A los violadores y a los jueces, que debajo no llevas nada. Y que te levanten la tapa de los sesos si quieren saber lo que llevas dentro.
   Y acuérdate de María la Pantalonera. Que, te pongas lo que te pongas, te quedará bien, y eso no les hace gracia.
   Minifaldera, hermana.

HISTORIAS DE NUEVA YORK, Stephen Crane

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STEPHEN CRANE, Historias de Nueva York, El Olivo Azul, Córdoba, 2010, 104 páginas.

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Juan Bonilla, hacia el final de su Prólogo (pp. 7-10), señala dónde se esconde el encanto de unos cuentos que "se nos quedan grabados con una fuerza insólita", al aventurar, al destapar seguramente con acierto, que el secreto quizás "sólo resida en la capacidad poética de Stephen Crane para lograr cargar de sentido y misterio cualquier significancia".

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UN GRAN ERROR


   Un italiano tenía un puesto de frutas en una esquina desde donde podía atraer a aquellos que bajaban de la estación elevada y a aquellos que pasaban por dos calles atestadas. El tendero se sentaba la mayor parte del día en un taburete que tenía colocado de manera estratégica.
   Había un chiquillo que vivía cerca, cinco plantas por encima, y que consideraba a aquel italiano como un ser tremendo. El niño había investigado el puesto de frutas. Lo había impresionado como pocas cosas que hubiese visto antes en sus viajes. Allí, dispuestos en asombrosas hileras, se encontraban todos los manjares del mundo en lujuriosos montones. Cuando observaba al italiano sentado en medio de tesoro tan espléndido, el labio inferior se le descolgaba y alzaba los ojos, llenos de un profundo respeto, hacia el rostro del vendedor. Lo adoraba como si estuviese contemplando la omnipotencia.
   El niño iba a menudo a la esquina, merodeaba el puesto y observaba cada detalle del negocio. Estaba fascinado por la tranquilidad del vendedor, su majestad de poder y posesión. A veces, estaba tan absorto en la contemplación del puesto, que la gente, a toda prisa, tenía que tener cuidado para no atropellarlo.
   Nunca se había atrevido a acercarse demasiado. Tenía el hábito de acechar cautelosamente desde el bordillo. Incluso allí parecía un niño que contemplase, sin estar invitado, un banquete de dioses.
   Un día, sin embargo, mientras el niño estaba absorto, el vendedor se alzó y pasando por la parte delantera del puesto, comenzó a dar brillo a las naranjas con un pañuelo rojo. El espectador, sin aliento, avanzó por la acera hasta que su rostro casi tocó la manga del vendedor. Con los dedos retorcía un pliegue de su traje.
   Por fin, el italiano acabó con las naranjas y volvió a su taburete, de detrás de un racimo de plátanos sacó un periódico escrito en su idioma, se removió hasta conseguir una postura cómoda y clavó los ojos con fiereza en el periódico. El niño se quedó frente a frente con los innumerables dones del mundo.
   Durante un rato fue un simple idólatra de aquel santuario dorado. Después se apoderaron de él unos deseos tumultuosos. Tenía sueños de conquista. Sus labios temblaron. Entonces se formó en su cabeza un pequeño plan.
   Se acercó sigilosamente lanzando furtivas miradas al italiano. Luchó por mantener una actitud convencional, pero la conspiración estaba escrita en sus facciones.
   Por fin se había acercado lo suficiente como para tocar la fruta. De debajo del andrajoso faldón sacó una manita sucia. Aún tenía los ojos clavados en el vendedor con el gesto totalmente rígido, excepto por el labio inferior, que mostraba un ligero aleteo. Extendió la mano.
   Los trenes elevados atronaban de camino a la estación y la escalera derramaba gente sobre las aceras. Se podía oír un profundo rugido marino procedente de los pies y de las ruedas que pasaban sin cesar. Nadie parecía ver a aquel chico sumido en tan magnífica aventura.
   El italiano dio la vuelta al periódico. De repente el pánico golpeó al niño. Bajó la mano y dejó escapar un suspiro de desesperanza. Durante un instante siguió mirando al vendedor. Era evidente que en su cabeza se producía un gran debate. Su intelecto infantil había definido al italiano. Sin duda era un hombre capaz de comerse a los niños que lo provocaran, y la alarma que le había producido el vendedor al girar el periódico le hizo ver con nitidez las consecuencias que acarrearía el ser detectado.
   Pero en aquel momento, el vendedor emitió un gruñido de placer e inclinando el taburete contra la pared, cerró los ojos. El periódico cayó ignorado.
   El niño dejó el escrutinio y de nuevo alzó la mano. Se movía con suprema precaución hacia la fruta, con los dedos doblados, como una garra, dominados por una codicia arrebatadora.
   En un momento se detuvo y los dientes le castañearon convulsivamente pues el vendedor se movió en sueños. El chiquillo, con la mirada aún fija en el italiano, volvió a extender la mano y los rapaces dedos se cerraron sobre un fruto redondo.
   Y estaba escrito que el italiano abriría en aquel instante los ojos. Atravesó al pequeño con una mirada inquisitiva y el niño, con una expresión en el rostro de profunda culpa, puso inmediatamente el fruto redondo en su espalda y comenzó a realizar una serie de enloquecidos y elaborados gestos declarando su inocencia.
   El italiano aulló, se puso de pie de un salto, y en tres pasos alcanzó al niño. Lo zarandeó fieramente y de sus deditos arrancó un limón.

