ROGER WOLFE,
Mi corazón es una casa helada en el fondo del infierno,
Aguaclara, Alicante, 1996, 160 páginas.
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GODOT ES DIOS
Hoy he comido en casa de Benito, que además de ser una excelente persona es un escritor con muy buenas ideas y un gran amigo mío.
Que es lo que importa.
Lubina, creo que al vapor o algo por el estilo, y papas cocidas que luego se supone que había que machacar en el plato, mezcladas con aceite.
Apareció también un actor de teatro, y en la sobremesa acabamos bebiéndonos botella y media de litro de ron venezolano entre mi amigo Benito, el histrión y yo.
Eso, sin contar las cervezas que me había bebido antes de llegar a su casa, los dos litros de vino que nos bajamos comiendo y las dos resacas consecutivas que llevaba ya encima.
Pero creo que la culpa la tuvo el actor.
Se pasó dos horas y media largando anécdotas equinocciales con un acento canario forzado que al principio hacía bastante gracia, pero que como los chistes, cuando alguien se empeña en soltar dos docenas seguidos, acabó produciéndome la incómoda sensación de estar sepultado bajo tierra.
Os juro que me faltaba hasta el aliento. Así que recurrí a mi sistema habitual en estos casos.
Me emborraché como un cerdo y acabé faltando al respeto a mi propia sombra.
Los jodí con la única arma que se me ocurrió, teniendo en cuenta que había gente menuda flotando por ahí: la obscenidad.
Y acabé contando chistes yo también.
De mi propia cosecha, eso sí. Como aquel que dice:
¿Sabéis cuál es la diferencia entre dar po'l culo a un tío y dar po'l culo a una tía?
No.
Pues que un tío te da las gracias y una tía te dice que te has equivocado de agujero.
Ja.
Que se jodan. No soporto la estupidez.
Contra la estupidez, la obscenidad. Por ejemplo.
En fin. Se había hecho de noche, y no habíamos querido encender la luz de la cocina, y el tipo seguía largando entre las sombras.
De modo que cuando alguien sugirió salir a tomar unas cervezas, no me lo pensé dos veces. Creo que hasta él lo agradeció.
Y además: una vez borracho, qué cojones más te da.
Sin embargo, la cosa se disparató más de la cuenta. Acabamos en un bar hablando inglés con dos finlandeses con cara de entrenadores de rugby, y casi nos echan. Del bar. Yo llevaba tres novelas de Juan Madrid debajo del brazo y quise regalárselas al camarero.
Quizá por eso se puso chungo.
No se lo puedo reprochar.
El otro siguió poniéndose cada vez peor, y se cayó al suelo en cuanto salimos a la calle y no quería o no podía levantarse. Luego nos metimos en un taxi y cuando llegamos a donde íbamos, sabe Dios dónde, no quería salir del taxi, y luego salió y nos faltaban cuarenta duros para pagar, y el taxista nos dijo que total no pasaba nada y se largó, aunque yo creo que lo que tenía era miedo. (¿Miedo?)
Y bueno. Yo acabé en otro bar a las tres de la mañana hablando con un chaval de veinte años que dice que es pintor que me contó que estaba enamorado de una tía pero que no conseguía ligársela porque cada vez que la veía estaba borracho y lo que acababa era haciendo el ridículo.
Yo asentía con la cabeza y abría de vez en cuando la boca, pero en vez de voz me salía un pedazo de trapo sucio y lleno de saliva rancia.
No pagamos las últimas cervezas, y cuando llegué a casa me eché en la cama y todo daba vueltas, cosa que nunca me ocurre, y oía risas en la habitación a pesar de estar solo. Eso tampoco me ocurre nunca. Pero supongo que para el delirium tremens, como para cualquier otra cosa, también tiene que haber una primera vez.
Como para asustarse. ¿O no?
Por cierto, al actor no sé ni dónde lo perdí. Lo que sí recuerdo es que Benito le había regalado un libro mío y que se lo metí por el cuello de la camisa en un bar llamado Montana para evitar que lo perdiera.
Que perdiera la cabeza, vale; pero si quería andar perdiendo libros míos que los comprara en la jodida librería.
No lo he vuelto a ver desde ese día.
Pero, por si os interesa, os puedo decir que estaban representando Esperando a Godot en un teatro de Avilés.
Me dijo que Godot era Dios.
Y debe de seguir esperándole.