HISTORIAS DE LOCOS, Miguel Sawa
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MIGUEL SAWA, Historias de locos, Renacimiento, Sevilla, 2010, 144 páginas.
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Sergio Constán, encargado de la edición del texto, convenientemente anotado, escribe en Miguel Sawa, a la sombra de una sombra (pp. 9-28): "Las ficciones reunidas en Historias de locos, se insertan en esa escuela finisecular que halló, en los inusitados desórdenes de la mente humana, su fuente de creación literaria".
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EL GENIO DE LA ESPECIE
—¡Doctor, doctor, soy feliz!
El médico, de pie ante el lecho del enfermo, se llevó un dedo a la boca, en actitud de imponerle silencio.
—¡Oh, déjeme usted que hable! Necesito darle gracias a Dios por lo bueno que ha sido conmigo. Todas mis palabras van dirigidas a Él. Todas mis palabras son oraciones.
Y echándose a reír de repente:
—¡Pero qué bestias son los hombres! Todo lo extraordinario les asusta, todo lo anormal les admira. Para ellos la vida es una línea recta, de la que arranca una1 curva, a la que llaman la muerte. Y todos tenemos que ir por esa recta y acabar en esa curva. Ley universal. La naturaleza, dicen, es inmutable. ¿La inmortalidad del espíritu y de la materia? ¡Paparrucha!
Y revolviéndose furioso en el lecho:
—¡No. me interrumpa usted, doctor! ¡Le digo a usted que la humanidad es imbécil! ¡Sólo Dios, por ser Dios, es grande!
Y rechinando los dientes de rabia:
—¡Oh, esos mentecatos!... Nadie, salvo usted, ha entendido mi enfermedad. Oiga usted a esos pedantes diagnosticando. «Los vasos capilares que se desbordan en sangre y anegan el corazón, el vientre que se hincha congestionado por la hidropesía», etc., etc. ¡Majaderos! Para ellos, créalo usted, doctor, me he desviado de la linea recta y voy caminando ya por la curva. ¡Pues bien, no, señores médicos, se han equivocado ustedes; mi corazón funciona con absoluta regularidad, y en cuanto a la hinchazón del vientre yo les aseguré que es perfectamente natural, que es uno de tantos fenómenos propios de mi estado.
El médico asintió:
—Uno de tantos fenómenos.
Pero el enfermo, cada vez más excitado, siguió gritando:
—¡Pues no han querido hacerme casó! Les he hacho el proceso de mi enfermedad, iniciada, como sabe usted hace nueve meses, y se han reído de mi, creyendo que deliraba. ¡Váyales usted a esos hombres de la línea recta a hablarles de las maravillosas transformaciones de que es capaz el organismo humano, de los milagros, si quiere usted así llamarlos, con que Dios favorece a veces a las criaturas! De seguro que me han tomado por loco, Gracias a que creyéndome en peligro de muerte, han tenido lástima de mí y no me han aplicado la camisa de fuerza.
Y después de unos momentos de silencio:
—¡Las leyes inmutables de la Naturaleza! ¿Pero por qué el hombre no ha de ser apto para la concepción y para la maternidad? ¿Por qué las entrañas del macho no han de ser fecundas corno las de la hembra?
Callose el mísero, anonadado y sin fuerzas, y de pronto se irguió bruscamente sobre la cama, elevó los ojos a lo alto y murmuró con voz grave:
—¡Gracias, Dios mío, por el bien que me has hecho!
Y dirigiéndose al médico, que le observaba intranquilo:
—Gracias a usted también, doctor, por no haberse burlado de mi como los otros.
