LEÓN LEIVA GALLARDO,
El pordiosero y Dios, MediaIsla, Kingwood, 2017, 154 páginas.
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EL PORDIOSERO Y DIOS
¿Qué buscan los viajeros del mundo?
¿Acaso son dioses venidos a menos, convertidos,
disfrazados de príncipes o de pordioseros?
Se dice que por esos pueblos olvidados a las faldas de los montes itálicos, habitados de etruscos, latinos y romanos, se dice, a modo de leyenda ejemplar, y se cuenta, una de las tantas e inquietantes anécdotas que disvarían las cuitas de los dioses venidos a menos. Que una vez Júpiter, aburrido de ser dios, aburrido de la ambrosía y de la lira de Orfeo, en fin, aburrido de la magnificencia del poder divino, el Capitolino mismo, decidió viajar al mundo de los hombres. Sólo que, para evitar que lo descubrieran y para conocer bien el mundanal oficio de los mortales, recurrió a transformarse en pordiosero.
Deambuló Júpiter entonces por el mundo de los vivos pidiendo agua, un bocado, un mendrugo de compasión. El venido a menos no logró respuesta alguna de las gentes pudientes, ya que éstas ni siquiera aparecían en su descomedido camino. De las gentes medianas apenas no medianamente desbocado. Entonces, siguió caminando el pordiosero, alejándose del poblado y atravesando sus límites. Hasta que una tarde lerda y soporosa, después de mendigar tanto y de poner a tanto humano en prueba, llegó, ya cansado, casi desahuciado, a una humilde casa de las fueranías. La sombra del dios se acercó al umbral de la austeridad. Así fue cómo las entonces convertidas y huesudas protuberancias de su puño tocaron, por primera vez, el portón de la miseria.
recibió un
Primero no hubo respuesta. El pordiosero adoptó postura y no lo dudo más, tocó de nuevo con lo que le quedaba de fuerza, pues un ave agorera volaba avisándole que ya había llegado al punto de la inanidad. Aún no hubo respuesta. Entonces comenzó a dudar de todo, incluso hasta de su propia divinidad. El venido a menos decidió darse por vencido. Pero justo cuando iba a dar el primer paso hacia el lugar de los abismos, notó que la enmohecida aldaba de la puerta se abría lentamente, detenida un tanto por el peso del tiempo. A su encuentro salió una pareja de ancianos.
Los labios secos del pordiosero lograron despedir las palabras. Les pidió agua y un pedazo de pan. Los ancianos lo quedaron viendo y lograron reconocer el sufrimiento en su mirada. Lo hicieron pasar y le dieron lo último que les quedaba de comer y beber. Al verlo tan debilitado, también le cedieron su propio lecho, para que aquel hombre solitario recobrara las ganas de vivir. Los ancianos lo velaron en vida, anticipando de esa manera la dificil recuperación. Es decir, le ofrendaron el único poder divino que tiene un hombre o una mujer. Le ofrendaron amor.
Al día siguiente el desconocido, ya algo repuesto, les confesó el secreto que casi lo había derrotado, y en recompensa por aquel acto de nobleza, les dijo que habría de concederles un deseo. Lo que ellos pidieran se les concedería.
La humana y comprobada nobleza de los ancianos respondió por ellos. Lo único que deseaban era nunca separarse, siempre estar juntos. Querían estar juntos aún después de la muerte. Entonces, Júpiter, después de hablar en estricta privacidad con cada uno de ellos, les concedió ese único deseo. Pero con una inquebrantable condición. Si uno de ellos llegaba a revelar el secreto de la intervención divina a otra persona, e inclusive a identificarlo entre ellos mismos, no sólo dejarían de estar juntos y se separarían para siempre, sino que aquel que lo revelara se iba a convertir en Olvido y el otro, por el mero hecho de saberlo, quedaría solo en la forma de Esperanza.
En su largo viaje de regreso al lugar de los dioses, Júpiter pensó, casi en voz alta, y cayó en cuenta de que había visto dos caras que, sin ser exclusivas, alumbraban al hombre y a la mujer. Conoció la soledad y el amor.
Las dos máscaras, pensó Júpiter, de la manera en que los dioses se explican las cosas, las dos máscaras ocupan el mismo rincón del alma. La soledad es la máscara de un dios venido a menos, el amor es la máscara del mortal que llega a ser semidiós. Entre estas dos máscaras, como el limbo entre el infierno y el paraíso, se encuentra la necesidad, la gran prueba con que el destino somete a todos los seres humanos. La misma necesidad que llevó a los ancianos al destierro del desposeído, donde conocieron, también, dos versiones de la nobleza.
Ninguno de los dos ancianos reveló lo que no se debía revelar, lo del pordiosero y el dios. Esto a sabiendas de que al hacerlo les hubiese procurado el caritas de los adivinadores. Años después, cuando los ancianos Baucis y Filemón llegaron a sus últimos esfuerzos de vida, se tomaron de la mano y se fueron a los campos donde ahora se pueden divisar joviales, robustos y sempiternamente juntos en la forma del tilo y la encina. También se dice que su humilde cabaña quedó transformada en templo, ante cuya puerta quedaron ellos convertidos: Filemón en encina, el árbol sagrado de Júpiter. Baucis en tilo, como seña de tierna fidelidad.
De esta manera, de hechura joviana, también nace la ensombrecida persona de la doble máscara: el olvido y la esperanza. La sombra que acecha a aquéllos que traicionan el secreto que les revela el Amor, el único dios menor que, a veces, viaja a poner a prueba a algunas escogidas almas.
En cuanto al pueblo ingrato que una vez existió en la antigua Frigia, y no dio hospedaje al desolado viajero, por completo desapareció bajo las aguas iracundas del Júpiter vengativo. Pues sus habitantes ignoraban que hubiese también un dios de los viajeros, un dios de los forasteros quienes tarde o temprano se ven en la necesidad de pedir alojamiento.