AL FONDO A LA DERECHA, Raúl Vacas

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RAÚL VACAS, Al fondo a la derecha, Caja Duero, Salamanca, 2005, 112 páginas.

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PARAGUAS

Me he comprado un paraguas del color del cielo para albergar todas tus lágrimas. Sólo así tu tristeza más reciente también será mía, y tu dolor ocupará mi sombra.
Puede que aquel paraguas que inventó la forma de calmar los rayos en los días grises no reconozca hoy el tacto de la lluvia y tiemble como un hongo en el olvido.
Puede que un día los nimbos o los cúmulos se nieguen a escurrir todas sus manchas de agua y acaben por secarse con el sol, igual que los lagartos.
Pero el paraguas siempre guardará en silencio la memoria de la lluvia y acogerá en su piel, a un tiempo perfumada y húmeda, las luces de otros rayos: los del sol.
Me gustan los paraguas, pero en casa; colgados del armario, en la cocina, encima del bidé o debajo de la cama pero nunca en la calle. ¿Por qué rayos la gente se pone tan nerviosa y echa a correr cuando llueve un poco? ¿Son tal vez de azúcar? ¿Por qué cuando caen tres gotas toda la gente se ata a su paraguas?
Odio a los que no saben dónde acaba su paraguas; a los que te clavan el mango o la varilla en los riñones, que te lo escurren en los morros, que se echan a volar cuando no pueden con el viento y lo disparan y lo zarandean como tulipanes negros.
Odio a los transeúntes que no vieron nunca a Mary Poppins, que piensan que el paraguas sólo sirve para huir del agua, que en días de tormenta se amotinan en los soportales, que dejan sus paraguas en las papeleras y no se atreven nunca a desplegarlo en casa.
Creo que a las personas se las conoce por sus paraguas: negros para las viudas y los caballeros -quizá más resistentes al humor del agua-, estampados para las solteras, de plástico para los niños, lisos para las universitarias, rojos para los cirujanos, blancos para los curas, verdes para la Guardia Civil, de rayas para los presos, sin tela para los optimistas y de Ágata Ruiz de la Prada para el resto.
Hay paraguas que se abren como flores de invierno, paraguas que se abren como paracaídas, paraguas que se abren por sorpresa, paraguas que no se abren, paraguas para vivos, paraguas para muertos.
Hoy me he comprado un paraguas del color del cielo para albergar tus lágrimas y salir a la calle y decir como Bossa cualquier día: "Bajo la lluvia despliego un mapamundi".

ELOGIO DE LA VEJEZ, Hermann Hesse

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HERMANN HESSE, Elogio de la vejez, Muchnik Editores, Barcelona, 2001, 144 páginas.

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Esta antología, traducida por Claudio Gancho, recoge las reflexiones de Hesse en torno a la vejez, barajadas, entre otros géneros, en el poema o el aforismo. Volker Michels observa en su Epílogo (pp. 137-140) el progresivo optimismo del autor con el discurrir de los años: "Cada vez será más consciente de los aspectos amables de la vejez desde que se ha impuesto combatir por ella".

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Se muere en efecto de un modo tan condenadamente lento y a trozos: cada diente, cada músculo y hueso tienen una despedida extra, cual si con ellos nos hubiera ido particularmente bien.
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A menudo me admiro de la gran tenacidad con la que nuestra naturaleza se agarra a la vida. Dócilmente, aunque en modo alguno de buen grado, uno se habitúa a situaciones que sólo anteayer nos habrían parecido totalmente insoportables.
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La vejez y la esclerosis hacen progresos, a veces la sangre no quiere seguir corriendo de forma tan normal a través del cerebro. Pero esos males acaban teniendo también su lado bueno; ya no se acepta todo de forma tan clara y apasionada, se pasa de largo sobre muchas cosas, ya no se acusan muchos golpes o alfilerazos, y una parte del ser que en tiempos se llamaba yo, ya está allí donde pronto se instalará el todo.
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Una agonía es también un proceso vital, no menos que un nacimiento, y a menudo ambos se pueden intercambiar.

