SOBRE EL DOLOR DEL MUNDO, EL SUICIDIO Y LA VOLUNTAD DE VIVIR, Arthur Schopenhauer

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ARTHUR SCHOPENHAUER, Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir, Tecnos, Madrid, 1999, 96 páginas. Traducción de Carmen García Trevijano.
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COMO NIÑOS ANTE EL TEATRO DE LA VIDA

   En nuestra tierna juventud nos sentamos frente al curso venidero de la vida como niños en el teatro antes de que se levante el telón, aguardando con dichosa impaciencia el espectáculo de las cosas que van a desfilar ante sus ojos. Es una suerte que no sepamos lo que en realidad sucederá. Pues al que lo sabe en más de una ocasión se le antojará ver en esos niños a reos inocentes de un delito que hubiesen sido condenados no precisamente a morir, sino, por el contrario, a vivir, pero que no hubiesen escuchado aún el contenido de su sentencia. 
   Mas esto en modo alguno disminuye el deseo que tiene cada cual de llegar a una vejez avanzada, a un estado, por ende, que responde a la siguiente descripción: «Mal nos va hoy y más mal nos irá yendo cada día... hasta que suceda lo peor.» 

EPIGRAMAS & MAXINIMIAS, César Abraham Navarrete Vázquez

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CÉSAR ABRAHAM NAVARRETE VÁZQUEZ, Epigramas & maxinimias, Mantra Ediciones, México D.F., 2017.
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SOBRE MODISTO

Vives para satisfacer a los caballeros, Modisto.
Y aunque confeccionar trajes-de-sastre te da
de comer, sé que lo que te gusta realmente
de tu trabajo es sacar-tela, desenrollar-tela,
medir-tela, cortar-tela y meter-tela.



AHÍ ES NADA, Jorge Riechmann

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JORGE RIECHMANN, Ahí es nada. Nuevos ensayos sobre el mundo y la poesía y el mundo, El Gallo de Oro, Bilbao, 2014, 178 páginas.
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Dejamos de ver lo que nos resulta demasiado familiar. Y los rasgos de lo nuevo los percibimos sobre todo in statu nascendi, en los momentos más tempranos de su desarrollo, cuando los observadores más perspicaces son capaces de distinguir lo diferente en un conjunto de rasgos que más adelante se transformará en paisaje cotidiano (y por ello, ne buena medida, invisible).
Contextualizar para familiarizarnos, descontextualizar para extrañarnos. Sístole y diástole de la vida.
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Viajar alrededor del año. Bailar sobre una sola baldosa.
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No la melancolía de lo que se perdió, sino la fidelidad a lo que es -y a lo que podría ser.
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Tú puedes olvidarte de la totalidad, nos advierte Terry Eagleton, pero la totalidad no va a olvidarse de ti. Podemos reformular: puedes olvidar al capitalismo, pero el capitalismo no se olvidará de ti. E incluso: puedes olvidar a la policía, pero la policía no se olvidará de ti.
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Mi bolígrafo tullido, mis poemas lisiados.
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El que busca equilibrio no estudiará tratados de armonía: aprenderá de los monstruos.
Comenzando por sí mismo.
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Impersonal plenitud, masculla René Char apoyado en su duro batón de rosier.
No expresarse en la poesía, sino desaparecer en el poema.
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El lenguaje tiene distintas dimensiones: puede ser una herramienta de control y dominación -y también puede ser otra cosa. En el poema, palabra en libertad, intuimos la forma de lo que podría ser una vida humana libre.

LO BUENO, SI BREVE, ETC., Ginés Cutillas

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GINÉS CUTILLAS, Lo bueno, si breve, etc, Editorial Base, 2016, 172 páginas.

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«La idea de escribir este manual —leemos en El porqué del monstruo— nace del deseo de diferenciarse de estos textos de carácter académico. Su objetivo es proporcionar las herramientas necesarias para escribir un buen microrrelato»; de ahí sus subtítulo: Decálogo práctico del microrrelato. El lector hallará en la sección Guía de lectura (117-162) una relación completísima de libros de microrrelatos organizada por el año de su publicación. 
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El porqué del monstruo [9]
Un poco de historia [11]
El alma de las bestia. Definiciones e introducción al género [15]
Qué es y qué no es un microrrelato [21]
Cuánto mide un microrrelato [21]             
Tipos de microrrelato [37]
Por qué un decálogo [45]
Decálogo del perfecto microrrelatista [57]   

I- Antes de escribir nada, lee todo [57]
II- No escribas nada que no aporte algo nuevo  [59] 
III- Elige con sumo cuidado cada una e las palabras [62]  
IV- En la primera frase te juegas al lector  [71]
V- Haz que el título forme parte de la historia [78]  
VI- Una imagen vale más que mil palabras [85]
VII- La elipsis de la reina  [93]
VIII- Parte de situaciones y personajes conocidos [100]
IX- Aplica sin complejos toda la literatura anterior [103]
X- Golpea sin piedad en el punto final [107]  

Guía de lectura  [117]
Bibliografía [163]  
Agradecimientos [167]    
       

            

MIL AÑOS DE CUENTOS. MITOLOGÍA,

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Mil años de cuentos. Mitología, Edelvives, Zaragoza, 2001, 384 páginas.

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Organizado en seis bloques (la creación del mundo, mitos sobre los orígenes, mitos osbre el amor, astucias y peleas de héroes, tretas y peleas de dioses y el reino de los muertos), contiene relatos de diversas mitologías (adaptados para nuevos lectores) con ilustraciones de Sourine. 
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UN VIENTO ABRASADOR SOBRE El HIELO

   En el principio, todo era un abismo sin fondo que se extendía entre el Norte, el país de los hielos y las tinieblas eternas, y el Sur, el país del fuego. Los ríos que corrían desde el Sur hacia el país de los hielos fueron llenando poco a poco el abismo. Los vientos abrasadores del Sur acabaron por encontrarse con las nieves del Norte y, como consecuencia, el hielo se transformó en gotas de agua que cada vez fueron más abundantes. Estas gotas de agua fría, fecundadas por el calor, produjeron el gigante Ymir. Su parte cálida transpiraba mientras dormía y las gotas de sudor generaron otros gigantes, machos y hembras.
   
   Los gigantes no estuvieron solos durante mucho tiempo, pues otra forma de vida había nacido del hielo fecundado por el viento del Sur: era la vaca Odimla, y de sus ubres brotaron cuatro ríos de leche que nutrieron a los gigantes. Incluso la vaca se alimentó con leche helada que tenía un sabor salado.
   La noche del primer día en que la vaca echó leche al hielo, apareció la cabellera de un ser con forma humana; al día siguiente, la cabeza del hombre emergió del hielo y, el tercer día, salió el cuerpo entero.
   Este ser nacido del hielo no era de la estirpe de los gigantes nacidos del sudor de Ymir. Y sin embargo, tuvo un hijo. Desde su más tierna infancia, este hijo dio muestras de un valor excepcional y de poseer grandes cualidades. Los gigantes le aceptaron y le dieron a una de sus hijas por esposa. De esta unión nacieron los primeros dioses y, concretamente, Odín.
   Pero de todas maneras, pasado un tiempo, la guerra entre los dioses y los gigantes explotó. Odín y sus compañeros mataron a Ymir. La sangre que salió de su inmenso cuerpo se precipitó hacia el abismo original, lo inundó por completo y los gigantes se ahogaron. De este océano de muere sólo consiguió escapar uno con su mujer. Esta pareja engendró otros gigantes que más adelante lucharían de nuevo contra los dioses.
   Mientras tanto, fueron los únicos amos del mundo, ¡pero menudo mundo! Por un lado, frío desolador y, por otro, fuego abrasador... Los dioses, entonces, tomaron el cuerpo de Ymir y lo pusieron en medio del abismo: de su carne surgió la tierra; de su sangre, el mar y los lagos; de sus huesos, las montañas, y de sus dientes, las piedras. Sus cabellos dieron lugar a los bosques. Con su cráneo, los dioses hicieron el cielo en el que colgaron las estrellas que sacaron de las chispas del fuego del Sur y las fijaron en la bóveda celeste para que iluminaran al mundo; la más grande y brillante se convirtió en el sol. Desde entonces existe el día y la noche. Sacaron también el cerebro de Ymir y lo lanzaron al aire y así se formaron las nubes. Con las cejas del gigante hicieron una muralla para proteger su territorio. Por fin, el universo estaba en orden y la casa de los dioses perfectamente delimitada.
   Cuando querían distraerse, los dioses bajaban a darse un paseo por la tierra. Y como estaba debajo de su morada, construyeron el arco iris, un puente gigantesco entre el cielo y la tierra. Pero su trabajo no había terminado todavía: les faltaban los seres humanos. Hasta ahora sólo vivían en la tierra los enanos, una estirpe de seres pequeños que salieron de la carne de Ymir como los gusanos surgen de un cuerpo en descomposición. Criaturas de las sombras, pasan la mayor parte del tiempo construyendo galerías subterráneas y forjando metales.
   Un día, tres dioses estaban paseando por la orilla del mar. Se trataba de Odín, Hoenir y Lodur. Vieron dos tocones de madera y decidieron crear con ellos a los seres humanos. Odín les dio el hálito vital, Hoenir, el movimiento y Lodur, la facultad del hablar, oír y ver. Los vistieron y después les pusieron nombre, al hombre le llamaron Ask y a la mujer, Embla. Y la descendencia de esta pareja pobló completamente la tierra.


