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Mediante episodios narrados a modo de breves pinceladas, Roger Wolfe compone un agradable lienzo a partir de los recuerdos de su infancia en Alicante, en las décadas de 1960 y 1970.
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ALAS DE MARIPOSA
Una mañana de verano, cuando aún vivíamos en la urbanización Niza, mi padre entró muy temprano en nuestra habitación y nos despertó.
—Venga, levantaros. Vuestra madre ya está preparándose.
Fuera gorjeaban los pájaros, escurriéndose con inquietos revuelos de plumas agitadas entre las hojas de los árboles. Tímidos haces de ingrávida luz, tiritantes como alas de mariposa, se filtraban por las rendijas de las persianas de madera. El silencio era tan profundo que uno no se atrevía a alzar la voz.
—¿Qué pasa? —susurramos.
No estábamos asustados. Era imposible que nada raro sucediera en una mañana así. Y además mi padre iba enfundado en una chaqueta de playa, reversible, de tela de cuadros por un lado y de felpa naranja por el otro, que era el que llevaba vuelto hacia fuera en ese momento. Iba en bañador, y calzaba zapatos de trapo, de suela de cordel, sin calcetines.
—Nada. Vamos a desayunar.
Mis padres estaban gozosos esa mañana. No hablaban, pero en sus gestos y ademanes había una dicha muda y tranquila, profundamente terapéutica, que irradiaba contagiosa serenidad. Era una de esas infrecuentes ocasiones en que se diría que todas las piezas del mundo encajan por volición propia, sin el más mínimo roce ni estridencias, fluyendo en suave armonía predeterminada, y todo parece gobernado espontáneamente por la gracia.
El desayuno resultó especialmente suculento: grandes rebanadas de pan tostado con mantequilla, espolvoreadas de canela, y enormes tazones de leche con chocolate en polvo. En la cocina ya empezaba a notarse algo de calor, tocado aún de suave y traslúcido frescor matinal.
Bajamos por las escaleras dando mal reprimidos botes de alegría contenida, con los bañadores ya puestos bajo los faldones de la camisa, cargando cada cual con alguno de los diversos elementos de nuestra más bien exigua parafernalia playera: la sombrilla y las toallas, un par de sillas plegables, y una bolsa de la compra, de lona listada de rayas rojas y azules, que contenía sabrosos bocadillos de jamón, de queso con tomate y de huevo cocido y picado, mezclado con mayonesa (y que si por nosotros hubiera sido, y a pesar de que acabábamos de desayunar, hubiéramos devorado allí mismo sin pensárnoslo dos veces).
Nos montamos todos en el 4L y salimos de la urbanización. Mi padre conducía con su chaqueta de felpa naranja y unas gafas de sol de las de entonces, de ésas que parecían gafas ordinarias pero llevaban los cristales ahumados. Junto a él iba mi madre, con las rodillas ligeramente ladeadas en su asiento y las manos serenamente recogidas en el regazo, mirando a su alrededor con vagas sonrisas apenas esbozadas y una expresión de íntima satisfacción. De vez en cuando se volvía hacia nosotros y la sonrisa le afloraba más intensamente en el rostro, recorriéndole el semblante con una leve ondulación de intensa felicidad.
—¡Cuidado con esa pequeña! —nos decía.
La pequeña era mi hermana menor, que debía de ir sujeta entre los brazos de mi hermano.
La mayor iba contemplando el mundo por la ventanilla, con ensimismado gesto ausente que de pronto se mudó en sorpresa:
—¡Mirad! ¡Un burro en ese campo!
—¡Sí! ¡Es verdad! —dijo riéndose mi madre—. ¡Nos está mirando! Debe de estar preguntando que a dónde vamos tan temprano.
—¿Y por qué lo tienen ahí? —pregunté yo, tras descorrer una de las hojas deslizables de la ventanilla para ver mejor al animal.
—Pues ahí es donde duerme —me respondió mi madre. Ahora en verano está más fresco. Será de los gitanos que andan recogiendo cartones.
El burro se quedó mirándonos un momento, con tristes ojos fijos de quien ya lo ha visto todo, y luego se alejó dando mansos pasos entre los matojos y agitando indolentemente la cola.
En el cruce nos desviamos a la izquierda y cogimos la general de Valencia. En la fachada lateral del modesto bloque de pisos del otro lado de la carretera, el anuncio de Cafés Jurado resplandecía con fulgores dorados, reflejando de lleno los primeros rayos del sol.
Aquella mágica mañana es una de las que más nítidamente recuerdo de mi más remota infancia; regresa una y otra vez al álbum virtual de mi memoria, disolviendo las décadas como quien hace estallar una pompa de jabón, y cada vez que vuelve es como si hubiera tenido lugar ayer.
El resto del día, que pasamos excepcionalmente en Benidorm, no lo recuerdo, salvo por otra fulgurante instantánea, panorámica esta vez, en que nos veo a todos en la playa de Levante de la localidad, sentados en la arena, mientras mi padre, que está de pie, gira la cabeza al cielo y se deja despeinar por un golpe de viento, quién sabe si siguiendo el vuelo de un lejano avión por las alturas.
Misteriosos e insondables enigmas del tiempo.