BESOS QUE FUERON Y NO FUERON, Roger Olmos & David Aceituno

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ROGER OLMOS & DAVID ACEITUNO, Besos que fueron y no fueron, Lumen, Barcelona, 2011, 96 páginas.

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Las ilustraciones de Roger Olmos y los textos de David Aceituno convierten este magnífico álbum ilustrado en un tratado sobre el beso.

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LECCIONES DE ANATOMÍA DEL BESO

   En el tercer volumen de Lecciones de Anatomía deI beso, el doctor Morgan Kovalski se centra en la tercera tipología de besos según la clasificación griega de besos: la primera es el beso osculum, una mera muestra de cortesía que se da en la mejilla; luego está el basium, que añade un grado de afecto y se da en los labios aunque sin demasiado apasionadamiento; y en tercer lugar el suavium, que es el beso que se dan los enamorados. Advierte Kovalski que “aunque suele fraguarse en la cabeza, no es bueno que este tipo de beso permanezca en el cerebro durante más tiempo del necesario antes de ser dado, pues el humor tiende a tomar, en ese caso, dos vías poco recomendables: la de la melancolía excesiva o la del cálculo mezquino”. Los labios, recuerda Kovalski, además de “generar sonidos más o o menos comprensibles, son los verdaderos agentes ejecutores del beso, el origen de un viaje a través del organismo que pone en tensión cerca de treinta músculos, hace que las pulsaciones del corazón se dupliquen y aumente la presión sanguínea”. Después de recrearse en una explcación antropológica de la evolución del beso, Kovalski continúa con la descripción de las reacciones que el acto de besar provoca en nuestro organismo: el cóctel químico que un beso desencadena (se genera dopamina, se liberan estrógenos y testosterona, en definitiva, que sentimos algo parecido a la alegría) termina por afectar también a las pupilas, que se dilatan, así como a la respiración, que se vuelve profunda. Kovalski se refiere después a “la sensación de hormigueo que invade el estómago y se ramifica a través de las terminaciones nerviosas”, o lo que es lo mismo: piel de gallina. Al escalofrío le sigue un suspiro, al suspiro un rubor, y al rubor un incómodo temblor en las rodillas. “Si el equilibrio se insinúa precario y en ese momento se está de pie, basta con sentarse.” El tercer volumen de las Lecciones de Anatomía de Kovalski se cierra diciendo que los besos suelen terminar en el mismo lugar donde se originaron: en la mente, sólo que no en forma de deseo sino de recuerdo.

MOVIMIENTO PERPETUO, Augusto Monterroso

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AUGUSTO MONTERROSO, Movimiento perpetuo, Seix Barral, Barcelona, 1981, 160 páginas.

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El hibridismo por el que discurren estos textos, acompañados por ilustraciones de Vicente Gandía, le sirve a Monterroso para congelar el "movimiento perpetuo" que describe "el ensayo del cuento del poema de la vida".


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EL MUNDO

Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.

AYER, DE CAMINO, Peter Handke

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PETER HANDKE, Ayer, de camino, Alianza Editorial, Madrid, 2011, 705 páginas.

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En ¡Querido lector! (pp. 7-8) Peter Handke presenta este volumen ("después de El peso del mundo, la Historia del lápiz, las Fantasías de la repetición, Junto a la ventana de la roca, por la mañana") como "última fase de mi actividad de escribir junco con lo que sucede durante el día y durante la noche".

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El descuido de aquí se convierte en la idea para allí
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Ira/furia: la ira es una capacidad / la furia es una incapacidad; del mismo modo que el odio es una incapacidad (27 en., Oldenburg)
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Una mirada me alcanzó, en la que vi que venía de uno que callaba interiormente; y él, también, me hizo callar a mí en mi interior. "¿Y qué veía la mirada?" —"Nada"
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"Las serpientes del insomnio se estuvieron enroscando toda la noche en sus pies" (así "La pérdida de la imagen"; Llo/Cerdagne, 15 de febrero, noche de tormenta)

AMOR EN JUEGO, Elena Ferrándiz

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ELENA FERRÁNDIZ, Amor en juego, Thule, Barcelona, 2010, 56 páginas.