ROBAIYAT, Omar Jayyam

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OMAR JAYYAM, Robaiyat, DVD, Barcelona, 2007 (2002), 208 páginas.

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En Omar Jayyam El herededo legítimo de Zaratrusta (pp. 15-74) hallará el lector una magnífica presentación al intelectual persa. «Jayyan no era un poeta propiamente dicho. Sus contemporáneos —escribe Nazanín Amirian—nunca nos lo presentan de esta forma, sino como un científico y un filósofo. Como para muchos sabios persas, la poesía resultaba para él un instrumento con el que organizar y dar a conocer aspectos esenciales de su concepción del mundo». Para su traducción, Amirian elige el alejandrino. 
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Sé feliz, pues tu suerte ya cocieron ayer;
de saber tus anhelos, ya se libraron ayer.
Vive feliz, entonces, sin tu destino saber:
voluntad y mañana decidieron ya ayer.

ARTE A LA CARTA, Benjaminn Chaud

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BENJAMÍN CHAUD, Arte a la carta, Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2016, 96 páginas.

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Chaud desacraliza, pasando por los fogones, a El Bosco, Monet, Bourgeois, Picasso, Munch y tantos otros. Cualquier lector podrá suponer, sin ningún esfuerzo, la procedencia de la mancha en el jersey de Francis Bacon.
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David Hockney comparte sus fideos chinos.

AUTORRETRATO DE OTRO, Cees Nooteboom

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CEES NOOTEBOOM, Autorretrato de otro, Calambur, Madrid, 2013, 158 páginas.

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Fernando García de la Banda, traductor, detalla en Ut pictura poesis: Cees Nooteboom y Max Neuman (pp. 143-151) el pacto que dio origen a este proyecto: «Neuman nunca ilustraría» los poemas de Nooteboom ; y éste «nunca describiría sus cuadros». La unión de estos 33 dibujos que Neuman le envió a Menorca y los correspondientes poemas en prosa merecen el subtítulo de Sueños de la isla y la ciudad de antaño.
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En un campo de cardos y piedras vio a su padre, a quien hacía más de medio siglo que no había visto. Llevaba un uniforme siniestro comido por el moho y en la mano un revólver. No quería que aquel hombre lo reconociera y apartó el rostro, pero cuando volvió a mirar, su padre estaba sentado en la acera, desnudo, cubierto de llagas. Ahora sí quería acercarse a él, pero miró con tanto miedo que retrocedió. Las costillas se le marcaban en la piel macilenta que, con la lluvia, parecía haber adquirido un brillo frío; su sexo reposaba en la húmeda piedra como un gran gusano que alguien hubiera pisado. Era evidente que su padre moriría pronto. Cuando volvió a mirar desde la distancia vio que había un círculo de hombres y mujeres a su alrededor. En el campo de los cardos el hombre del revólver seguía esperando.

ANTE LA PINTURA, Robert Walser

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ROBERT WALSER, Ante la pintura. Narraciones y poemas, Siruela, Madrid, 2009, 136 páginas. Traducción de Rosa Pilar Blanco.
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EL HAYEDO DE HOLDER

   Desayuné opíparamente, pero no debería decirlo tan alto en una época en la que las naturalezas delicadas portan la más brutal cantidad de preocupaciones sobre sus hombros. Después dirigí mis pasos, los pasos de una persona que parece estar en la cima de su época, hacia el monumento de Oskar Bider, caminé a su alrededor y capté su belleza. Mi discreta opinión es que uno hace bien en respetar una obra de arte encargada por el municipio o el Estado a un artista y erigida en tal o cual plaza. La mayoría de nuestros conciudadanos se creen capaces de soltar en público su retahila, quiero decir su opinión, como si comprendieran al momento cualquier otra obra, arrogándose el derecho a lanzar comentarios despectivos cuando no ocurre así.
   Vi entonces la reproducción de un cuadro expuesta en el escaparate de una librería. Me detuve allí satisfecho, rejuvenecido. Aún reía disimuladamente por la crítica descargada ante el monumento de Bider. Allí se habían manifestado opiniones tremendamente cómicas. En ese momento recordé que en su día vi el original de este cuadro en casa de su propietaria. Colgaba en una de esas habitaciones para lacayos, valga la expresión. En fin, en algún sitio han de emplazarse los cuadros, porque la casa estaba repleta de pinturas exquisitas, y la mujer que consideraba suyo todo eso se asemejaba a una figurita, y yo tomé el té en su compañía, y mi comportamiento impecable fue digno de verse. También ofrecieron emparedados, y mientras los saboreaba conduje la conversación a Spitteler, y cuando salimos de la villa mi amigo se creyó obligado a confesar que nunca habría imaginado que pudiera comportarme con semejante corrección; miré, pues, la reproducción y algo gritó en mi interior: «¡Maravilloso estudio!».
   En efecto, uno contemplaba un hayedo desnudo en invierno, reproducido con absoluta fidelidad. El cuadro es obra de Hodler pero, al margen de ese detalle, ser de otro autor más desconocido no menguaría su valor y placer. De los troncos esbeltos, claros y finos penden aquí y allá algunas hojas rumorosas. Uno oye formalmente su susurro invernal, que juzga alegre. A lo mejor el cuadro no representa mucho. No se puede hacer alarde de un pequeño hayedo, razón por la cual subió quizá a la pequeña buhardilla, desde donde, dicho sea de paso, se disfruta de una vista deliciosa. Abajo se extiende un lago parecido a la seda, a un vestido de señora de la más decentísima transparencia, y aquí ante el comercio de arte volví a encontrar ahora el cuadro en el que un gélido viento invernal, no muy fuerte, azota el bosque. Pero lo que es grandioso es que usted no ve cómo están pintados en el cuadro el frío y el aire gélido, y la oscilación de esas pocas hojas también está pintada, y sobre el bosque se despliega un cielo de un azul frío, que pasa del azul invernal al verde, convirtiéndose en un trasunto tan fiel de lo realmente vivido que pocos ejemplos hay tan convincentes.
   Si este cuadro fuera mío, a lo mejor también lo subiría a una buhardilla, porque no es un cuadro de salón. Al contemplar una reproducción tan maravillosa del invierno, uno se mete sin querer las manos en los bolsillos. En el bosque trajina un hombre, y entonces te percatas, lo sientes: el suelo está helado y puedes ver mucho más allá del bosque, sales del bosque a la más lejana lejanía, y con estas líneas quizá no haya dicho aún todo lo que cabría decir del cuadro, pero usted, lector, tal vez deduzca cuánto lo admiro.