Y llorando y riendo al mismo tiempo:
—¡Oh, si usted supiera!... Mi única ambición, mi único deseo en la vida, ha sido tener un hijo, muchos hijos... ¡No he aspirado a nada más! Cuando me convencí de que mi mujer no era apta para la maternidad, busqué en el adulterio el hijo que me negaba el amor legítimo. Pero Dios no quiso concedérmelo, sin duda porque no me lo merecía. Llegué a odiar a mi mujer, que murió desesperada. Llegue a odiar todas las mujeres. Cuando veía un niño en brazos de su padre lloraba de rabia. Una vez, en el Retiro, engatusé a un pequeñuelo para que se viniera conmigo, pero me lo quitaron antes de llegar a casa. Y a medida que pasaba el tiempo y me iba haciendo viejo mi estéril amor a los niños iba en aumento. Estas pasiones no satisfechas suelen llevar a la locura. Clamé a Dios, pidiéndole que acelerase el momento de mi muerte. Y cuando me confiné en la cama, esperando impaciente que llegase mi última hora, mi vientre comenzó a hincharse, a hincharse... El milagro se había hecho, yo no sé cómo... (ya sabe usted que no hay explicación para los milagros). Llamé a mi médico, y después a otro, y después a otro... Pero todos se reían de mí, nadie quería creer en el hecho extraordinario. Consulté a los más afamados tocólogos, ¡y los insensatos se negaron a reconocerme! Y mientras tanto la enfermedad —llamémosla así— seguía su curso natural; mi vientre se hinchaba cada vez más, y yo sentía dentro de él un peso que me abrumaba... el peso de una montaña. ¿Qué era aquello? Según los médicos, aquello, aquel peso, era agua; según yo, aquello era el hijo esperado hacia tanto tiempo, era que Dios se apiadaba de mí y hacía fecundas mis entrañas.
Y exaltándose de nuevo, exclamó a grandes gritos:
—¡Ahora se ha de saber la verdad, ahora se ha de saber quiénes son los locos, si ellos o yo, porque ha llegado el momento del milagro!
El médico le interrogó.
—¿Vuelven los dolores?
—Sí... vuelven.., terribles.., horribles... Parece que mi pobre vientre va a abrirse, va a romperse, va a estallar. ¡Y qué angustia en el corazón!... ¡Doctor, doctor, ha llegado la hora! ¡Mis entrañas se desgarran!. .. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Al fin va a saberse la verdad!
—Sí, tiene usted razón; ha llegado la hora. No se mueva usted. El parto se presenta normal... Quieto... Voy a por los fórceps.
—¡Ah! ¿Pero es preciso emplear los hierros?
— Sí... se trata de un caso extraordinario. Pero no tenga usted cuidado. Respondo de todo, Vamos a anestesiarle para que no sufra usted nada.
—No tema usted, doctor, no me quejaré... Sabré someterme al castigo que Dios impuso a la mujer: «Parirás con dolor.»
El enfermo abrió los ojos, velados ya por la eterna sombra.
—¿Qué ha sido, doctor, niño o niña?
—Niño.
—¿Vive?
—No... nació muerto.
—¡Ah, Dios mío, todo inútil! ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?
Y cerró de nuevo los ojos para no volverlos a abrir más.
EL GENIO DE LA ESPECIE
—¡Doctor, doctor, soy feliz!
El médico, de pie ante el lecho del enfermo, se llevó un dedo a la boca, en actitud de imponerle silencio.
—¡Oh, déjeme usted que hable! Necesito darle gracias a Dios por lo bueno que ha sido conmigo. Todas mis palabras van dirigidas a Él. Todas mis palabras son oraciones.
Y echándose a reír de repente:
—¡Pero qué bestias son los hombres! Todo lo extraordinario les asusta, todo lo anormal les admira. Para ellos la vida es una línea recta, de la que arranca una1 curva, a la que llaman la muerte. Y todos tenemos que ir por esa recta y acabar en esa curva. Ley universal. La naturaleza, dicen, es inmutable. ¿La inmortalidad del espíritu y de la materia? ¡Paparrucha!
Y revolviéndose furioso en el lecho:
—¡No. me interrumpa usted, doctor! ¡Le digo a usted que la humanidad es imbécil! ¡Sólo Dios, por ser Dios, es grande!
Y rechinando los dientes de rabia:
—¡Oh, esos mentecatos!... Nadie, salvo usted, ha entendido mi enfermedad. Oiga usted a esos pedantes diagnosticando. «Los vasos capilares que se desbordan en sangre y anegan el corazón, el vientre que se hincha congestionado por la hidropesía», etc., etc. ¡Majaderos! Para ellos, créalo usted, doctor, me he desviado de la linea recta y voy caminando ya por la curva. ¡Pues bien, no, señores médicos, se han equivocado ustedes; mi corazón funciona con absoluta regularidad, y en cuanto a la hinchazón del vientre yo les aseguré que es perfectamente natural, que es uno de tantos fenómenos propios de mi estado.
El médico asintió:
—Uno de tantos fenómenos.
