EL ARTE DE DISGUSTAR O LA CABELLERA CRÍTICA
El redactor jefe de
Le Chat Noir, Émile Goudeau, el irascible detractor de las furias humanas, el barón de Trenck del amor que se imaginó
esperando el ómnibus mientras se paseaba por los canalones de la calle Ulm, el «trueno de Périgord», está enfadadísimo conmigo. Se distancia de mí de manera ostensible e informa al público de que a partir de ahora nadie debe pedirle explicaciones acerca de lo que sus colaboradores escriban, sólo de lo que él firme de su puño y letra.
No se han tomado muchas precauciones para anunciarme este cisma y me han comunicado, sin ningún miramiento, que debía considerarme el principal responsable del descontento que ha perturbado al poeta de
Revanche des bêtes, hasta el punto de tildarme de «porfirogeneta descarriado».
La atrocidad de este ultraje no la entenderá más que un pequeño grupo de helenistas. Explicaré en vano a los pintores profanos que me rodean que un
porfirogeneta es un señor nacido en la púrpura y que un descarriamiento de esa condición implica una inaptitud evidente para gobernar a los pueblos. Los pintores lampiños o hirsutos no comprenderán ni la púrpura de mis pañales ni la púrpura de mi indignación y yo acataré sin consuelo mi colérico destino.
«Señor, tú me hiciste poderoso y solitario».
Sin embargo, yo anhelaba que Émile Goudeau estuviera involucrado en las masacres literarias, que a mi juicio son la única razón posible de aceptar la vida moderna. Nos habríamos saciado con la dulzura de hacernos detestar de manera universal y juntos habríamos formado a algunos alumnos en el arte de disgustar profundamente a novelistas y poetas, a quienes habríamos asado a fuego lento después de haberles arrancado la cabellera.
Dado que este hermoso sueño se ha desvanecido y que me tengo que resignar a ser el único buey en esta labranza crítica, tomo la decisión de no tener mesura a partir de ahora y anuncio que por fin voy a dejar de ser moderado. Por mucho que quiera lamentarse Émile Goudeau, ésta es mi verdadera profesión de fe.
El hombre de letras sin principios o sin arte y el corruptor son idénticos. Es decir, casi todas las personas de letras tienen una carencia absoluta de arte y de principios. Les da exactamente igual estar vivos o no estarlo, escribir con elocuencia o parecer unos idiotas. Casi resulta ridículo ensuciar papel para afirmar algo tan obvio. Además, a estos señores no les gusta que se les diga. Sin embargo, resulta que la necesidad más apremiante del corazón, o lo que es lo que es lo mismo, la necesidad de ser desagradable con los imbéciles y los villanos, exige decírselo.
¿Pero cómo y de qué forma? Pues de la forma más insoportable para ellos que se pueda encontrar. Lord Byron, en su
Childe Harold, lamenta su impotencia porque necesitaría que todo su desprecio, toda su cólera y todo su dolor pudieran concentrarse en una sola palabra que fuera como un rayo, para así poder pronunciar esa palabra. Eso sería lo ideal.
Pero lo real es encontrar epítetos homicidas, metáforas destructoras, incisos cortantes y puntiagudos. Hay que hallar catacresis que empalen, metonimias que achicharren los pies, sinécdoques que arranquen las uñas, ironías que desgarren las sinuosidades de la rabadilla, lítotes que despellejen vivo, perífrasis que castren e hipérboles de plomo fundido. Sobre todo, es necesario que la muerte no sea dulce.
Si, por ejemplo, Zola puede decir con serenidad durante su muerte: «En toda mi vida no he recibido más que sesenta mil patadas en el trasero y no me han dañado. Me considero una antorcha y voy a humear durante mucho tiempo en la sucia posteridad» o si cualquier otro príncipe de la crápula puede pasar a mejor vida con esa paz augusta, todo está perdido.
Y hablando de Zola, ¿no les parece a ustedes, como a mí, que la impotencia del hombre para castigar debidamente se manifiesta sobre todo en su caso? Ya tienen que ser viles nuestras costumbres literarias para que permitamos que el más abyecto y vanidoso de los novelistas se pase quince años pavoneándose y estafando sobre una tarima de estrepitosa publicidad. Si la pobre Francia, en otros tiempos burlona y orgullosa, disfruta sintiendo cómo este histrión despreciable la pisotea, si le parece lógico que este purulento imbécil profane con sus gruñidos la lengua de Pascal, entonces deberíamos preguntarnos si es que ya hemos tocado fondo. ¿Acaso no le quedan fuerzas a la crítica? “¿Es que Dios ya no hace que crezcan garrotes en la tierra? Si todavía existen almas de artista en París, ¡habría que encontrar la manera de hacerles entender que la respiración ya es imposible para ellas si siguen por ese camino, que la sintaxis ideal de nuestras obras maestras es sagrada y que los perros de letras que la envilecen merecerían que les cortaran la cola y las orejas y que los fustigaran con una pala de pocero en el vestíbulo mal artesonado de la literatura hasta que vomitaran por séptima vez!
Émile Goudeau parece decir que, aunque se sea severo con las cosas, habría que ser más moderado con las personas. Reconozco que no comprendo esta distinción. Las obras y los hombres son absolutamente solidarios, sin excepción, y cuando la obra merece el garrote, es sobre los omoplatos del hombre donde debe caer una y otra vez. Es cierto que nuestras leyes imbéciles se oponen a este tipo de artículo literario que sin duda sería más divertido que el otro. Pero, en fin, lo esencial es hacer sufrir y, entre todos los instrumentos de tortura moral, la pluma de un buen periodista sigue siendo el mejor.
Así que continuaré con esta creencia y, si Dios quiere, me iré exasperando cada vez más, prodigando una caricia cada seis meses y diez mil bofetadas al día, ajeno a toda prudencia y a todo temor.
Acabo de hablar de leyes. Éstas protegen las letras en Francia lo bastante poco como para que cualquier escritor digno de tal nombre tenga ocasión de desear justicia y posea el derecho estricto de aplicarla por todos los medios que estén a su alcance. Ante la ausencia de un tribunal para los crímenes y delitos del pensamiento, es la indignación pública o privada la que señala a los culpables y quien debe ejecutar sus propias sentencias.
Por otra parte, me siento desesperado al no creer en la recuperación de algo que veo tan venido a menos, así que este artículo no es más que la protesta inútil de un solitario contra toda una literatura a la que me gustaría que se aplicara el gran principio de política trascendental que me permito formular a continuación:
Los pueblos fuertes necesitan legislaciones tan fuertes como ellos, misericordiosas e inexorables al mismo tiempo; los pueblos corruptos necesitan legislaciones exterminadoras.
15 de diciembre de 1883.