Ferdinand Hodler, El hayedo (1885)

HUELLAS DE UNICORNIO, Rafael García Bidó

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RAFAEL GARCÍA BIDÓ, Huellas de unicornio, Uno Editorial, Albacete, 2010, 112 páginas.
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Hondo en el bosque
hasta la luz es verde.
Serenidad.

TODOS LOS CUENTOS, Manuel Derqui

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MANUEL DERQUI, Todos los cuentos, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2008, 850 páginas.
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CAMINOS SIN RETORNO

   Hablaban los dos amigos, sentados frente a frente en cómodas butacas, de muchas cosas: del tiempo, claro está, de sueños más o menos fantásticos, y también de temas de actualidad. Hablaban, digo, y aun discutían, porque eran estos amigos muy dispares entre sí, tanto en su aspecto exterior como en sus raciocinios sobre las cosas del mundo que herían sus imaginaciones. 
   Uno de ellos, el más joven, tenía un nombre de cierta resonancia: se llamaba Salvaje." Al otro, por ahora le llamaremos: N. 
   N. tenía un temperamento cauteloso, bien distinto del alocado ímpetu de Salvaje, mas pese a tal diferencia básica, solían gustar de la mutua compañía y en su intercambio de ideas —pausada por una parte, vigorosa por la otra—, había más puntos de contacto de los que sus temperamen-tos parecían consentir. 
   Así pues, repito, Salvaje y N., sentados frente a frente, hablaban y estas eran sus palabras: 
   —¡Demonio! —empezó Salvaje—. ¿Has visto cuánto lío están armando con tanto surrealismo, abstractismo y «nosecuántismos»? 

   Había dos amigos en la Ciudad. Uno de ellos tenía un nombre de cierta resonancia; se llamaba Salvaje. Al otro le llamaremos N. Salvaje era un hombre de ideas originales en multitud de cuestiones y, en especial, con relación al atuendo de su vestimenta. Pero si las prendas con las que se engalanaba (?) resultaban chocantes con frecuencia, nada podía superar en disonancia a los dibujos y colores de sus corbatas. Porque —digámoslo de una vez— las corbatas de Salvaje eran de lo más horroroso que se puede imaginar. 
   N., hombre cauteloso si los hay, había reprochado más de una vez a su amigo la excesiva despreocupación con que elegía tal «adminículo» y en sus palabras hubo grandes dosis de sensatez y de lógicos razonamientos. Sin embargo, ni estos consejos, ni la bizquera súbita de dos o tres incautos que se fijaron en ellas, fueron suficientes para que las corbatas de Salvaje mejoraran de calidad. Es más, parece ser que aquella crítica solo sirvió para exacerbar su maligno instinto y pocos días después, salió a la calle luciendo una corbata azul cobalto a «destono» con su traje verde orín. 
   Salvaje llegó milagrosamente ileso hasta el domicilio de N. a quien sorprendió en el momento en que se levantaba del lecho. La impresión, como es fácil de imaginar, hizo caer a N. en la cama, de espalda y preso de convulsivos temblores. Al fin, después de que le fueran administradas un par de inyecciones de cardiazol, N. recobró el uso de la palabra lo que aprovechó para increpar a su amigo. 
   —Eres perverso, Salvaje —le dijo N.—. Mira en qué estado me has puesto con tu obstinación. No te has contentado con desoír mis consejos, esto hubiera sido poco para ti, sino que te has ingeniado para encontrar la más horrible combinación y te has apresurado a venir aquí, para fulminarme con tu resentimiento. Eres malo, te digo, esto lo pagarás algún día.
   Las palabras de N. fueron dolientes, llenas de amargura, y Salvaje las oyó en silencio. 

SIRENALIA, Javier Perucho

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JAVIER PERUCHO, Sirenalia, Ciudad de México, Edición de autor, 2017, 56 páginas.

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Cuando el lector haya atravesado el umbral, Inventario. Polvo y ceniza (pp. i-vi), sabrá por qué en este libro bellamente ilustrado por Mario Escoto, palpitan acompasados dos corazones: el de Javier Perucho y el del maestro Arreola.
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MARINA

   Me dijo la última vez, antes de azotar la puerta, Voy por cigarros. Desde entonces no la volví a ver, hasta ahora que me la encontré con un chamaco entre sus brazos. Al pie de una fuente pedía unas monedas a los transeúntes, que la miraban con rencor por la cauda de sirena, le lanzaban unos centavos o la ignoraban en su paso apresurado y torpe por la cola de tela enmugrecida que arrastraba. A distancia prudente la vigilé hasta que dejó de mendigar al anochecer. Seguí sus pasos. Cuando quiso entrar a un edificio abandonado la alcancé, entonces la llamé por su nombre, Marina, pero no quiso reconocerme, la jalé del brazo para que atendiera mis reclamos, le exigí que volviera a casa, le pedí cargar a mi hijo, que cargaba en sus brazos, pero todo fue en vano. Entró y azotó el portón. Vuelvo cada día al atardecer a la fuente. La vigilo detrás de un pilar hasta que deja de limosnear y emprende su camino a casa. 

CUENTOS BREVES, Rafael Barrett

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RAFAEL BARRETT, Cuentos breves (Del natural), Titivillus, 2017. 
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LA PUERTA

   —Sí… ¡márchate! ¡Déjame en paz!
   —Alberto… ¿es posible?
   Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir: —¿Qué?… ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!
   La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.
   Una satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte.
   Había sentido bajo sus dedos, que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz: —¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!…
   Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia… ¿A ella, a su Mari, tan dulce, había él tenido valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad, surgió de pronto.
   No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto.
   Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.
   Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de las calles se arrastraban los pasos de algún mendigo.
   Mari le envidió no tener más que frío y hambre. Ella tenía un horrible frío en el alma. Percibió ruido de papeles, de hojas de libro que se pasan… «Está trabajando…, pensó. «Ahora se levanta, se pasea… viene. Mari no podía respirar. «Se va. No abre. Los pies crueles de Alberto iban y venían, sin pararse, a la puerta, sin querer llegar hasta aquella desesperación muda, llevando la limosna de paz… Y las lágrimas brotaron sin fin, brotaron quemadoras de la fuente invisible, mojando en la obscuridad el rostro tibio, pegado a la puerta inmóvil… Y Mari se dejó caer poco a poco al fondo de su dolor…
   Las horas aprovechaban el negro silencio para huir, empujándose las unas a las otras, y Alberto, borracho de sueño y de tristeza, se decidió a abrir.
   Mari, desplomada en el suelo, se había quedado dormida. Él levantó la hermosa cabeza de oro, empapada en sudor y en llanto, y besó los cálidos ojos entreabiertos.
   A la luz de la lámpara aparecían algunas arrugas junto a la boca atormentada, de donde salía un vago perfume de muerte.
   Entonces el hombre tomó a la niña en brazos y pasaron la puerta para entrar en el amor verdadero, hecho de tinieblas, de angustia y de llamas.