Pero el enfermo, cada vez más excitado, siguió gritando:
—¡Pues no han querido hacerme casó! Les he hacho el proceso de mi enfermedad, iniciada, como sabe usted hace nueve meses, y se han reído de mi, creyendo que deliraba. ¡Váyales usted a esos hombres de la línea recta a hablarles de las maravillosas transformaciones de que es capaz el organismo humano, de los milagros, si quiere usted así llamarlos, con que Dios favorece a veces a las criaturas! De seguro que me han tomado por loco, Gracias a que creyéndome en peligro de muerte, han tenido lástima de mí y no me han aplicado la camisa de fuerza.
Y después de unos momentos de silencio:
—¡Las leyes inmutables de la Naturaleza! ¿Pero por qué el hombre no ha de ser apto para la concepción y para la maternidad? ¿Por qué las entrañas del macho no han de ser fecundas corno las de la hembra?
Callose el mísero, anonadado y sin fuerzas, y de pronto se irguió bruscamente sobre la cama, elevó los ojos a lo alto y murmuró con voz grave:
—¡Gracias, Dios mío, por el bien que me has hecho!
Y dirigiéndose al médico, que le observaba intranquilo:
—Gracias a usted también, doctor, por no haberse burlado de mi como los otros.
Y llorando y riendo al mismo tiempo:
—¡Oh, si usted supiera!... Mi única ambición, mi único deseo en la vida, ha sido tener un hijo, muchos hijos... ¡No he aspirado a nada más! Cuando me convencí de que mi mujer no era apta para la maternidad, busqué en el adulterio el hijo que me negaba el amor legítimo. Pero Dios no quiso concedérmelo, sin duda porque no me lo merecía. Llegué a odiar a mi mujer, que murió desesperada. Llegue a odiar todas las mujeres. Cuando veía un niño en brazos de su padre lloraba de rabia. Una vez, en el Retiro, engatusé a un pequeñuelo para que se viniera conmigo, pero me lo quitaron antes de llegar a casa. Y a medida que pasaba el tiempo y me iba haciendo viejo mi estéril amor a los niños iba en aumento. Estas pasiones no satisfechas suelen llevar a la locura. Clamé a Dios, pidiéndole que acelerase el momento de mi muerte. Y cuando me confiné en la cama, esperando impaciente que llegase mi última hora, mi vientre comenzó a hincharse, a hincharse... El milagro se había hecho, yo no sé cómo... (ya sabe usted que no hay explicación para los milagros). Llamé a mi médico, y después a otro, y después a otro... Pero todos se reían de mí, nadie quería creer en el hecho extraordinario. Consulté a los más afamados tocólogos, ¡y los insensatos se negaron a reconocerme! Y mientras tanto la enfermedad —llamémosla así— seguía su curso natural; mi vientre se hinchaba cada vez más, y yo sentía dentro de él un peso que me abrumaba... el peso de una montaña. ¿Qué era aquello? Según los médicos, aquello, aquel peso, era agua; según yo, aquello era el hijo esperado hacia tanto tiempo, era que Dios se apiadaba de mí y hacía fecundas mis entrañas.
Y exaltándose de nuevo, exclamó a grandes gritos:
—¡Ahora se ha de saber la verdad, ahora se ha de saber quiénes son los locos, si ellos o yo, porque ha llegado el momento del milagro!
El médico le interrogó.
—¿Vuelven los dolores?
—Sí... vuelven.., terribles.., horribles... Parece que mi pobre vientre va a abrirse, va a romperse, va a estallar. ¡Y qué angustia en el corazón!... ¡Doctor, doctor, ha llegado la hora! ¡Mis entrañas se desgarran!. .. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Al fin va a saberse la verdad!
—Sí, tiene usted razón; ha llegado la hora. No se mueva usted. El parto se presenta normal... Quieto... Voy a por los fórceps.
—¡Ah! ¿Pero es preciso emplear los hierros?
— Sí... se trata de un caso extraordinario. Pero no tenga usted cuidado. Respondo de todo, Vamos a anestesiarle para que no sufra usted nada.
—No tema usted, doctor, no me quejaré... Sabré someterme al castigo que Dios impuso a la mujer: «Parirás con dolor.»
El enfermo abrió los ojos, velados ya por la eterna sombra.
—¿Qué ha sido, doctor, niño o niña?
—Niño.
—¿Vive?
—No... nació muerto.
—¡Ah, Dios mío, todo inútil! ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?
Y cerró de nuevo los ojos para no volverlos a abrir más.