ANIMALIA, José Antonio Mesa Toré & Antonio Lafarque (editores)

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LORENZO SAVAL, Animalia, Litoral, Málaga, 2005, nº 240,

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Asienta Lorenzo Saval su Editorial (pp. 4-5) en dos ideas: "El animal es la parte más misteriosa de la naturaleza y tiene vestigios en el arte que se remontan a la era glacial". En nuestra infancia amábamos a las mascotas "porque representaban el animal que teníamos dentro". José Antonio Mesa Toré y Antonio Lafarque son los responsables de la selección de textos e imágenes que conforman otro bello número de una de las mejores revistas literarias publicadas en España.
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LOS PERROS EN LA NOCHE DE AGOSTO

Ladran los perros en la noche de agosto
y los árboles están quietos, ni una hoja se mueve.
Ladran los perros y un perdido pasado también ladra
o maldice o reclama la visión del amanecer.
Es el verano, agosto ardiente, el hielo derritiéndose en el vaso,
polvo y moscas, frenazos, sirenas de ambulancias.
Los perros ladran, tal vez pregunten
el porqué de esta noche, de esta historia,
ignoran que el tiempo repite
sos inútiles lamentos, que el silencio
adivina otro silencio, otra sombra, la sombra.

Juan Luis Panero

 Rufino Tamayo

EN TIERRAS BAJAS, Herta Müller

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HERTA MÜLLER, En tierras bajas, Siruela, Madrid, 2009, 184 páginas.

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Juan José del Solar traduce para Siruela este libro publicado originalmente en 1984. A excepción del que da título a la colección (alrededor de cien páginas), los catorce cuentos restantes son breves. 
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LOS BARRENDEROS

   La ciudad está impregnada de vacío.
   Un coche me atropella los ojos con sus faros.
   El conductor maldice porque no se me ve en la oscuridad.
   Los barrenderos están de servicio.
  Barren las bombillas, barren las calles fuera de las ciudades, barren el vivir de las viviendas, me barren las ideas de la cabeza, me barren de una pierna a otra, me barren los pasos al andar.
  Los barrenderos me envían luego sus escobas, sus magras escobas saltarinas. Los zapatos se me alejan taconeando.
  Y camino detrás de mí, caigo fuera de mí, por sobre el borde de mis pensamientos.
  A mi lado ladra el parque. Las lechuzas se comen los besos que han quedado en los bancos. Las lechuzas ni me miran. En la maleza se acurrucan los sueños cansados, hartos de trajinar.
  Las escobas me barren la espalda porque me apoyo demasiado contra la noche.
  Los barrenderos hacen un montón con las estrellas, las barren en sus palas y las vacían en el canal.
  Un barrendero le dice algo a otro barrendero, que se lo dice a otro y éste también a otro.
  De pronto los barrenderos de todas las calles hablan a la vez. Yo paso por entre sus gritos, por entre la espuma de sus voces, me quiebro, me precipito al abismo de los significados.
  Camino a grandes pasos. Me quedo sin piernas al caminar.
  El camino ha sido barrido.
  Las escobas me caen encima.
  Todo da un vuelco.
  La ciudad va por el campo a la deriva, hacia algún punto.

NO PASA NADA SI A MÍ NO ME PASA NADA, Luis Felipe Comendador

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LUIS FELIPE COMENDADOR, No pasa nada si a mí no me pasa nada, Delirio, Salamanca, 2008, 128 páginas.
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El cielo de un poeta es su silencio. El infierno, la palabra.
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El triunfo es la tristeza de mañana.
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La realidad es una forma de ficción tangible.
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Amar es agotarse de mirar aquello que amas.
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El arte, como la vida, es solo una dimensión de lo imprevisto.
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Cuando un hombre dice «soy», quiere decir «parezco».
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Cuando aprendí a mover mi sombra con soltura, llegó la oscuridad.
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A veces es mejor no saber contestar que no querer contestar.

COSAS DEL CAMINO, Mario Conde

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MARIO CONDE, Cosas del Camino, Nous, Córdoba, 2009, 194 páginas.