EL TIEMPO DEL OGRO, Diego Muñoz Valenzuela

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DIEGO MUÑOZ VALENZUELA, El tiempo del ogro, Simplemente Editores, Santiago de Chile, 2017.
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EL TIEMPO DEL OGRO
A todos aquellos que nos extraviamos en la neblina densa y terrible
del tiempo del ogro, en especial a Remigio y Héctor que permanecerán
en este texto un tiempo más y ojalá –no pierdo la esperanza- para siempre

   Se encontraron a unos escasos metros del fragor de la avenida Irarrázaval a fines de aquel año tan intenso en tristezas y terrores. De ese modo, constituía una inmensa alegría cruzarse con alguien conocido allí, constatar que la vida seguía irradiándolo con su milagro. Remigio le dejó caer sus ojos achinados y pícaros, destilando la felicidad de verlo y Héctor le devolvió la mirada desesperanzada de un muerto en vida. Aquello puso en alerta a Remigio: algo no andaba bien.  Venían caminando en sentido opuesto y por mero instinto aminoraron el paso imperceptiblemente, como si quisieran despistar a un observador invisible.
   A partir de ese momento, todo transcurrió en cámara lenta y comenzó a grabarse de manera indeleble en la memoria de Remigio. Imágenes que iban a acompañarlo durante su vida, a insertarse en sus sueños, regresar súbitamente a su rutina en los momentos felices, como para resquebrajarlos.
   Héctor dio un paso y le ofreció sus grandes y cansados ojos de borrego triste. Estaba exhausto de sufrir: eso le dijeron aquellos ojos a Remigio y no fue necesario que describiera los espantos a los que había sido sometido. Aquella mirada tenía la elocuencia de un relato extenso y vigoroso. Héctor denegó con el rostro varias veces mientras elaboraba un nuevo paso, levantando una pierna que pesaba media tonelada.
   Le cuesta caminar, pensó Remigio, como si transportara el mundo completo sobre sus espaldas. Tan afligido, tan exhausto, tan vencido, eso concluyó Remigio. Sin embargo, aún se da maña para advertirme. Para salvar mi vida. Aquello meditó Remigio mientras daba su propio paso hacia Héctor, uno que acortaba aquella enorme distancia entre ambos, aunque quedaban apenas unos metros para que se cruzaran por última vez.
   Héctor movía los labios y emitía mensajes inaudibles que Remigio tuvo que descifrar o imaginar, combinando ambas habilidades. Aquellos movimientos le revelaron el horror oculto detrás de los parabrisas reflectantes, las ventanas cerradas a machote, los sótanos inaccesibles donde reinaba la noche eterna.
   Ambos dieron sendos pasos para acercarse, aunque la distancia entre ellos se tornara imposible de transitar. Remigio recordó que Héctor había cumplido dieciocho años unos días atrás; se llevaban apenas unos meses. No era una edad para vivir esta clase de cosas –esa idea le vino a la mente- ¿pero qué más podían hacer? Ellos no habían escogido el camino a seguir. Y cada vez que la vida les ofreció una nueva disyuntiva nueva en aquellos tres acelerados años, escogieron en conciencia.
   Sólo les quedaba seguir caminando. Eso lo sabían ambos. Lo tenían perfectamente claro. No había alternativa. Y aspiraron el aire de aquella mañana fresca para inflar sus pulmones con oxígeno y seguir viviendo la clase de vida que les correspondió. De modo que avanzaron; ahora estaban apenas a un par de metros. Podían verse muy bien.
   Héctor no se había afeitado en varios días y las ojeras delataban sus padecimientos. No obstante le sonrió. Era una sonrisa amarga y tierna, cargada de amor, pero sobre todo de coraje. A Remigio el corazón le saltó dentro del pecho: una emoción sorda, ciega y violenta comenzó a nacer en su interior. No podía ser que las cosas fueran así. Era inaceptable: era preciso hacer algo.
   Sin borrar aquella sonrisa de su rostro, Héctor volvió a denegar mientras daba otro paso, uno que los dejó a escasos centímetros. A Remigio le pareció que podía sentir la respiración acezante de su amigo; entonces vinieron las palabras susurradas.
   “Me siguen, me tienen, me usan como cebo. Salen a pasearme, pero van de cacería. Vete del país en cuanto puedas. Mañana mismo”. Eso escuchó Remigio, alelado, con la piel de gallina, mientras daba el paso final, aquel que terminaba ese encuentro fortuito.
   No osó darse vuelta para observar a su amigo alejarse camino de la muerte. No fue capaz, porque una suma de miedos se apoderó de él: que Héctor fuera a correr y lo mataran en ese mismo instante, que de la camioneta de vidrios oscuros que avanzaba a vuelta de rueda se bajaran los agentes para apresarlo, que a él le diera por ponerse a gritar que alguien los salvara, a gritar sus nombres para que se supiera qué había pasado. Pero nada podía cambiar la condena que pesaba sobre Héctor. Y lloró mientras caminaba alejándose de su amigo. Sus lágrimas caían en gruesos chorros mientras se aproximaba a la avenida, los ojos se le iban poniendo muy rojos y el sollozo le convulsionaba el tórax. Por suerte los hombres del furgón de inteligencia no percibieron su estado, ocupados como estaban de no perder de vista a Héctor.
   Remigio caminó y caminó y caminó, hasta que salió del país, huyendo de aquella muerte implacable, hasta que llegó a París y luego a Marsella, donde se estableció y formó una familia. De allí vino de regreso a Chile un día caluroso de febrero, cuando nos contó esta historia terrible una larga noche, mientras esperábamos el auto que iba a llevarlo al aeropuerto de vuelta a Marsella.
   Dijo que no reconocía al país que abandonó hacía tantos años atrás. Le respondimos que nosotros tampoco, aunque viviéramos aquí, mientras bebíamos un vino rojo y espeso. Fue como si el tiempo no hubiese transcurrido jamás y fuéramos los mismos adolescentes plenos de sueños y largas cabelleras desplegadas al viento.
   Un día alguien contó que tras vivir un tiempo solo en París, Remigio se había suicidado, sin dejar explicaciones. Nos quedamos helados. O más bien congelados por el dolor, súbito, intenso, desesperado. Sin embargo, seguimos caminando. Dando pasos, adonde sea. No sé si huyendo o avanzando. Quisiera creer que alejándome del sufrimiento o de la fatalidad o de la muerte. También quisiera creer que acercándome a ellos: a Héctor y Remigio. Pero no lo sé. Sólo seguimos, sigo, caminando.

DISPARATES, Ramón Gómez de la Serna

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RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Disparates, Calpe, Madrid, 1921, 184 páginas.

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En Teoría del disparate (pp. 5-13) dice Ramón: «El disparate es la cosa más difícil, más lenta, más desesperada, y en esa temporada en que he estado alcanzando disparates me han nacido alguna noche hasta veinte y treinta canas, cuando yo no tenía ninguna».
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EL PRESTIDIGITADOR

   El prestidigitador es de los pocos hombres que no se han afeitado. Le va muy bien con su gran barba, y eso le da un gran prestigio. Así, todas las cosas, que de otro modo resultarían graciosas, resultan muy serias.
   El prestidigitador, el hombre del paraguas bastón y mil cosas más, no viaja mas que con sombrero de copa. Ni maleta, ni baúl, ni nada.
   Cuando el prestidigitador necesita algo se quita el sombrero de copa y saca de él lo que sea.
   El prestidigitador, con un gran disimulo, se quita el sombrero de copa, lo coloca sobre las piernas y va sacando los elementos de aseo para el viaje, la manta con que se arropa, la gorra para el camino, las zapatillas del hombre cómodo, el vaso, la cafetera con café, la merienda, las naranjas del postre y, por fin, los palillos de los dientes.

LAS CHICAS SON GUERRERAS, Irene Cívico & Sergio Parra

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IRENE CÍVICO & SERGIO PARRA, Las chicas son guerreras, Montena, Barcelona, 2016, 242 páginas.

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«Para las chicas guerreas, el único límite es el cielo». Irene Cívico y Sergio Parra escriben y Nuria Aparicio ilustra estas semblanzas de 26 mujeres modelo también para hombres.
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NANCY WAKE
Fecha de nacimiento
30 de agosto de 1912 (Wellington, Nueva Zelanda)
Su mayor logro
Ser la pieza más va1iosa de la Resistencia para acabar con el régimen nazi.
Su lema
«La libertad es lo único por lo que vale la pena vivir porque, sin libertad, la vida no tiene sentido.»
Cópiale
No importa el peligro si la causa es justa.

