KALILA Y DIMNA, Ramsay Wood
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RAMSAY WOOD, Kalila y Dimna, Kairós, Barcelona, 1999, 288 páginas.
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Doris Lessing en la Introducción (pp. 9-20) a estas Fábulas selectas de Bidpai contadas por Ramsay Wood recuerda que «no es posible rastrear las influencias» de este libro tan viajero, cuyo poder seminal es innegable: desde el folklore de la mayoría de los países europeos y orientales, a Esopo o La Fontaine. De la versión de Wood dice: «es contemporánea, viva, enérgica, llena de entusiasmo».
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LOS RATONES COMEDORES DE HIERRO
Érase una vez un rico y joven comerciante que fue a hacer el negocio de su vida en un país lejano. No obstante, antes de marcharse, como precaución contra la pérdida de todo lo que poseía, depositó un par de toneladas de hierro en casa de un amigo, estimando, con razón según se vio después, que el precio del hierro nunca bajaría y que, pasara lo que pasara, siempre podría volver a casa y volver a empezar echando mano de sus ahorros.
El negocio de su vida se fue al traste; regresó algunos años más tarde prácticamente arruinado. A fin de conseguir dinero líquido acudió a casa de su amigo y le pidió el hierro, pues deseaba venderlo. Su amigo, quien el año anterior se había visto atrapado estrechamente por una red de deudas, ya lo había vendido en beneficio propio.
—¡Ah, por fin! —dijo—. Me tranquiliza mucho verte. He estado preocupado durante meses. Ha sucedido algo horrible y no sabía cómo ponerme en contacto contigo.
—¿Qué pasa? —preguntó el comerciante, oliéndose el principio de algún fraude.
—Verás —dijo su amigo—, ¿recuerdas que almacenamos todo tu hierro en esa habitación del fondo bajo llave? No tenía la menor idea de que el lugar estaba infestado de ratones: cientos de ellos, según parece. Siento mucho tener que decírtelo, pero tu hierro ha desaparecido por completo. ¡Lo han devorado esas miserables criaturas! ¡Se han comido tu hierro!
Ahora bien, aquel joven comerciante no era tonto y no iba a acusarle de algo tan obvio. El trato con su amigo había sido sólo de palabra; no había recibos ni contratos, y deseaba evitar pleitos legales prolongados. «Aquí hay gato encerrado —pensó para sus adentros—. Dejemos que se desenmarañe un poco más, quizás podamos tomar un cabo y tirar de él hasta obtener la verdad.»
—¿Comido por los ratones? —dijo en voz alta.—¡Oh, no!, ¡otra vez no! Ya me ha sucedido varias veces a lo largo de mi carrera. Sencillamente ya no hacen el hierro como antes: hoy en día es demasiado dulce y blando. El hombre que me lo sirvió seguramente tuvo la insensatez de untarlo con uno de esos aceites antioxidantes que a nuestros amiguitos peludos les resulta exquisito. Seguramente se lo tragaron como si fuera jarabe. En fin, de nada sirve el quejarse. Estoy vivo y tengo manos para trabajar. Hay que saber tomarse a bien estos pequeños percances. ¡Ja, ja!
Tan contento estaba el amigo por aquella actitud despreocupada que inmediatamente le invitó a comer con la esperanza de que si le mostraba mucha hospitalidad el desafortunado incidente quedaría relegado al olvido. Anfitrión y huésped pasaron una tarde agradable, riendo y bebiendo juntos en una perfecta demostración de camaradería. Cuando llegó la hora de irse, el huésped salió afuera y consiguió secuestrar en secreto al único hijo y heredero del anfitrión. Condujo al muchacho a casa y lo encerró bajo llave en el sótano.
Al día siguiente, cuando el comerciante andaba ocupandóse de sus asuntos en la ciudad, se encontró amigo que parecía loco de inquietud.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué te pasa?
—Es mi hijo —gimió el otro hombre—. Está desaparecido desde anoche. Hemos buscado en todas partes, pero hasta ahora no tenemos ninguna pista.
—Es curioso —señaló el comerciante—. Ahora que lo dices, recuerdo haber visto a un niño a lo lejos ayer por la noche cuando me marché de tu casa. Es rubio, ¿verdad? Si, sí, bien pudo haber sido él. Se lo llevaba un gavilán. Lo tenía agarrado por el pelo con las garras y se marchaba volando hacia el cielo.
—¡Qué me estás diciendo, mentiroso? —protestó el otro hombre—. ¿Mi hijo secuestrado por un gavilán? ¡Eso es ridículo! Debería darte una buena p…
—Querido amigo —interrumpió el comerciante—, tranquilízate, por favor, ¡y haz el favor de ser razonable! En una ciudad en la que los ratones pueden tragarse dos toneladas de hierro, ¿qué tiene de raro que un gavilán se lleve a un niño? ¡No me extrañaría nada ver a uno con un elefante a cuestas!
Entonces el otro entendió que todo había terminado y que el comerciante no era el mentecato que él había supuesto. Agachó la cabeza y confesó.
—No te enfades —dijo—, pero los ratones no se comieron tu hierro.
—No te entristezcas —dijo el comerciante—, pero ningún gavilán ha secuestrado a tu hijo. Paga el valor del hierro y recupera a tu hijo.
Convinieron en ello, pero los dos hombres no volvieron a dirigirse la palabra jamás.