SANDRA CISNEROS,
Érase un hombre, érase una mujer, Ediciones B, Barcelona, 1992, 244 páginas.
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Titulada originalmente
Women Hollering Creek esta colección de relatos que contiene algunos microrrelatos conoce dos traducciones: la publicada en
Vintage Books en 1996, con el título de
El arroyo de la Llorona y otros cuentos (traducción de Liliana Valenzuela) y ésta anterior de Ediciones B,
Érase un hombre, érase una mujer, de la que es responsable Enrique de Hériz.
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ONCE
Lo que no entienden los cumpleaños, y lo que nunca te dice nadie, es que cuando cumples once también tienes diez, y nueve y ocho y siete y seis y cinco y cuatro y tres y dos y uno. Y cuando te despiertas el día en que cumples once años, esperas sentirte como si tuvieras once, pero resulta que no. Abres los ojos y todo es como ayer, sólo que es hoy. Y no te sientes de once años para nada. Te parece como si todavía tuvieras diez. Y los tienes, por debajo de ese año que te hace tener once.
Por ejemplo, algún día puedes decir una estupidez y ésa es la parte de ti que todavía tiene diez años. O quizá necesites sentarte a veces en el regazo de tu madre porque tienes miedo, y ésa es la parte de ti que tiene cinco.
Y acaso algún día, cuando seas mayor, necesites llorar como si tuvieras tres años, y no pasa nada. Eso le digo a mamá cuando está triste y necesita llorar. A lo mejor se siente como si tuviera tres años.
Porque crecer es como una cebolla, o como las anillas del interior del tronco de un árbol o como mis muñequitas de madera, que caben una dentro de la otra, cada año dentro del siguiente. Eso significa tener once años.
No te sientes de once años. Todavía no. Cuesta unos cuantos días, incluso semanas, a veces hasta meses antes de que digas Once cuando te lo preguntan. Y no te sientes como una chica lista de once años hasta que casi tienes doce. Así son las cosas.
Pero hoy quisiera no tener sólo once años sonando en mi interior como monedas dentro de una caja de latón. Hoy me gustaría tener ciento dos años en vez de once, porque si tuviera ciento dos hubiera sabido qué decir cuando la señora Price me dejó el jersey rojo encima del pupitre. Hubiera sabido decirle que no era mío, en vez de quedarme allí sentada con aquella expresión en la cara y sin saber qué decir.
—¿De quién es esto? —dice la señora Price, y levanta el jersey rojo para que toda la clase pueda verlo—. ¿De quién? Hace un mes que está en el vestuario.
—No es mío —contesta todo el mundo—. No es mío.
—De alguien tiene que ser —insiste la señora Price.
Pero nadie lo recuerda. Es un jersey feo con botones rojos de plástico y el cuello y las mangas tan cedidos que podría usarse como cuerda para saltar. Por lo menos tiene mil años y aunque fuera mío no lo diría.
Quizá porque soy delgaducha, quizá porque no le gusto, la estúpida de Sylvia Saldívar dice:
—Creo que es de Raquel.
Un jersey feo como ése, andrajoso y tan viejo... Pero la señora Price se lo cree. Coge el jersey, lo pone sobre mi pupitre, y cuando abro la boca las palabras no me salen.
—No es, yo no, usted no... No es mío —consigo decir con una vocecita que quizá fue la mía cuando tenía cuatro años.
—Claro que es tuyo — dice la señora Price. Recuerdo que una vez lo llevabas.
Como es mayor y es la profesora, ella tiene razón y yo no.
No es mío, no es mío, no es mío, pero la señora Price ya ha pasado a la página treinta y dos y al problema de matemáticas número cuatro. No sé por qué, pero de repente me siento mareada, como si la parte de mí que tiene tres años quisiera salirme por los ojos; pero los cierro con todas mis fuerzas y aprieto los dientes con rabia y trato de recordar que hoy tengo once años, once. Mamá me está haciendo un pastel para esta noche y cuando papá llegue a casa todo el mundo cantará cumpleaños feliz, cumpleaños feliz.
Pero cuando se me pasa el mareo y abro los ojos, el jersey rojo sigue plantado allí como una gran montaña roja. Aparto el jersey rojo hasta el rincón del pupitre con la regla. Coloco el lápiz, los libros y la goma lo más lejos posible. Incluso corro la silla un poquito a la derecha. No es mío, no es mío, no es mío.
Voy calculando por dentro cuánto falta para la hora de comer, cuánto queda hasta que pueda coger el jersey rojo y tirarlo por encima de la valla del patio del colegio, o dejarlo colgado en un parquímetro, o hacer una pelota con él y soltarlo en un callejón.
Pero al acabar la clase de matemáticas, la señora Price dice en voz alta y delante de todo el mundo:
—Bueno, Raquel, ya basta.
Porque ha visto que he empujado el jersey rojo justo hasta el mismísimo rincón del pupitre y asoma por el borde como una cascada, pero a mí no me importa.
—Raquel —dice la señora Price. Lo dice como si se estuviera enfadando—. Ponte ese jersey ahora mismo y déjate de tonterías.
—Pero si no es...
—¡Ahora mismo! —dice la señora Price.
Entonces es cuando deseo no tener once años, porque todos los años que hay dentro de mí —diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno— empujan desde el interior de mis ojos mientras meto el brazo por una manga del jersey y huele a queso fresco y luego el otro brazo por la otra y me quedo allí de pie con los brazos abiertos como si me doliera el jersey y es verdad que me duele, lleno de picazones y de gérmenes que ni siquiera son míos.
Entonces es cuando por fin suelto todo lo que he estado aguantando desde esta mañana, desde que la señora Price ha dejado el jersey en mi pupitre, y de repente rompo a llorar delante de todo el mundo. Desearía ser invisible pero no lo soy. Tengo once años y hoy es mi cumpleaños y estoy llorando delante de todo el mundo como si tuviera tres. Reclino la cabeza en el pupitre y entierro la cara en mi estúpido jersey de mangas de payaso; la cara me arde mientras suelto saliva por la boca porque no consigo acallar los ruidos de animal que se me escapan hasta que no me quedan lágrimas y ya es sólo mi cuerpo el que se agita como cuando tienes hipo, y me duele toda la cabeza como cuando bebes leche demasiado deprisa.
Pero lo peor viene inmediatamente antes de que suene la campana de la comida. La estúpida de Phyllis López, que aun es más idiota que Sylvia Saldívar, dice que se acuerda de que el jersey rojo es suyo. Me lo quito enseguida y se lo doy pero la señora Price aparenta no haberse enterado.
Hoy cumplo once años. Mamá prepara un pastel para esta noche, y cuando papá vuelva de trabajar nos lo comeremos. Habrá velas y regalos y todo el mundo cantará cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, sólo que será demasiado tarde.
Hoy cumplo once años. Hoy tengo once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno, pero deseo tener ciento dos. Deseo tener cualquier edad menos once años, porque quiero que el día de hoy esté ya muy lejos, tan lejos como un globo que escapa, como una minúscula o en el cielo, tan pequeña tan pequeña que has de cerrar los ojos para verla.