   No es de extrañar que Nancy Wake haya pasado a la historia corno la persona más temida por los nazis, ya que desde muy jovencita Nancy se caracterizó por ser valiente, decidida y no tener miedo a nada. Con tan solo 16 años se fugó de casa y viajó hasta Nueva York, donde se convirtió en periodista de forma autodidacta porque ¿qué mejor que vivir las noticias en primera persona? Su trabajo la llevó hasta París, donde ejerció como corresponsal de la Hearst Corporation, que todavía hoy es una de las corporaciones de periodismo más importantes. Su trabajo en Hearst fue lo que le permitió entrevistar a Hitler en 1933 y lo que vio la horrorizó tanto que se prometió a sí misma que haría lo que estuviera en sus manos para detener esa locura. Y vaya silo hizo.
  Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y el ejército nazi alemán empezó a invadir Francia, Nancy y Henri, el millonario francés con el que se había casado, en lugar de huir como hacían todos los que tenían dinero para hacerlo, decidieron quedarse y unirse a la Resistencia para contener a los nazis.
  Como nadie sospechaba de la esposa bonica de un señor ricachón, Nancy se convirtió en la mensajera oficial de la Resistencia, llevando mensajes y comida de contrabando a los grupos resistentes del sur de Francia. Ayudada por una vieja ambulancia, disfrazada de enfermera, empezó a trasladar a gente a escondidas hasta España. Enseguida destacó frente a los demás miembros de la Resistencia por su extraordinaria capacidad para evitar ser atrapada: siempre que los nazis creían haberla localizado, ella ya se había esfumado. Para ellos era desesperante; para la Resistencia, su mayor activo.
  Era tan escurridiza y lista que los nazis empezaron a llamarla el «Ratón Blanco» y pronto se convirtió en uno de sus objetivos prioritarios. De hecho, los nazis estaban tan cabreados por que Nancy se les escapara siempre de las manos, que pusieron precio a su cabeza. Ofrecían 5 millones de francos a cualquiera que la atrapara, una cifra enorme que la convirtió en la persona más buscada de la Segunda Guerra Mundial.
  Era tan buena haciendo su trabajo que incluso cuando la detuvieron fue por error: Nancy fue detenida al ser confundida con otra chica de la Resistencia que había hecho explotar una bomba. A pesar de que la torturaron durante 4 días, Nancy jamás soltó información a los nazis y, como si de una película se tratara, un compañero consiguió liberarla diciendo que esa chica no era más que su amante. Es inexplicable cómo pudo colar esa trola; quizá su carisma y naturalidad al enfrentarse a situaciones complicadas surtieron el efecto deseado, y como ella solía decir: «Basta con un poco de maquillaje y una copa en la mano». Sus compañeros de batallas decían que era la chica más femenina del mundo, pero que en cuanto empezaba la batalla, Nancy era más dura que 5 marineros juntos.
  Su coraje era tan rotundo que, tras unirse a la Dirección de Operaciones Especiales en Inglaterra, la lanzaron en paracaídas sobre Francia para que actuara como persona de contacto entre Londres y los maquis en Francia. Se dedicó a mover armamento, sabotear las comunicaciones nazis y reclutar nuevos miembros para los grupos de maquis de la Resistencia (¡se las ingenió para montar un despliegue paramilitar de 7.500 personas! (¡Todo un ejército!). En una ocasión, llegó a recorrer 500 kilómetros en bicicleta durante 71 horas, ¡sin parar! cruzando varios puntos de control alemanes sin ser descubierta, para entregar unos códigos secretos a los aliados. De todas las hazañas increíbles que Nancy protagonizó durante la guerra, ella siempre pensó que ese maratón en bici que se pegó fue su aportación más valiosa a la causa.
  Pero no fue esa su aportación más valiosa, sino la cantidad de vidas que llegó a salvar. Desde abril de 1944 hasta la liberación total de Francia, sus hombres se enfrentaron a los alemanes en una lucha sin cuartel en la que murieron más de 1.400 nazis, mientras que Nancy solo perdió a 100 hombres. Ella misma mató a más de uno con sus propias manos, porque Nancy no tenía miedo a la muerte. Estaba demasiado ocupada salvando el mundo. 
  Por supuesto, nuestro ratón blanco sobrevivió a la guerra y se convirtió en la mujer más condecorada de la Segunda Guerra Mundial. Pero a Nancy no le podían importar menos los reconocimientos, así que se vendió todas las medallas y pasó los últimos años de su vida viviendo del dinero que le habían dado por ellas. Cuando le preguntaron por qué se había vendido esos reconocimientos tan importantes, Nancy les dijo que mejor sacar algo de las medallas en vida, porque, como de todos modos iba a ir al infierno, allí se hubiesen fundido con el calor.

CASA DEL SILENCIO, René Avilés Fabila

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RENÉ AVILÉS FABILA, Casa del silencio, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2001, 449 páginas.

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Ignacio Trejo Fuentes apunta en la Nota introductoria: «El material que el lector está a punto de disfrutar —de eso no hay duda— es apenas una muestra de ese mundo alucinante que es la narrativa de René Avilés Fabila». Entre tantas páginas el maestro cedió espacio también al microrrelato.
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BORGES Y YO

   En 1971 llegué a Buenos Aires. Entre los proyectos que me llevaban a esa magnífica ciudad estaba el de conocer personalmente a Jorge Luis Borges. Lo solicité y en uno o dos días me encontraba en la Biblioteca Nacional, situada en la calle México. Hasta ahí me había acompañado el poeta surrealista Aldo Pellegrini.
   Jorge Luis Borges estaba en un amplio salón. De inmediato, y ya conociendo mi nacionalidad, me recibió con una inusitada catarata de elogios:
   —Mexicano, junto a ustedes, los argentinos somos rústicos, aldeanos, primitivos, toscos, burdos, rudos… Su fineza y cultura…
   Francamente desconcertado y sin olvidar que en términos generales los argentinos de aquellas épocas mal sabían del resto de la América Latina, lo interrumpí:
   —Perdone, Borges, ¿a cuántos mexicanos ha conocido usted?
   —Sólo a Reyes, mi maestro.

LA TAREA DEL ARTISTA, Karl Kraus

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KARL KRAUS, La tarea del artista, Casimiro, Madrid, 2011, 64 páginas.

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En el Prólogo (pp. 7-15) Miguel Catalán recoge estas afirmaciones de George Steiner: «El mundo de Kraus es un mundo enloquecido por una palabrería hueca, pero virtualmente contagiosa. Ningún billete de un trillón de marcos, como los de la inflación en la era de Weimar, representa una devaluación de las necesidades y esperanzas humanas tan macabra como la devaluación de la palabra». 
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El talento es un joven a quien se acaba de despertar. La personalidad, por el contrario, duerme durante largo tiempo, despierta por sí misma y a partir de ese instante se desarrolla mejor.
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La capacidad receptiva de los hombres productivos es muy pequeña. El poeta que lee se vuelve sospechoso.
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Vi a un poeta dar alcance a una mariposa en el prado. Puso su cazamariposas en un banco donde leía un niño. Es una pena que este hecho suela producirse más bien al revés.
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Cuando un artista hace concesiones, no obtiene más que el viajero que en tierra extranjera intenta hacerse comprender chapurreando su propio idioma.
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La relación personal con los poetas no siempre es deseable. En especial me disgustan los sonámbulos que siempre se desploman por su lado bueno.
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El lenguaje es la madres, no la servidora del pensamiento.
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En el principio no había plagio.

LA RUBIA DESPAMPANANTE Y OTRAS MICROHISTORIAS, Juan Carlos Gallegos

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JUAN CARLOS GALLEGOS, La rubia despampanante y otras microhistorias, Effictio, Guadalajara, 2014.
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[LA RUBIA DESPAMPANANTE] 13

   Se abre la puerta del elevador y sale una rubia despampanante. Decido ir tras ella luego de observarla unos segundos, descaradamente. La alcanzo y la tomo del brazo. Ella voltea y me mira. Voy a besar sus labios, sensuales como los de Angelina Jolie, cuando Heráclito, quien también sale del elevador, dice “ya no es la misma rubia”. Me doy cuenta de ello. La suelto y la dejo ir, frustrado.