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En la Introducción (pp. 11-22) el propio autor explica el origen de esta colección de reflexiones que están acompañadas por imágenes cósmicas de la Nasa Oficial Website.
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El hombre inferior no inventó a Dios para que le salvara, sino para disponer de un gran culpable.
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La mera idea de la muerte y, sobre todo, la percepción de su proximidad, provocan terremotos insoportables de angustia en la espiritualidades que sólo habitan en la epidermis.
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¿La velocidad de la luz? La oscuridad es más rápida: ya estaba en la salida y en la llegada antes de que la luz comenzara a moverse.
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Amar la música es descubrir los instantes de silencio que habitan entre las notas.
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Comprender la esencia del sufrimiento es la verdadera fuente de la alegría.
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Miré por una diminuta rendija al interior de la casa de la Muerte; vi una esplendorosa vida.

NOCTUNARIO, Thomas Ligotti

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THOMAS LIGOTTI, Noctuario, Valdemar, Madrid, 2012, 240 páginas.

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Abre el libro Paseos en la oscuridad. Un atisbo al horror según Ligotti (pp. 9-18), el prólogo escrito por Jesús Palacios en el que se puede leer: "Si Poe creó el horror psicológico y Lovecraft el cósmico, Ligotti, [...] ha creado el horror ontológico". En Cuaderno de la noche, la tercera sección de esta antología, predominan las narraciones breves.  
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OTOÑAL



   Cuando el paisaje muere, descendiendo fragrante hasta la tierra, sólo nosotros nos alzamos. Después de que la luz y el calor hayan desaparecido del mundo, cuando todos sufren melancolía junto a la tumba de la naturaleza, sólo nosotros regresamos para hacerles compañía. Esta es la estación en la que renacemos. El suave susurro de los árboles de verano se ha transformado en un seco chirrido en el gélido viento, y sentimos un hormigueo en nuestros oídos mientras yacemos en las oscuras profundidades de nuestros lechos. Hojas secas arañan nuestras puertas, llamándonos para que salgamos de nuestros solitarios hogares.
   Vamos atontados a la deriva alejándonos de las sombras: acomodados en el olvido, no disfrutamos especialmente de que nos saquen al abrasador aire para la distracción de algún desconocido y travieso creador, un bromista cósmico, maestro de los trucos. Pero puede que haya una vieja granja donde campos en otro tiempo abundantes y perfectamente arados, ahora se extienden en barbecho y abandonados por todo a excepción de unas cuantas cañas desgreñadas. Somos testigos de la escena y, con lo que nos queda de nuestros labios, sonreímos. Bajo una afilada luna guadaña, ahora ansiamos saciarnos.
  No odiamos a los vivos, o al menos no más que la noche odia al día; como ellos, se nos ha asignado una tarea que debemos realizar lo mejor que podemos. Por muy asqueados que nos sintamos, somos irremediablemente supersticiosos acerca de rehuir ciertas obligaciones, y es que hay algunas obligaciones que ni tan siquiera la fuerza de un letargo póstumo puede eludir.
   Así pues, las noches en las que una lluvia gélida gotea de los aleros, cuando todas las barreras de luz y exuberancia caen, nuestras imágenes aparecen para acechar y atormentar. Siluetas marchitas en las entradas, bultos agazapados en rincones, formas descarnadas en sótanos y áticos... ¡repentinamente encendidos por un relámpago! O quizás iluminados por la llama pasajera de una vela, o el suave fulgor azul de la luz de la luna. Pero no se produce realmente ninguna conmoción, ninguna sorpresa. Los desafortunados testigos de nuestra demente verdad ya están medio idiotizados por la aterradora espera. Nuestro horror es esperado, dadas las antinaturales propensiones de la estación del año.
   Cuando el mundo se torna gris de camino al blanco, todos los corazones vivos nos invocan con su miedo, y si las circunstancias son favorables respondemos. Nos llevamos a tantos como podemos a la tumba con nosotros, porque esa es nuestra tarea. Nuestro ciclo inconsciente va a destiempo de las estaciones de la naturaleza: nosotros vamos por nuestro propio camino, divagaciones de materia que ansían acabar con la farsa de todas las estaciones, naturales o sobrenaturales.
   Y siempre soñamos con el día en el que todos los fuegos del verano se apagan, cuando todo el mundo, como una hoja marchita, se hunde en la fría tierra de un mundo sin sol, y cuando incluso los colores del otoño se marchitan por última vez, disolviéndose en la desolada blancura de un invierno eterno.