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Los juegos, atractivamente descritos e ilustrados por Elena Ferrándiz, se dividen en cinco grupos, "según el momento en que se encuentre la relación de cada pareja": Enamoramiento, Conquista, Emparejados, Desiguales y Solitarios.

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CARTAS

   Se juega con la baraja francesa, y únicamente con el palo de corazones.
   El jugador A realiza una apuesta poniendo el corazón sobre la mesa. Con él en la mano, esperará a que el jugador B también apueste el suyo. Si lo consigue, habrá ganado la partida y el corazón no le cabrá en el pecho.

CUENTAS DE MAÍZ, Norah Scarpa Filsinger

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NORAH SCARPA FILSINGER, Cuentas de maíz, Macedonia, Morón, 2010, 106 páginas.

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ALDONZA

   La fama que le acarreó el libro de aquel viejo loco que una vez la galanteó le valió unos cuantos pretendientes, todos escritores.

BAJO UN CIELO DE CENIZA, Diego M. Eguiguren

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DIEGO M. EGUIGUREN, Bajo un cielo de ceniza, Lima, Micrópolis, 2011, 75 páginas.

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EN RUINAS

   Buscaba a mi peor enemigo, al abyecto causante de esta pena. Enfurecido ingresé a un salón imaginándome el encuentro y me retiré dejando en ruinas todos los espejos.

MARIDOS, Ángeles Mastretta

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ÁNGELES MASTRETTA, Maridos, Seix Barral, Barcelona, 2007, 264 páginas.

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UNA DE DOS

   Lucía miró a su marido dormitar en un sillón. Despertaba a ratos, la miraba y sonreía como desde otro mundo. En una de esas pestañadas ella le dijo con toda suavidad:
   —¿Sabes? Cuando uno de los dos se muera yo me voy a ir a Italia.

EL FUGITIVO, Jesús Aguado

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JESÚS AGUADO, Poesía reunida, Vaso roto, Madrid, 2011, 559 páginas.

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Este tomo subtitulado Poesía reunida (1985-2010) contiene, entre otros tesoros, Algunos haikus (o no) desde la nada (pp. 419-435).

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Hacen un puzzle.
La pieza que no encuentran
son ellos mismos. 

CUENTOS, Virgilio Piñera

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VIRGILIO PIÑERA, Cuentos, Alfaguara, Madrid, 1983, 320 páginas.

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EL INSOMNIO

   El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarro. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide un consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de tilo y apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revolver y se levanta la capa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

CUERPO Y PRÓTESIS, Juan José Millás

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JUAN JOSÉ MILLÁS, Cuerpo y prótesis, Santillana, Madrid, 2009 (2000), 432 páginas. 

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LA LLAMADA

   Telefoneó al supermercado para hacer el pedido, pero una mujer respondió que aquello era una casa particular. Colgó lleno de palpitaciones: la voz había abierto en su memoria sentimental una grieta por la que comenzó a salir en seguida una aguja de gas. Volvió a marcar confiando a los dedos la reproducción del error y respondió de nuevo la mujer. Él permaneció en silencio, absorbiendo con los sentidos la atmósfera de la habitación lejana. No se oía la televisión ni la radio: tampoco ruido de niños. Imaginó que vivía sola en un apartamento igual que el suyo y lo reprodujo sin dificultades. Ella, a su vez, callaba. Quizá su voz había levantado también un registro mal cerrado en las sentinas de su memoria. La imaginó con un libro en el sofá.
   Durante años había soñado que se encontraban en la calle, y ahora, en lugar de sus cuerpos, se cruzaban sus voces, pero la de ella tenía la densidad de un cuerpo. «Diga», repitió al fin, y él paladeó ese diga con las membranas del oído, igual que en otro tiempo había saboreado sus muslos con los dedos. Era un «diga» mojado por la excitación. De manera que también ella vivía sola y los sábados por la tarde leía: tenía la voz de los que se refugian de las horas dentro de una novela. «¿Es el supermercado?», preguntó. «Sí», escuchó al otro lado, tras un titubeo: «¿qué desea?». Recitó el pedido y al final la mujer añadió que había yogures en oferta. Después de los yogures, no supo continuar. Ella, tampoco, así que dijo que se lo enviarían y colgó sin solicitar la dirección, lo que acabó de delatarla. Telefoneó de nuevo, lleno de remordimientos, pero sus dedos no se atrevieron a equivocarse una vez más. Se habían cruzado, pero después de unos instantes prefirieron simular que no se conocían. Él reprimió un sollozo y, ahora sí, llamó al supermercado. 

