TOMMASO LANDOLFI, Invenciones, Siruela, Madrid, 1991, 414 páginas.
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LA MALETA
El muchacho fue confiado a un joven tío y, durante un tiempo, mientras se buscaba un alojamiento conveniente, los dos se conformaron con dormir en la misma habitación (de alquiler, y que era la habitación de soltero del tío). Por la mañana salían juntos para dirigirse el uno a la escuela y el otro a la oficina. Se citaban en algún sitio para comer y volvían a separarse, y, finalmente, volvían a encontrarse para la cena y el sueño.
Cuando se quedaba solo en aquellas largas y gélidas tardes, el muchacho, en primer lugar, hacía sus deberes escolares y luego escribía poesías carduccianas en las que ponían gran cuidado en escindir las preposiciones articuladas y en mostrar una cierta suficiencia hacia algunas reverendas autoridades pero en las que también, a veces, transmitía algo de sus genuinas, inermes melancolías (y entonces la pluma parecía moverse por su propia virtud y la lengua se depuraba mágicamente). Por último, cuando la sombra se espesaba en la habitación y la lámpara empañada no lograba ponerla en fuga del todo, ya no hacía nada más. Miraba inmóvil el rectángulo de cielo cada vez más sombrío, se dejaba invadir por el frío y, con todo y con eso, de vez en cuando su frente ardía y sudaba. Vagaba en un extravío sin límites y, sin embargo, aquel mismo cielo sombrío tenía el poder de hacerle imaginar destinos radiantes, prodigiosas aventuras, misterios nunca resueltos y, por tanto, eternamente provocadores y halagüeños…
Resumiendo, el muchacho había alcanzado la edad de las ansiedades y de las languideces que, por otra parte, aún no se concentraban ni fijaban en ningún objeto visible. Naturalmente, en sus fantasías y melancolías el lugar de honor estaba reservado a las figuritas femeninas vistas, entrevistas, rozadas en la escuela o por la calle. Pero de ello a una completa clarificación y justificación de sentimientos tan inseguros y hasta desconocidos el paso era largo, por lo que se quedaba turbado e impotente, ávido y desilusionado.
¿O tal vez su tío habría debido proporcionarle una clave? Éste era un guapo joven moreno y de pelo rizado, seguro de sí, por lo menos en apariencia. Cuando iban juntos por la calle el muchacho acostumbraba a defenderse de la tramontana caminando detrás de su robusta persona, de cuya física protección se podía solicitar o esperar ayuda en las actuales volcar la plenitud de su ánimo cuanto la búsqueda de sí mismo y del cauce que habría de dar a sus propias y tumultuosas facultades. Búsqueda que, por otra parte —era lícito pensarlo y el muchacho lo pensó—, no podía no resultar favorecida por estas recientes adquisiciones o logros de la consciencia.
No fue así: la ciencia, o consciencia, se reveló singularmente severa, no sólo para la paz del corazón sino también para la posibilidad misma de reconocerse en alguna criatura o cosa. Y, tal vez, sea efecto inevitable: si una imagen suprema resplandece dentro de nosotros, ¿podríamos resignarnos a una pálida falsificación?
El muchacho creció, envejeció y su búsqueda no dio fruto. Hasta que debió convencerse de que aquella lejana revelación había al mismo tiempo inaugurado la verdadera y gran melancolía, en la que, perdidos, y en una causa perdida, estamos obligados a hacernos pasar por los demás para atribuirles sentimientos definidos o vivificantes. Que al menos ellos, los homúnculos de la pesadilla, del terror y de la delirante fantasía, obtengan algún beneficio de ello.