INCREÍBLE, PERO CIERTO, Sebastián Maspóns

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SEBASTIÁN MASPONS, Increíble, pero cierto, Libros Cúpula, Barcelona, 2010, 192 páginas.

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Maspons recoge en esta antología noticias que desatan la hilaridad o el estupor del lector.
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“DETENGAN EL AVIÓN, VIBRADOR A BORDO”

Miami. Los controles de seguridad aérea en Estados Unidos están provocando estragos. En Florida, la pasa­jera Renee Koutsouradis ha demandado a la aerolínea Delta por humillarla haciéndole sacar un vibrador de su maleta. Cuando el avión estaba listo para despegar, la tripulación la levantó de su asiento para que les ex­plicara qué era lo que se movía sin parar dentro de su equipaje. Ante sus evasivas respuestas, la hicieron ba­jar a la pista temiendo que se tratara de una bomba, y cuando finalmente abrió la bolsa y sacó su juguete sexual algunos empleados de Delta soltaron una enor­me carcajada. Koutsouradis, de treinta y seis años, aduce que la única razón para hacerle mostrar el vi­brador más de un minuto a la vista de todos los pasa­jeros no era inspeccionarlo, sino avergonzarla. Dice que el incidente le ha provocado «graves daños psico­lógicos» por los que pide una indemnización de 15.000 dólares. La portavoz de Delta, Katie Connell, afirma que ellos estaban cumpliendo con su obligación. «Si algo se mueve en una maleta, nuestro deber es investigar».

FUENTE: El País, 29/07/2002

POR QUÉ ESCRIBO, Féliz Romeo

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FÉLIX ROMEO, Por qué escribo, Xordica, Zaragoza, 2013, 336 páginas.

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Ismael Grasa y Eva Puyó editan una selección de artículos del escritor tristemente fallecido en 2011.
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CARVER: MATRIMONIOS Y MANICOMIOS
 
   He sentido una doble tristeza al leer Principiantes. La primera tristeza, cuando pensaba, y lo pensé durante toda la lectura, que Raymond Carver (1939-1988), a sus 42 años, la misma edad que tengo yo ahora, había renunciado a publicar su obra tal como la había escrito y había cedido a los deseos de su editor Gordon Lish, que había amputado sus relatos nota­blemente... y que, de hecho, los había vuelto «carverianos». La segunda tristeza, cuando me di cuenta de que los relatos tal y como los «veía» Gordon Lish eran mejores que como los «veía» Carver.
   Estas tristezas, lo reconozco, son muy particulares, y a quien se acerque al libro le darán igual, pero no dejan de ser relevantes, porque Raymond Carver fue un escritor muy importante para mí. Creo que fue el primer escritor que leí siendo ya otra cosa que un adolescente más o menos apasio­nado por la literatura.
   Ha habido otras sensaciones durante la lectura, alejadas ya de los sentimientos. Principiantes, un título, por cierto, también mucho peor que De qué hablamos cuando hablamos de amor, es un libro profundamente moral... y no quiero decir de una moral profunda, porque es una moral rudimen­taria, sino cuyo objetivo es la redención del lector: que se dé cuenta de que lleva el mal camino y opte por el bueno. El buen camino consiste en dejar la bebida, querer a tu familia y a tus amigos, no engañar a nadie, cumplir con la ley, tener un buen trabajo... No exagero si digo que estos cuentos, llenos de borrachos que queman casas, que atropellan ancianos, que apalean a sus mujeres, responden al famoso programa de rein­serción personal y social de los «doce pasos» de Alcohólicos Anónimos, elaborado con la tramoya de la fe.
   Y estoy seguro, porque el propio Carver lo deja caer en uno de los relatos, que muchas de estas historias, o muchas partes de estas historias, fueron escuchadas en sus sesiones de recuperación en Alcohólicos Anónimos. En «¿Dónde está todo el mundo?», escribe: «Jamás contaba estas cosas en Al­cohólicos Anónimos. Nunca abría mucho la boca. Lo que hacía era “pasar”, como lo llamaban ellos. Cuando te llegaba el turno de hablar decías «esta noche paso, gracias”. Pero atendía y sacudía la cabeza y reía ante las terribles historias que oía».
   Esas líneas encierran la poética de su escritura. Y es lo que hace el lector: atender y sacudir la cabeza y reírse con las terribles historias que Carver cuenta. Sí, muchos de los cuentos son de terror. No hay diablos ni zombis, solo traba­jadores con una vida sentimental y familiar destrozada, pero los cuentos dan miedo de verdad.
   Creo que cuando leí por primera vez, hace veintidós años, De qué hablamos cuando hablamos de amor, el cuento que más me aterrorizó fue el de la tarta de cumpleaños, titulado entonces «El baño» y ahora en la versión original restaurada «Algo sencillo y bueno», uno de los que llevó al cine Robert Altman en Short cuts: un pastelero acosa telefónicamente a una familia que no ha ido a recoger la tarta de cumpleaños que ha encargado... porque está ocupada atendiendo a su hijo, hospitalizado porque ha sido atropellado. Lo cierto es que ese relato no se parece en nada a lo que yo recordaba y se trata, realmente, de un cuento epifánico, en el que se vislumbra la posibilidad de una vida después de la muerte. En el programa de rehabilitación moral de Carver esa redención está presente en la mayoría de los cuentos, y es lo deseable. A veces llega por la comida, como en «El baño»; en otras, por la oración; en otras, por la petición de perdón después de la confesión, como en «La aventura», en la que un padre que abandonó a esposa y su hijo se reencuentran brevemente; en otras, como en «Tanta agua tan cerca de casa», el relato en que unos pesca­dores encuentran el cadáver de una niña flotando en el agua no hacen nada hasta que terminan sus jornadas de pesca, por una figura que se asemeja, simbólicamernte, al chivo expiato­rio incompleto... y en otras, como en la brutal violación de «Diles a las mujeres que nos vamos», nos damos cuenta de que la redención no es posible.
   En 1988 no había leído a Gordon Lish (1934), aunque sabía de él porque mi fanatismo por Carver era enorme, pero ahora ya sí. Perú (Periférica), una novela que escribió cuando trabajaba como editor para Carver, muestra cómo entendía él la literatura: con una densidad moral que está en las antípodas del blanconegrismo de Carver. No es raro que, en algunas ocasiones, tachara más del setenta por ciento del contenido de los cuentos. Hace tiempo que el Raymond Carver que prefiero, aunque vuelvo pocas veces a él, es el de sus poemas. La literatura que hay en ellos ha renunciado a la monserga y es menos elemental, más emocionante.