HORMIGAS Y HUESOS, Leandro Herrero, Twiggy Hirota & Mateo de Paz

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LEANDRO HERRERO, TWIGGY HIROTA & MATEO DE PAZ, Hormigas y huesos, Edaf, Madrid, 2007, 146 páginas.

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VENGANZA
        
   El pescadero aguardó con paciencia a que los últimos clientes del día se marcharan uno a uno. En cuanto se quedó solo, bajo el cierre, apago la mayoría de las luces y penetró en la cámara frigorífica. De ella sacó una pieza bastante pesada que, al descargarla sobre la tabla de cortar, sonó a carne muerta. Lo siguiente que se escuchó fue el chirrido del cuchillo contra el afilador. Ris, ras, ris, ras... De improviso, abatió el filo con tal fuerza que seccionó de un tajo la cabeza de aquel ser inanimado. Enseguida, con la maestría de años de oficio, abrió su vientre y extrajo las vísceras sin dificultad. Separó las partes duras de la carne blanda y troceó esta con rapidez, sin dudar un instante en su trabajo. Después llegó el momento más apetecido, el que había reservado para el final. Agarró la cola de su víctima y, con la punta de su herramienta, se la amputó en un decir amén. Levantó la extremidad recién extirpada, cogiéndola con la yema de los dedos, la contempló asqueado y la arrojó al cubo de los desechos.Y mientras se quitaba los guantes de goma, le habló a la carne despedazada como si aún pudiera oírlo:
  —Ya te advertí, besugo, de que no tontearas más con mi mujer.
        
LEANDRO HERRERO
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TEMPLOS

   El hombre se adora a sí mismo observando los templos bellos y armónicos que ha sido capaz de concebir. Lo que no considera es qué tuvo que destruir primero para construir encima. Su único afán es engordar el diámetro de la Tierra para atrapar el Sol y quedarse con su luz; que lo ilumine cuando le da por demoler los cimientos de las civilizaciones anteriores. En eso se entretiene entre palmada y palmada de su autoidolatría.

TWIGGY HIROTA

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LO QUE LES DURÓ EL AMOR
        
   El médico miró hacia la ventana. Un pájaro negro se posó en el borde de teja. Buscó unos papeles en los cajones de su escritorio.
   —¡Aquí están! exclamó.
   Eran los papeles para la operación.
   —Operaremos esta misma tarde —dijo . Pero antes, Manuel, tiene que firmar aquí... y aquí... y aquí...
   Manuel cogió la pluma con la mano derecha y con la izquierda sujetó el papel. Miró a Juana a los ojos y dejó que el recuerdo reciente del mar la evocara en su memoria.
   —Aquí, aquí y aquí insistió el doctor como un eco.
   Sin embargo, Manuel no firmó. Al mirar a Juana, había visto en sus ojos el destello electrizante de las medusas que provienen de lo más remoto de los océanos y recordó que le había prometido un gazpacho andaluz mejor y con menos pepino que el del restaurante del puerto, y porque, además, no estaba bien ignorar los designios de las barajas ya que la noche anterior le habían previsto un futuro prometedor junto a una mujer que emergía del mar como una medusa y que lo había de amar hasta la muerte.

MATEO DE PAZ

DIARIOS INDIOS, Chantal Maillard

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CHANTAL MAILLARD, Diarios indios, Pre-Textos, Valencia, 2005, 120 páginas.

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Divididos en tres secciones (Jaisalmer, Banglore y Benarés) "los cuadernos que componen este libro no son crónicas de viaje. [...] Son los diarios de una conciencia observadora que acaba siendo el objeto de su propia observación, la historia de una mirada que progresivamente se invierte para dar cuenta de sí misma", señala la propia autora en el Prólogo (pp.11-14).

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   El horizonte en la llanura. El horizonte tras la llanura. La llanura, y luego el horizonte. Siempre venimos de donde estamos. Nunca llegamos donde estamos. Los camellos se alejaron con paso silencioso, sus grandes pezuñas bífidas esbozando con extrema levedad el signo de lo grávido. El peso de un camello: la articulada densidad del mundo configurándose en la presión exacta.
   Aprendo mis límites cuando con paciencia mido el peso de mi cuerpo, el ángulo que traza su sombra en las paredes y esas líneas que procuro borrar a fin de no perturbar el orden de lo visible. Aprendo mis límites proporcionalmente al deseo que tengo de convertirme en mirada y descansar en ella.

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    Se golpean el vientre. Los niños de Bangalore se golpean el vientre para que los hombres ricos se avergüencen y dejen de orinar sobre su rastro. Los niños de Bangalore se han dado cita en el descampado que sirve de horizonte a las ventanas de un hotel de lujo. Ahuyentan a los perros que cuidan la basura, olfatean el viento y aprenden a ser cuervos: los cuervos se alimentan al amanecer.