LA BREVE REVERENCIA, Mariángeles Abelli Bonardi‎

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MARIÁNGELES ABELLI BONARDI‎, La breve reverencia, La Cebolla de Vidrio, Neuquén, 2017.
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La niña sopla:
su aliento redondea
una burbuja.

CUENTOS DE HADAS, Angela Carter

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ANGELA CARTER, Cuentos de hadas, Impedimenta, Madrid, 2016, 628 páginas.

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En el Introducción (pp. 17-34) Angela Carter previene: «Pese a que este sea un libro de cuentos marravillosos o cuentos de hadas, entre sus páginas vas a encontrar realmente pocas hadas». Todos estos cuentos, procedentes de todas as tradiciones de todas las partes del mundo, han sido reelaborados, dado que esta es «una forma de entretenimiento que los pobres siguen actualizando perennemente».
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EL MOZO DE GRASA DE BALLENA

INUIT 

   Había una vez una chica cuyo novio se ahogó en el mar. Sus padres intentaron consolarla, sin éxito alguno. El resto de los pretendientes tampoco le interesaban: quería al mozo que se había ahogado, y a nadie más. Finalmente, cogió un buen pedazo de grasa de ballena y con el modeló el cuerpo de su novio ahogado. Luego, esculpió la cara del chico en el pedazo de grasa. Era su viva imagen.
   «¡Ay, ojalá fuese él de verdad!», pensaba la chica.
   Se frotó la grasa de ballena por los genitales, restregando en círculos una y otra vez, hasta que por fin cobró vida. En pie ante ella, estaba su novio de nuevo. ¡Y qué contenta se puso! Fue a enseñárselo a sus padres, diciendo:
   —Como veréis, no se ahogó, aunque diese esa impresión.
   El padre de la chica le dio permiso para casarse. Así que se mudaron los dos, la chica y su novio de grasa de ballena, a una pequeña choza a las afueras del pueblo. A veces, el interior de la choza se calentaba mucha. En esos momentos, el muchacho de grasa de ballena empezaba a sentirse fatigadísimo. Cuando eso sucedía, él le rogaba:
   —Frótame, cariño.
   Y la chica le frotaba todo el cuerpo contra sus genitales. Eso lo hacía revivir.
  Un día, el chico de grasa de ballena estaba cazando focas de bahía y el sol se ensañó con él. Mientras remaba en su kayak de vuelta a casa, empezó a sudar. Cuanto más sudaba, más menguaba. La mitad de él se derritió antes de que llegase a la playa. Entonces, salió del kayak y se dejó caer en el suelo: ya no era más que un montón de grasa de ballena.
   —¡Una pena! —comentaron los padres de la chica—. Era un mozo tan agradable...
   La chica enterró la grasa de ballena debajo de un montón de piedras, y comenzó su duelo. Se taponó la fosa nasal izquierda. Dejó de coser. No comía huevos de aves marinas, ni carne de morsa. Cada día, visitaba en su tumba a la grasa de ballena y hablaba con ella. Paseaba en círculos en torno a la tumba y le daba la vuelta tres veces siguiendo la trayectoria del sol.
   Cuando acabó la fase del duelo, la chica cogió otro pedazo de grasa de ballena y empezó a modelar nuevamente. Otra vez, le dio la forma de su novio ahogado y otra vez se restregó por los genitales el producto final. De pronto, vio a su novio erguirse ante ella y decirle:
   —Frótame otra vez, cariño...

PEQUEÑAS SEDICIONES, Javier Vela

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JAVIER VELA, Pequeñas sediciones, Menoscuarto, Palencia, 2017, 64 páginas.
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ANTES DEL FIN DEL MUNDO

   Un meteorito había colisionado contra el planeta Tierra sin  el  menor  estrépito.  Un  par  de  horas  más  tarde,  sin embargo,  todos  los  noticiarios  profetizaban  el  apocalipsis. Miles de botiquines de primeros auxilios fueron ávidamente  dispensados.  El  precio  del  petróleo  marcó cifras  insólitas.  Ana  pidió  permiso  en  el  trabajo  para pasar más tiempo con sus hijos. Stefan y su novio se besaron como si se tratase de la última, de la primera vez. La gente comenzó a salir de casa con un raro calambre de entusiasmo.  A  veces  sonreían.  A  veces  simplemente  se sentaban sobre un palmo de césped y esperaban a la salida del sol. Lo que llamamos mundo, lejos de extinguirse, giró sobre sí mismo con renovado ímpetu. El meteorito nunca apareció.

HAIKUGRAFÍAS, José Antonio González & Juan Carlos Valdovinos

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JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ & JUAN CARLOS VALDOVINOS, HaikuGrafías, Shinden, Barcelona, 2010, 110 páginas.

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Este proyecto, que se inspira en el haiga («combinación de poema breve —haiku— y pintura —ga—en un solo cuadro») presenta además los poemas en inglés, catalán y japonés: las fotografías de Valdovinos dialogan con los poemas de González.
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No quiere
que le abracen el cuerpo,
sino su mismo llanto.

EL PORDIOSERO Y DIOS, León Leiva Gallardo

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LEÓN LEIVA GALLARDO, El pordiosero y Dios, MediaIsla, Kingwood, 2017, 154 páginas.
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EL PORDIOSERO Y DIOS
¿Qué buscan los viajeros del mundo?
¿Acaso son dioses venidos a menos, convertidos,
disfrazados de príncipes o de pordioseros?