DIOS NOS COJA CONFESADOS, Chumy Chúmez

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CHUMY CHÚMEZ, Dios nos coja confesados, Grupo Unido, Madrid, 1996, 112 páginas.

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Dividido en tres secciones (Aforismos, Relatos breves y Relatos más breves todavía) este libro dedicado a Lichtenberg, está ilustrado por el propio humorista, José María González Castrillo: Chumy Chúmez. 
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Injusticia social. Mientras unos tienen magníficos panteones hay millones de desheredados que no se han muerto todavía.
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A la madre del hombre invisible la tomaron por histérica cuando dijo que estaba dando a luz un niño.
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Al crear el purgatorio Dios inventó el peaje.
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Lo bué, si bre, dos ve bué.
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El hambre es el pan de los pobres.
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Los asesinos siempre vuelven al lugar del crimen. Los asesinados mucho menos.
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Las líneas paralelas con el tiempo también acaban dándose bofetadas.
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La economía es el arte de repartir la riqueza equitativamente entre los ricos y la pobreza equitativamente entre los pobre.

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NO ES BUENO RECORDAR A LOS SERES QUERIDOS MUERTOS

   Se quedó solo. frente a la chimenea, pensando en todos los momentos que había pasado junto a su esposa. Las pequeñas discusiones y las grandes: los momentos en que ella se agitaba en la cama para recordarle que debía dejar de leer y cumplir el débito conyugal; el noviazgo, la boda, la luna de miel, los seis meses que habían vivido juntos y también su muerte.
   Este último recuerdo fue el más vivo. Se le iluminaron los ojos, atizó el fuego que languidecía junto a sus pies, se levantó, fue al jardín, cogió una pala y con cuidado desenterró la cabeza de la muerta.
   Luego le pegó una bofetada y volvió al salón a ensimismarse de nuevo con sus pensamientos.

AL FONDO SE ESCUCHA EL RUMOR DEL OCÉANO, Guillermo Samperio

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GUILLERMO SAMPERIO, Al fondo se escucha el rumor del océano, Trama / Ediciones de Educación y Cultura, México, 2013.