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   El viaje: cada vez más adentro, cada vez más profundo. Viajar es tomar distancia del . Viajar es relativizar, desterritorializar, desidentificar. En el viaje, uno se queda con lo que importa, prescinde de lo superfluo. Cada vez es más lo superfluo, cada vez es menos lo que importa. Cada vez es más lo que se deja, cada vez menos lo que uno lleva.
   El viaje es siempre una franja intermedia. Aquel que de nuevo se establece, aunque sea muy lejos de su lugar de partida, deja de viajar. Se inicia entonces, nuevamente, el ritual del yo, el montaje de la vida, la identificación, la nueva identidad. Hará falta otro viaje. Un volver, tal vez, O una nueva salida.
   Cada viaje ahonda en la extrañeza, en la erradicación de lo supuesto, todo aquello que no cuestionamos y sostiene la vida de todos los que se agrupan en el nos.
   En cada viaje adelgazo más: algo del se me pierde.
   Voy quedando menos.

POETA DE LA PASIÓN, Akiko Yosano

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AKIKO YOSANO, Poeta de la pasión, Hiperión, Madrid, 2007, 128 páginas.

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José María Bermejo y Teresa Herrero son los encargados de la traducción e introducción de una antología que incluye, entre otros poemas de la escritora japonesa, una representativa selección de su juvenil y revolucionario Midaregami.

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Hay un mar en mi pecho
que incluso para mí es desconocido;
en una de sus rocas
se vienen a estrellar todos los barcos
y son vanas mis lágrimas.

CRÓNICAS DE NUEVA YORK, Maeve Brennan

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MAEVE BRENNAN, Crónicas de Nueva York, Alfabia, Barcelona, 2011, 336 páginas.

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De estos breves retratos del Nueva York de los años 50 y 60, Isabel Núñez, traductora y prologuista, destaca su “capacidad para pintar con precisión e iluminar lo invisible o minúsculo o incluso lo más sombrío de la ciudad”.

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PAJARILLOS TORTURADOS

   Yo quería uno de esos sencillos exprimidores de cristal que generalmente cuestan veinticinco centavos, y el sitio más cercano que se me ocurrió para encontrarlo era un enorme almacén de todo a cien que hay en la zona del midtown, así que me fui para allá y bajé al sótano, donde está la sección de cocina. El sótano está dispuesto a la manera habitual y práctica de esas tiendas de todo a cien, con largos mostradores separados por pasillos, y cuando andas por ahí te das cuenta de que no hay ventanas, y de que el techo parece bajo y las luces refulgen, y puedes imaginar que estás en un bazar muy lleno toda la noche, donde todo el mundo tiene prisa por encontrar lo que busca y salir del denso aire subterráneo. Es un lugar nervioso y febril. Encontré el exprimidor de limones sin mucho esfuerzo y mientras esperaba el cambio eché un vistazo a la sección de pajarería, a un mostrador de distancia de donde yo estaba, contra la pared. Suelo olvidarme de esos pájaros, pero el exprimidor me había acercado demasiado a ellos y di un paso y miré el interior de las jaulas. Había tres jaulas con pájaros. Una era bastante grande, con unos cuantos periquitos, otra era pequeña con tres pajarillos diminutos de marrones y grises terrosos, y otra jaula igual de pequeña abarrotada de diminutos pájaros de colores brillantes, naranjas y negros y amarillos y rojos. Los conté y había catorce, en una jaula hecha para uno o dos, y cuando acabé de contar vi que no tenían agua. Tuve que hacer unas preguntas para averiguar quién se encargaba de los pájaros, pero al final la persona indicada vino y comprobé que les rellenaban el recipiente del agua y me fui. El cartel decía «Pinzones importados», y yo me pregunté de qué país vendrían. Seguí intentando pensar en los pájaros ordinarios de la ciudad, los gorriones, las palomas y otros, que vuelan libres y parecen capaces de mantenerse, pero no podía quitarme a aquellos pinzones torturados de la cabeza. La próxima vez que quiera un exprimidor de limones, me esforzaré en recordar dónde está la ferretería más cercana. Un corto paseo desviándome de mi camino parece un precio pequeño a pagar por el privilegio de evitar la realidad.

FÁBULA RASA

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Fábula rasa, Alfaguara, Madrid, 2005, 352 páginas.