   Se dice que por esos pueblos olvidados a las faldas de los montes itálicos, habitados de etruscos, latinos y romanos, se dice, a modo de leyenda ejemplar, y se cuenta, una de las tantas e inquietantes anécdotas que disvarían las cuitas de los dioses venidos a menos. Que una vez Júpiter, aburrido de ser dios, aburrido de la ambrosía y de la lira de Orfeo, en fin, aburrido de la magnificencia del poder divino, el Capitolino mismo, decidió viajar al mundo de los hombres. Sólo que, para evitar que lo descubrieran y para conocer bien el mundanal oficio de los mortales, recurrió a transformarse en pordiosero. 
   Deambuló Júpiter entonces por el mundo de los vivos pidiendo agua, un bocado, un mendrugo de compasión. El venido a menos no logró respuesta alguna de las gentes pudientes, ya que éstas ni siquiera aparecían en su descomedido camino. De las gentes medianas apenas no medianamente desbocado. Entonces, siguió caminando el pordiosero, alejándose del poblado y atravesando sus límites. Hasta que una tarde lerda y soporosa, después de mendigar tanto y de poner a tanto humano en prueba, llegó, ya cansado, casi desahuciado, a una humilde casa de las fueranías. La sombra del dios se acercó al umbral de la austeridad. Así fue cómo las entonces convertidas y huesudas protuberancias de su puño tocaron, por primera vez, el portón de la miseria. 
recibió un
   Primero no hubo respuesta. El pordiosero adoptó postura y no lo dudo más, tocó de nuevo con lo que le quedaba de fuerza, pues un ave agorera volaba avisándole que ya había llegado al punto de la inanidad. Aún no hubo respuesta. Entonces comenzó a dudar de todo, incluso hasta de su propia divinidad. El venido a menos decidió darse por vencido. Pero justo cuando iba a dar el primer paso hacia el lugar de los abismos, notó que la enmohecida aldaba de la puerta se abría lentamente, detenida un tanto por el peso del tiempo. A su encuentro salió una pareja de ancianos. 
   Los labios secos del pordiosero lograron despedir las palabras. Les pidió agua y un pedazo de pan. Los ancianos lo quedaron viendo y lograron reconocer el sufrimiento en su mirada. Lo hicieron pasar y le dieron lo último que les quedaba de comer y beber. Al verlo tan debilitado, también le cedieron su propio lecho, para que aquel hombre solitario recobrara las ganas de vivir. Los ancianos lo velaron en vida, anticipando de esa manera la dificil recuperación. Es decir, le ofrendaron el único poder divino que tiene un hombre o una mujer. Le ofrendaron amor. 
   Al día siguiente el desconocido, ya algo repuesto, les confesó el secreto que casi lo había derrotado, y en recompensa por aquel acto de nobleza, les dijo que habría de concederles un deseo. Lo que ellos pidieran se les concedería. 
   La humana y comprobada nobleza de los ancianos respondió por ellos. Lo único que deseaban era nunca separarse, siempre estar juntos. Querían estar juntos aún después de la muerte. Entonces, Júpiter, después de hablar en estricta privacidad con cada uno de ellos, les concedió ese único deseo. Pero con una inquebrantable condición. Si uno de ellos llegaba a revelar el secreto de la intervención divina a otra persona, e inclusive a identificarlo entre ellos mismos, no sólo dejarían de estar juntos y se separarían para siempre, sino que aquel que lo revelara se iba a convertir en Olvido y el otro, por el mero hecho de saberlo, quedaría solo en la forma de Esperanza. 
   En su largo viaje de regreso al lugar de los dioses, Júpiter pensó, casi en voz alta, y cayó en cuenta de que había visto dos caras que, sin ser exclusivas, alumbraban al hombre y a la mujer. Conoció la soledad y el amor. 
   Las dos máscaras, pensó Júpiter, de la manera en que los dioses se explican las cosas, las dos máscaras ocupan el mismo rincón del alma. La soledad es la máscara de un dios venido a menos, el amor es la máscara del mortal que llega a ser semidiós. Entre estas dos máscaras, como el limbo entre el infierno y el paraíso, se encuentra la necesidad, la gran prueba con que el destino somete a todos los seres humanos. La misma necesidad que llevó a los ancianos al destierro del desposeído, donde conocieron, también, dos versiones de la nobleza. 
Ninguno de los dos ancianos reveló lo que no se debía revelar, lo del pordiosero y el dios. Esto a sabiendas de que al hacerlo les hubiese procurado el caritas de los adivinadores. Años después, cuando los ancianos Baucis y Filemón llegaron a sus últimos esfuerzos de vida, se tomaron de la mano y se fueron a los campos donde ahora se pueden divisar joviales, robustos y sempiternamente juntos en la forma del tilo y la encina. También se dice que su humilde cabaña quedó transformada en templo, ante cuya puerta quedaron ellos convertidos: Filemón en encina, el árbol sagrado de Júpiter. Baucis en tilo, como seña de tierna fidelidad. 
   De esta manera, de hechura joviana, también nace la ensombrecida persona de la doble máscara: el olvido y la esperanza. La sombra que acecha a aquéllos que traicionan el secreto que les revela el Amor, el único dios menor que, a veces, viaja a poner a prueba a algunas escogidas almas. 
   En cuanto al pueblo ingrato que una vez existió en la antigua Frigia, y no dio hospedaje al desolado viajero, por completo desapareció bajo las aguas iracundas del Júpiter vengativo. Pues sus habitantes ignoraban que hubiese también un dios de los viajeros, un dios de los forasteros quienes tarde o temprano se ven en la necesidad de pedir alojamiento. 

DEL HECHO AL DICHO, Gregorio Doval

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GREGORIO DOVAL, Del hecho al dicho, Ediciones del Prado, Madrid, 1995, 424 páginas.

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Doval recoge aquí alrededor de dos mil quinientas frases hechas, dichos, modismos, locuciones, frases célebres y expresiones proverbiales.  
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LAS COSAS CLARAS Y EL CHOCOLATE ESPESO

Frase  proverbial  con  que  se  expresa  que  es  conveniente  u  obligado  llamar  a  las cosas por su nombre y no utilizar subterfugios, circunloquios o eufemismos, consejo muy en  la  línea  del conocido  refrán Al pan, pan; y al vino, vino. Pero ¿de qué proviene  concretamente  el  dicho? Veamos.  Cuando  el  monje  español  fray  Aguilar envió las primeras muestras de cacao a su congregación del Monasterio de Piedra y sus colegas cistercienses y de la rama reformada de la Trapa lo dieron a conocer en toda España, el nuevo producto no gustó, sobre todo por su sabor amargo y acre, lo que limitó su uso al terreno estrictamente medicinal, utilizándose como tonificante. Pero cuando, por una de esas casualidades que producen los grandes avances de la humanidad —y este del chocolate, sin duda, lo es—, a unas monjas del convento de Guajaca se les ocurrió añadir azúcar al preparado original de cacao que tomaban los indígenas  americanos,  entonces,  ese  nuevo  producto, el  chocolate,  causó  furor,  ya de  modo  irreversible,  primero  en  España  y  después  en  toda Europa.  En  aquellos primeros  tiempos  “chocolateros”,  mientras  la  Iglesia  debatía  si  esta  nueva bebida rompía o no el ayuno pascual, el pueblo consumidor —como siempre, más cercano a la realidad—,  debatió  largamente  sobre  cuál  era  la  mejor  manera  de  tomarlo: espeso o claro. Para unos, el chocolate se había de tomar muy puro de cacao, y por tanto  preferían  el  chocolate  espeso o socomusco; los otros, se decantaban por consumirlo claro, con poco cacao. Poco a poco, los primeros fueron imponiendo su criterio; de hecho, en Europa se llamó chocolate a la española al espeso y desleído en agua, y a la francesa, al claro y diluido en leche. Conseguido el triunfo definitivo por los partidarios del chocolate espeso e impuesto su consumo generalizado, surgió y se popularizó la frase que aquí se comenta.

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COMO PEDRO POR SU CASA

Con entera libertad o llaneza, sin miramiento alguno. Dícese cuando alguien entra o se mete de este modo en alguna parte, sin título o razón para ello. Esta  frase  comparativa  parece  derivar  de  la  expresión  más  antigua Entrarse  como Pedro  por  Huesca,  que  hace  alusión  a  la  toma  de  esta  ciudad  por  el  rey  aragonés Pedro I (h 1068-1104) en 1094. No obstante, el origen de la frase bien podría ser mucho más sencillo y Pedro podría ser solamente un nombre muy corriente elegido casi al azar para significar la irrelevancia del protagonista de este comportamiento.

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DECÍAMOS AYER

Frase ya proverbial con la que se da a entender que no tiene importancia el tiempo transcurrido entre dos hechos o acontecimientos que ha de ser entendido como una leve interrupción. Se trata de una famosa frase pronunciada por Fray Luis de León (1527-1591) al comenzar su lección en su cátedra salmantina después de los cuatro años  de  encierro  que  sufrió  en  los  calabozos  de  la  Inquisición de  Valladolid,  por haber traducido El Cantar de los Cantares directamente del hebreo sin pasar por la Vulgata  y  sin  autorización  de  sus  superiores.  El  hecho  ocurrió  el  26  de  enero  de 1577, cuando  Fray  Luis  de  León  se  hacía  cargo  de  la  cátedra  de  Escritura  que  le había  concedido el  claustro  de  la  Universidad  de  Salamanca,  al  rechazar  él  la  que anteriormente había ocupado. La primera mención escrita de la frase es tardía, pues se halla en la obra Monasticum augustinianum (Munich, 1623), de Nicolás Crusenio, aunque  se  considera  que  debió  pervivir  en  la  memoria oral  hasta  entonces.  No obstante, hay dudas sobre la veracidad de la anécdota o al menos sobre la exactitud de  la  frase,  habiendo  quien  opina  que  lo  que  realmente  dijo  no  fue: «Dicebamus hesterna die», “Decíamos ayer”, sino «Dicebamus externa die», es decir, “Decíamos tiempo atrás”. casi al azar para significar la irrelevancia del protagonista de este comportamiento.

CUENTOS, Fernando Pessoa

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FERNANDO PESSOA, Cuentos, Páginas de espuma, Madrid, 2016, 520 páginas.