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AL FONDO SE ESCUCHA EL RUMOR DEL OCÉANO

   Ella va atravesando la bruma. Supone que si alguien pudiera distinguirla en este vaho sombrío, diría que entre la estopa de bruma va pasando una viuda. Su lentitud atendería menos a las dificultades de abrirse paso en el velamen neblinoso por el que se interna vestida con sólo su suéter delgado de hace años, el amarillo. Los jeans que compró en la tienda de remates de ropa usada. Los tenis guindas de su último marido.
   Esta pausa apesadumbrada más bien podría atribuirse a los costales de basura que aún sostengo por tantos años de errores repetidos. Los tres hombres en mi vida han sido un eco del anterior y sus hijos, siempre dos varones, iguales a ellos. Nada más espejos del eco.
   La amargura se desfiguró años atrás. Si hay algo más fuerte que la amargura, también me la bebería como lo hice con las barcazas de whisky que me tomé. Botella a botella con los Daniels y Billies que pasaron por mi cuerpo como un viento arremolinado de ecos. El primero se ahorcó en la cárcel, otro —quien me regaló la .38— está ingresado en el manicomio del puerto. Al último lo acabo de matar a balazos. No recuerdo ya el motivo del altercado. Pero un día cualquiera lo iban a matar. Cuando lleguen a casa, si llegan, ninguno de sus dos hijos podrá reconocerle la cara. Casi no le quedó cabeza. Si estuviera vivo seguro que no me reclamaría nada. Lo conozco muy bien.
   Pero no me quejo, creo que nací para acostarme con esos hijos de puta que nadie quiere, ni sus madres ni los hospitales. Al ahorcado lo corrieron del hospital todavía en la congestión alcohólica. Acoso sexual a dos enfermeras fue lo que me dijeron cuando los policías le desataban del pescuezo el cinturón. Soy, en rigor, como me gritaba mi padre, una nómada de los colchones hogareños donde he hecho el juego de vivir una vida decente. Como las de mis vecinas que no me dirigen la palabra hace no sé cuánto tiempo. Y luego otro juego de vida decente, de un eco a otro. Aunque parí seis hijos de perra, soy desierto.
   Poco a poco se va atenuando la bruma. Al fondo hay luces rojas y azules. Cuando la mujer del delgado suéter amarillo deja atrás el último hilacho de niebla, advierte con claridad letras en azul y rojo. Mira hacia la enorme lata de Budweiser que gira en la azotea del paradero. Llega hasta la puerta de dos hojas, empuja una y entra. Sus ojos se hacen rendijas ante las luces desproporcionadas del sitio. Camina por un pasillo que ha recorrido un centenar de veces. Con clara habilidad, la mujer toma con una mano dos botellas de whisky. Regresa sobre sus pasos hasta donde está el hombre que lee un diario, acodado sobre el mostrador y levanta la cabeza. Con la otra mano, la mujer saca la .38 y apunta a la frente del hombre, quien se acomoda los lentecillos con el dedo índice.
   —Éstas me las llevo, Richie —dice ella—, por todo lo que has ganado conmigo.
   —Está bien, Evelyn —dice Richie—; te las has ganado a pulso, sí señor.
   La mujer de pelo rubio entrecano va hacia la salida.
   —Evelyn —escucha a sus espaldas—: llévate esta caja de cartuchos. No vaya a ser que los necesites. No puedes ir por la bruma con un arma vacía.
   Evelyn empuja con el codo una de las hojas de la puerta. Al fondo de la oscuridad escucha el rumor del océano.

CON EL MÁS PEQUEÑO Y EL MÁS IMPERCEPTIBLE DE LOS CUERPOS, Barbara Cassin

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BARBARA CASSIN, Con el más pequeño y el más imperceptible de los cuerpos, La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2009, 112 páginas.