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En El arte de perder la mirada (pp. 15-20) Enrique Turpín, también antólogo, señala "que la esencia de la fábula contemporánea se constituye en el ataque irónico a las enseñamzas útiles o morales". Organizada en cinco secciones temáticas  (Ovidio encuentra a Kafka, Nuevos evangelios apócrifos, Regreso al origen, Fauna ejemplar, El alma de las cosas), recoge textos de autores de las dos orillas: Borges, Denevi, Cabrera Infante, Shua, Vicent, Otxoa, Fraile, Benítez Reyes... 
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FÁBULA NEGRA
   
   Allí estaba, en su extraño tenderete, a la sombra de los negros pájaros, el hombre que criaba cuervos. Los cuervos se posaban en los palos del tenderete y picoteaban lo que el hombre les daba de comer en la mano. De pronto, uno de los bichos echaba a volar, describía unos círculos en el cielo y descendía de nuevo. Los cuervos miraban al hombre con sus caras de cuervos, esperando más carroña. Los había grandes y pequeños. Vino el hombre que daba pan a perro ajeno.
    —¿Qué hace usted ahí con esos pajarracos? —preguntó.
    —Ya lo ve. Crío cuervos.
   El otro bajó la cabeza y no dijo nada. El criador de cuervos era delgado, asténico, funerario, bondadoso.
   El hombre que daba pan a perro ajeno era pícnico, ruboroso, lento y llevaba los bolsillos reventones de pan tierno y de  pan duro.                     
   —Ya sé lo que está usted pensando —dijo el hombre que criaba cuervos.
   Hubo un silencio.
   —Bueno, yo no he dicho nada —se disculpó el otro, sin tener de qué disculparse.
   —Sí; está usted pensando que a quien cría cuervos, los cuervos le sacarán los ojos.
    El hombre que daba pan a perro ajeno hizo un vago gesto de asentimiento fatalista, como queriendo decir: «Ya veo que es por su propio gusto; usted se lo busca; conoce su destino».
    —Qué se le va a hacer —suspiró el criador de cuervos, tomando de un cubo un puñado de carroña y acercándolo al pico del cuervo que se le había posado en un hombro—. Ya sé cuál es mi destino. Crío cuervos y me sacarán los ojos. Pero es lo que he deseado toda mi vida. Desde pequeño. Criar cuervos.
   El otro no ocultaba ya su repugnancia a la vista de los pajarracos, y miraba un poco hipnotizadamente cómo el cuervo comía en la mano de su dueño.
   —De pequeño, en mi pueblo —prosiguió melancólicamente el hombre alto— cayó un día en mis manos una cría de cuervos. Le salvé la vida con muchos cuidados. Estaba a punto de morir. Y ahí empezó todo. Desde entonces comprendí que el destino de mi vida era criar cuervos.
   —¿ Y no pensó usted nunca en el refrán? Vamos, en la frase esa, quiero decir. Claro que no es más que una frase y...
   El hombre pícnico había sacado de un bolsillo de la chaqueta un mendrugo de pan y se puso a roerlo con sus dientecillos. El otro seguía hablando de su pueblo, de su infancia, de los cuervos, de que un día, fatalmente, uno de aquellos cuervos le sacaría los ojos. Pero su interlocutor ya no le escuchaba. Se había parado allí cerca de un perro sin raza, bohemio, sucio, y el hombre que daba pan a perro ajeno se quitó el pan de la boca para ofrecérselo al can, que en seguida empezó a triturarlo con sus agudos dientes.
   —¿Por qué hace usted eso? —preguntó el criador de cuervos.
   —Ya ve. Yo doy pan a perro ajeno. Llevo los bolsillos llenos de pan. ¿Quiere usted un poco?
   —Pero ese perro no es de nadie. Es un perro callejero.
   —No hago excepciones. Decía que si quiere un poco de pan. ¿Les gusta a sus pájaros el pan?
   El hombre que criaba cuervos se volvió a mirar con ternura a sus bichos. Recordaba a los hombres que venden canarios en el Rastro y en los mercados, y los llevan en una especie de estandarte de palos cruzados.
   —Me parece que no —dijo——. Y no se lo tome usted a mal —añadió—, pero ellos son así.
   —Usted sí me aceptará un mendrugo ...
   —Por supuesto —dijo el otro, agradecido.
   Y los dos hombres se repartieron un pedazo de pan. Masticaban en silencio, mirándose de vez en cuando a los ojos como para decirse algo, pero sin decir nada. Al fin, habló el que criaba cuervos:
  —Si siempre anda usted dando pan a los perros ajenos, pierde pan y pierde perro. Ya lo dice el refrán.