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En la Introducción (pp. XI-LX) Manuel Moya, traductor y editor, dice de los relatos de Pessoa: «A veces [...] sus cuentos se convierten en pesadas disquisiciones y arduas clasificaciones con las que trata de ordenar una realidad huidiza y paradójica a la que él se agarra, como haría un náufrago, para no ser arrastrado por su propia marea interior».
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CASCADA

   Cualquier cría sabe que la muñeca no es real, pero la trata como real hasta llorarla e incluso se enfada cuando se rompe. El arte del niño es el de irrealizar. ¡Bendita esa edad equivocada de la vida, cuando se niega el amor al no haber todavía sexo, cuando se niega la realidad por un juego, tomando por reales cosas que no lo son!
   Que yo me vuelva niño y así me quede para siempre, sin que me importen el valor que los hombres dan a las cosas ni las relaciones que los hombres establecen entre ellas. Cuando era pequeño, ponía muchas veces los soldados de plomo con las piernas hacia arriba... ¿Existe algún argumento, con forma lógica de convencerme, que me demuestre que los soldados reales no debieran andar cabeza abajo?
   El niño no da más valor al oro que al vidrio y en verdad, ¿acaso el oro vale más? El niño encuentra oscuramente absurdas las pasiones, las rabias, los recelos que ve estampados en el gesto de los adultos, pero ¿acaso no son vanos y absurdos todos nuestros recelos y todos nuestros odios y todos nuestros amores?
   ¡Oh divina y absurda intuición infantil! ¡Visión verdadera de las cosas que nosotros vestimos de convencionalismos en toda su desnudez, y nos abrumamos por nuestras ideas de mirarlas directamente!
   ¿Será Dios un niño grande? ¿No parece el Universo entero un juego, una travesura de un niño inquieto? Tan irreal [...], tan […].
   Os lancé, riendo, esta idea al aire y ved cómo al verla distante de mí, de repente, veo lo horrorosa que es (quién sabe si no encerrará la verdad). Y cae y se rompe a mis pies con un polvo de horror y astillas de misterio.
   Un gran e incierto hastío gorgotea equivocadamente frío en el oído, por las cascadas, colmenar abajo, allá en el fondo estúpido del jardín.

HISTORIA DEL ARTE. RELATOS PARA NIÑOS, Michael Bird

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MICHAEL BIRD, Historia del arte. Relatos para niños, Blume, Barcelona, 2016, 336 páginas.

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«Esta historia empieza en una cueva, situada en Alemania, hace 40.000 años, y termina junto a una farola en Beijing, en 2014». En Parte de la magia (pp. 8-9) Bird reivindica la necesidad de la extrañeza que suscita el arte en el espectador como un acicate para desear seguir dialogando con el arte con la finalidad de hallarse a sí mismo.
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LA NOCHE ESTRELLADA DE VINCENT

   La enfermera golpea suavemente la puerta y dice: 
  —Hora de ira dormir, señor Van Gogh.
  —Un momento —contesta él—. Estoy terminando una carta para mi hermano. —Y se escuchan las pisadas de la enfermera, que se aleja.
  En otra habitación, uno de los pacientes grita y golpea la puerta. El sanatorio mental puede llegar a ser un lugar con mucho ruido, y Vincent van Gogh necesita paz. ¡Paz! Al menos tiene sus pinturas para ocuparse. Y tanto los médicos como las enfermeras son amables. Le animan a que pinte. Van Gogh tiene la sensación de que la pintura es una de las cosas que le ayudarán a mantener la cordura.
  Suelta su pluma. ¡Tiene tanto sueño! Hoy se ha despertado antes del amanecer. Salió de la cama y se dirigió hacia la ventana. Allí estaba el ciprés con su enorme sombra, la luna bien alta y el cielo repleto de estrellas. El viento soplaba de las montañas. El ciprés se doblaba a causa del viento, se volvía a enderezar, y volvía a doblarse, como si estuviera vivo. En el cielo flotaban pequeñas nubecillas. ¿Qué le impedía llegar hasta las estrellas? Mientras miraba hacia arriba, Van Gogh se sentía más cerca de las estrellas que de los tablones de madera de su dormitorio. Se sentía más cerca del pasado que del presente. Y abajo... ¿estaba ahí la pequeña iglesia de su vieja casa de los Países Bajos? No, imposible. Estaba en Francia. Esto es hoy y ahora. Las estrellas daban vueltas en su cabeza, como si fueran pensamientos.
  —¡Vaya caos he hecho de mi vida! —afirma Van Gogh—. Tengo 36 años, vivo en un sanatorio mental y pinto obras que no quiere nadie. Un lío detrás de otro.
  Su primer empleo consistió en trabajar para un marchante de arte, hasta que lo despidieron. A continuación se convirtió en predicador y donó todas sus pertenencias a los pobres. Volvió a ser despedido. Finalmente, hace solo unos cuantos años, se le ocurrió que estaba destinado a ser ¡un artista!
  Le preocupaba saber si algún día llegaría a ser un buen pintor. Tenía que aprender tantas cosas. Sin embargo, el mejor lugar para aprender era, sin lugar a dudas, París. ¡Debía ir allí! Para empezar, Van Gogh había pintado en tonos marrones, grises y verde oscuro, como si nunca brillara el sol y nadie se sintiera feliz. En París se dio cuenta de que no podía continuar por ese camino. Los vivos colores impresionistas alegraron su espíritu. Y Seurat: a Van Gogh le encantaban sus pinturas. Los colores provocan sentimientos, de modo que, si ordenaba los colores de un modo determinado, podría causar ciertos sentimientos en las personas: alegría, tranquilidad, esperanza... Estudió con cuidado el método de Seurat.
  La emoción de París le resultaba apabullante: conocer artistas, descubrir nuevos tipos de arte, trabajar duro, pasar el rato en las cafeterías. Van Gogh soñaba con el éxito, pero cuando se miraba al espejo, se encontraba con el reflejo de un artista desaliñado y pobre. París no estaba funcionando. Debía continuar su camino.
  Van Gogh se sentía fascinado con los grabados japoneses que había visto en las tiendas y las galerías. Los artistas japoneses como Hokusai mostraban escenas cotidianas en tonos vivos y profundos. Si pudiera viajar a Japón! Pero no tenía dinero para hacerlo. El siguiente mejor lugar para ir, decidió Van Gogh, era el sur de Francia. Así pues, en febrero de 1888 tomó el tren hacia Arlés.
  Primavera. Verano. En la vieja población de Arlés florecían los huertos de cerezos. Van Gogh dibujaba y pintaba todo el día, en el campo.
  Trabajaba con rapidez, no con pequeños toques de color como Seurat, sino de un modo mucho más impulsivo. Era así como se sentía ante los campos de girasoles, con sus largos y fuertes tallos y sus cabezas florales de un ardiente tono amarillo. Sin paciencia, pero ¡increíblemente emocionado! Cuando uno se hallaba frente a frente con un girasol, la intensidad de su amarillo era... ¡Ah! No había palabras para ello, pero él intentaría pintarlo.
  En ocasiones Van Gogh echaba de menos la compañía de otros pintores. Invitó a Paul Gauguin, otro artista pobre que había conocido en París, para que se reuniera con él en Arlés. Así pues, arregló su sencilla habitación colgando de las paredes sus pinturas de girasoles para recibir a Gauguin con una fanfarria de amarillos. ¿Y entonces? Ambos artistas trabajarían codo con codo, motivándose mutuamente.
  Las cosas funcionaron bien durante un tiempo. Pero Gauguin era un hombre difícil y orgulloso, no el amigo ideal para Van Gogh. Empezaron a entrar en amargas discusiones. Una noche de invierno, tras una pelea especialmente violenta, Van Gogh estaba tan enfadado que se cortó parte de una oreja. «¡Voy a salir de aquí!», pensó Gauguin. Y recogió sus cosas.
  Solo de nuevo, Van Gogh tuvo miedo de lo que podría ocurrir. Para estar seguro, solicitó la admisión en un sanatorio mental. Sí, sería lo mejor. Los médicos le echarían un ojo...
  Van Gogh se siente demasiado cansado como para acabar de escribir la carta. Intentaba describir el modo en que se sentía esta mañana, bajo las estrellas. Pero las palabras no son capaces de describirlo. No. Mañana lo pintará. Pintará la noche estrellada.