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La Bestia Equilátera publica estos trece relatos traducidos por Vera Waksman.
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EL NOMBRE DE UN PADRE
A los alfabetos
 
   La pregunta soñada junto con mi padre es saber en qué lengua y con qué alfabeto se escribe su nombre sobre la tumba. Ahora bien, evidentemente, esta vaci­lación no debería haberse producido jamás.
   Un nombre propio es un nombre propio, idéntico a sí, singular, que identifica en los siglos de los siglos. Grosso modo, para eso está, con la secuencia tradicional de los tres nombres —subraye el nombre habitual—, que inscriben la genealogía.
   Con la diferencia de que nosotros hicimos lo que nos dio la gana desde hace ya mucho tiempo, pues el protocolo de apelación es claramente tan insufi­ciente como un matrimonio por conveniencia. A tal punto que ponemos en práctica simultáneamente la invención del nombre (sometido por otra parte a las estadísticas y revelador de moda) y el número de identificación nacional, seguridad social, índices, con­fiando a los números el cuidado de hacer imposible la homonimia. Los números para compensar el defecto de las lenguas. Pero ningún individuo surgió nunca de un número, tatuado o no.
   Sin embargo, qué magnífico conjunto el de un nom­bre propio y unos números que operan sobre una nim­ba. Todos nos hemos detenido —,¿usted no?— a leer lentamente un nombre y un apellido (o, y se siente la diferencia, un apellido y un nombre), y las dos fechas sobre la piedra, cifras que dicen mucho, hablan a la vez de una época y de una edad (después de todo, mi sexo, mi fecha de nacimiento y mi lugar de nacimiento no están menos legiblemente inscriptos en mi código de barras de la seguridad social, pero de una manera tan escandalosa —2 es una mujer— y que respira tan poco que se resiste a pasar al significante —¿soñarme Google delante de 2 47 10, etc.?). Es tan tierno evocar el nom­bre sobre la piedra para dejar aparecer la imagen, la idea eidôlon, el verdadero fantasma de la persona descono­cida que nos encontramos como a la Magdalena de la lamparilla, la Magdalena que velaba ha venido, joven, a encontrar a Char junto al fuego.
   Evidentemente, está el hecho de que mi padre cambió de nombre. Es su hazaña, una de sus hazañas, el haber cambiado la C por G y haber agregado el eau [agua] para transformar su documento de identi­dad, para pasar de Cassin a Gassineau, de judío a fran­chute (aunque después de todo, ¿Gassinot?, sospecho que el patronímico Gassineau existe bastante poco, un francés por alemán, quizá...). Y que cada uno de sus nombres lo descubra como otro hombre, Joseph, Léon, Pierre o Étienne, Marie, André o Victor, Hyppolite, Clément, Samuel, Arthur, Julien, a diferencia de, diría, Laure, Sylvie, Barbara, que presentan una unidad de intención simplemente inmersa en otros contextos (bárbara, blablabla, con todo, la misa femenina se dice con esas a que nunca son más que el neutro plural). Solo Helena sigue siendo Helena, conquistadora de hombres, conquistadora de ciudades, conquistadora de navíos, cautivadora cautivante, solo queda “Helena” con su nom­bre más cosa que la cosa.
   Sea lo que fuere de Joseph Gassineau, de Léon y de Pierre Cassin, la cuestión no es saber cómo se lla­ma, sino cómo se escribe. Quiero decir: ¿en qué alfa­beto? Es el sueño que recuerdo, escandalizada y per­pleja: ¿cuál es/será la escritura elegida para su tumba? ¿Quién habrá de elegir? ¿Y silo enterramos allí o allá también, con un engaño en una u otra tumba? La he visto en sueños, esa otra tumba desértica, administra­da por su nueva mujer. Argelina digna y rapaz, abuela joven de muchos hijos y que supo de una buena vez ganarse el matrimonio, muerta un día ella también, desaparecida; esa otra tumba con un nombre en una letra que yo no sabía leer, el nombre de mi padre que yo no podía descifrar. De una escandalosa tristeza.