   —Por supuesto. Nunca he conseguido tener un perro propio. 
    Hubo otro silencio lleno de melancolía de aquel hombre sin perro. Los dos hombres seguían masticando. El perro callejero roía su mendrugo. Los cuervos lo miraban todo y graznaban entre ellos dando picotazos crueles al aire.
   —Le gustan mucho los perros, ¿eh?
   —Ya ve. No puedo ver un perro sin ofrecerle un pedazo de pan. Tienen siempre esa mirada de hambre... Incluso los perros de rico, no vaya a creer. ¿Usted se ha fijado en la mirada de un perro? El perro debe de haber pasado hambre, mucha hambre, no sé cuándo, quizá era lobo, en algún tiempo remoto. Se han dicho muchas cosas sobre los ojos de los perros. Que miran con gratitud, con ternura, con inteligencia. Se ha dicho que el perro es el mejor amigo del hombre. Qué quiere que le diga. Yo lo único que veo en la mirada de un perro es hambre. Siempre hambre. Por eso no puedo menos de...
   —¿Y por qué no prueba a tener un perro propio? —preguntó el que criaba cuervos, alargando su delgado brazo con el fin de acariciar el negro plumaje de uno de aquellos pajarracos.
   —No. Sería imposible. Si yo tuviera un perro propio, siempre el mismo, acabaría por ignorar a los demás perros. Acabaría haciéndome egoísta. O lo que es peor —añadió después de una pausa—·, acabaría traicionando a mi perro. Dando pan a otros perros a escondidas ...
   El otro asintió con la cabeza. Comprendía.
   —Al fin y al cabo, el perro es un animal agradecido —dijo—. Estaba pensando, sin duda, en su estéril tarea, en su ingrato destino de criador de cuervos.
   —Ésos no, claro ... —suspiró el otro, apuntando vagamente a los pajarracos.
   El hombre alto denegó con la cabeza. —y luego, el peligro de ...
   —Sí, no le importe decirlo. Lo del refrán. Uno de éstos acabará sacándome los ojos. Es ley de vida. Si por lo menos supiera cuál de ellos va a ser —y los abarcó a todos con una mirada.
   —¿Para qué quiere usted saberlo?
   —Para quererle más que a los otros.
   —Los cuervos son un poco como Judas, ¿no?
   —Sí. Como Judas... Pobrecillos; pero ellos no saben lo que hacen...
   Y había ternura en sus palabras. Era un criador de cuervos con corazón de criador de gorrioncillos.
   Otro perro se había acercado por allí.
   —Un deeshound. Es un deeshound— dijo el hombre que daba pan a perro ajeno, disponiéndose a echarle un pedazo al animal.
   —¿Conoce usted todas las razas de perros?
   —Bueno, no todas. Algunas. Pero ya le he dicho que no hago distinciones. Un perro es un perro. Con collar o sin collar. Perdido o con dueño, yo no puedo menos de darles a todos un pedazo de pan. Sé que es lo que esperan de mí. Es lo que esperan del hombre. Para ellos debemos ser como dioses. Es la fortuna que tienen los animales. ¿No ha pensado usted eso?
   —No. Nunca lo había pensado, Pero quizá por eso mismo crío yo cuervos.
   —Claro. Un hombre es un dios para un perro... Bueno, y para un cuervo —concedió después de una pausa. En tanto habían ido acercándose otros perros en torno al hombre, que, afanoso, se sacaba pan de todos los bolsillos, de entre la ropa, y lo repartía a las bestias. Los perros mordían y gruñían. Los cuervos graznaban y su dueño les daba de comer distraídamente, mientras contemplaba con austera ternura la labor del desconocido.
   —¿No cree usted que nos tomamos demasiado trabajo por estos bichos? —dijo de pronto uno de los hombres.
   —Quién sabe. Nunca se sabe —dijo el otro.
   Y se sonrieron melancólicamente, amistosamente, comprensivamente, entre los perros y los cuervos.


Francisco Umbral

FÁBULAS FANTÁSTICAS, Ambrose Bierce

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AMBROSE BIERCE, Fábulas fantásticas, Valdemar, Madrid, 1999, 160 páginas.

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EL GATO Y LOS PÁJAROS

   Al oír que los pájaros de una pajarería estaban enfermos, un Gato fue a verlos, les dijo que era médico, y que los curaría si le dejaban entrar.
   —¿A qué escuela de medicina perteneces? —preguntaron los Pájaros.
   —A la de Miaulopatía —dijo el Gato.
   —¿Has practicado alguna vez la Largodeaquilogía? —inquirieron los pájaros, parpadeando débilmente.
   El Gato captó la indirecta y se fue.