   De modo que ya no quería acordarme sino de las palabras, las que uno prepara en sí desde siempre y que a veces entrega a los hombres, a los hombres amados, y por eso mismo taciturnos. Taciturnos: que no digan nunca lo suficiente es el encuadre que ios hace amar; ¿queda algo por decir? Él sollozaba en la pieza de al lado, mi antigua habitación llena de mugre y de depó­sitos, en mi cama de soltera a la izquierda de la puerta. Una camita de una plaza. El hospital lo había devuelto a su casa para morir. Después de afeitarle la barba, lo oía gritar de rabia en el teléfono mal colgado, oía decir desde la otra punta de Francia a las dos enfermeras que ese viejo era insoportable y que iban a calmarlo.
   Desde el salón donde estábamos todos, oía sollozar, lo oía sollozar solo. Mi hermana es, o ha sido, médica. Ella me respondió que no podía sentir dolor con lo que le estaban dando, que sollozaba de qué, de miedo. Comprendí, porque lo conocía, hasta qué punto ful­minante ella tenía razón, hasta qué punto eso era su muerte. Sollozaba de miedo, con total valentía, como hombre que estaba ante la muerte. Entonces, sin rui­do, volví a mi cama de soltera. Me recosté junto a él, delgado y bello en sus huesos, lo tomé en mis brazos, acostada a lo largo, y le hablé al oído, bastante fuerte como para que las palabras estuvieran en la habitación. Me presenté (soy yo, Baba, que te quiere). No puedes sentir dolor, te quejas pero es de miedo. Pero no debes tener miedo. Ya no tienes miedo porque yo estoy aquí y te quiero. Te acompaño, te acompaño hasta el final. Tengo muchas cosas para decirte. Quién eres y quién has sido para mí cuando era pequeña, y para mi madre, tu mujer, que todavía te ve por mis ojos.
   Lo tenía en mis brazos como corresponde cuando la muerte se acerca, como el ángel Bruno Ganz con las alas de hierro blanco sostiene al ciclista que se muere sobre la calzada. Para que pueda volver toda la vida del que está ocupado en morirse, todo lo triste y lo dulce de su vida, de la vida magnífica que coima y que basta con dos o tres cositas, cosas puras. La quintaesencia precisa de los recuerdos puestos en palabras que se in­ventan a medida que transcurren, la totalidad de lo que ha sido, lo que es, lo poco de lo que será, reunido en palabras que se suceden instante tras instante, con todo el espacio entre las palabras y el tiempo o la eter­nidad enteros entre palabra y palabra.
   Lo digo tanto por ti como por mí. Cómo me lleva­bas a buscar maravillas, fósiles en las Vaches Noires, esos acantilados de tiza y de arcilla por encima de Houlgate, como habré llevado, futuro anterior, a mis hijos antes de que ellos me llevaran a buscar los champiñones y los espárragos, o las pinturas murales de los Koi-San en las grandes tierras de Sudáfrica. El placer de buscar encontrar, cazador-recolector aborigen del primer ce­rebro que coima a todos los otros hasta el último grado de la evolución satisfecha por la intuición de experticia y la sensación de ciencia. Y después. Y después patinar contigo, me empujabas como a María Antonieta en el Collar de la reina en un sillón con patines que acaba­bas de fabricar allí mismo aquel año en que el lago del bosque de Boulogne se había helado en el fondo; una mañana de domingo de invento solar ubicado bajo la huella de la felicidad. Y después. Y después el primer teatro, un pequeño teatrito de porquería donde un cliente concedía las localidades, rojo y dorado como un libro de la condesa de Ségur; con Fernand Ray­naud envuelto en el telón, tras una interpretación a todo trapo, en un intervalo de boulevard con vahiné la vahiné con falda de paja que no podía hablar de tan­to que se reía, y yo que había rodado bajo ci asiento muerta de la risa. Y después. Y después cuando me enseñaste griego, es decir, cuando recorrías todo París en auto para encontrar la traducción de la versión que me habían dado, para que al fin los dos pudiéramos comenzar a comprender algo con inteligencia y di­simulo. La libertad a través de los pequeños toques. El tiempo no quiere decir nada, los días pasan, una palabra, una mirada, condensa todo en un instante. Lo sabemos, creemos que olvidamos, pero está en nuestro poder: detener el mundo, meter el infinito en un marco minúsculo y un cálculo ajustado, inven­tar con el tiempo como inventamos con las palabras, escrupulosamente.
   Escrupulosamente, locamente escrupuloso, como tú, piedra tras piedra.
 

EL SOL DE MEDIANOCHE, Miguel Catalán

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MIGUEL CATALÁN, El sol de medianoche. 111 paradojas, Edicions de Ponent, Alicante, 2001, 112 páginas.

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No podrás hacer trampas si antes no aprendes a jugar.
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En contra, o encontrar.
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El recuerdo del bien es un reflejo. El recuerdo del mal, una mancha.
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No es lo mismo hablar solo que hablar consigo mismo. Pero tampoco conviene confiarse.
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Esas ocasiones en que cuando olvido un nombre no pienso que la culpa sea mía, sino de la cosa nombrada.
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Hace poco acepté esa creencia tan extendida de que no conviene hacerse demasiadas ilusiones. Ahora sólo me hace falta acertar con la dosis.

LA ÚLTIMA CANCIÓN DE MAGGIE ALCÁZAR, Lilian Elphick

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LILIAN ELPHICK, La última canción de Maggie Alcázar, Mosquito, Santiago de Chile, 1990, 68 páginas.

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PÁRPADOS AZULES

   Hoy Marta lo mira más despacio, como queriendo averiguar algún sudor retrasado en la comisura de los labios. Al bajar la vista descubre un camino de hormigas cerca de la cabeza y luego vuelve a mirarlo de lleno. Nota cambios en la cara. Se ve más negra, es cierto; ayer los párpados estaban azules, quizás de tanto ver estrellas. Hasta que Marta los cerró con la yema de los dedos, presionándolos un poco para intentar nuevamente revivir esos ojos de felino solitario.
   —Soy un hombre solo y el desierto me gusta —le dijo un día, antes de que se mudaran a vivir a la mina abandonada.
   Y a ella le da miedo tomar la pala y comenzar a hacer el hoyo. No tiene fuerza para hundirla en esa tierra resquebrajada que aún sigue caliente debajo del cuerpo de su hombre. «Tierra muerta —piensa Marta—; siempre lo estuvo, y nosotros aquí naufragando desde el principio. Hundidos, como si el sol nos hubiese cargado con piedras.
   Por eso le da miedo cavar, no está segura, quizás él duerma solamente, aunque ponga su oído en el pecho y lo huela intenso a mar o a conchales, y le sienta un reventar de olas cerca del estómago.
   Allí estarían lejos del mundo. Nadie los molestaría, y el cuchicheo de las vecinas se tornaría en viento, el viento de la tarde que azota la piel y el alma, le escuchó decir. Ahora ya no habla, pero Marta le adivina el ulular que se desprende de su boca. «Déjame aquí, mujer, no hagas nada, déjame…» Ella no entiende, cómo no hacer nada sino espantar moscas y lagartijas insolentes; habrá que cavar antes de que oscurezca y llegue la noche desfigurándolo más aún, para que duerma tranquilo sin el brillo anémico de la luna arrastrándose por sus venas; habrá que cavar profundo hasta encontrar el agua que lo despierte y le despelleje el mal sueño. «Dios mío, reza Marta, dame fuerzas, que ya llevo dos días tratando de enterrarlo y él no me deja. ¿No oyes lo que me dice?». Sin embargo, Marta sigue de rodillas junto al hombre, inmóvil como una estatua desamparada, sintiendo sus pechos insomnes latir y latir al acordarse de que sólo hace una semana retozaba con él cerca de un cactus ciego.
   «¿Ves ese cerro blanco?; ahí mismo está la mina. La veta no se ha agotado como piensan los demás. Aprenderé rápido y tú me ayudarás», le decía entusiasmado. Eso y otras cosas le decía antes de que todo estallara y le dejara ese remedo de hombre, ese cuerpo sangrante que ya no buscaría más vetas que las de su recuerdo.
   Ahora el sol se esconde detrás del mismo cerro y Marta tiene frío. Mañana lo hará, hable o no. Casi sin cambiar de posición se acuesta al lado de él, respirando de a poco para no robarle más aire, sin importarle su carne que cambia de color ni los jugos que chorrean sus piernas dinamitadas; sin espantar a la soledad, Marta se duerme con la mano del hombre puesta entre sus pechos.

PARA LEERTE MEJOR, Juan Armando Epple

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JUAN ARMANDO EPPLE, Para leerte mejor, Mosquito, Santiago de Chile, 2010, 82 páginas.

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MURMULLOS DEL CORAZÓN

   Al principio pensó que era una arritmia, y pidió una cita con el cardiólogo.
   Este lo hizo caminar por una escala móvil, luego le midió los latidos y el pulso.
   —La verdad es que se escucha algo raro, le dijo. Necesitamos otro examen.
   Lo pusieron en el nuevo scanner que había llegado de Estados Unidos, capaz de detectar las variaciones más imperceptibles del corazón.
   El scanner pudo registrar unos murmullos en desorden, algunas risas, el final de una frase, larga amistad, un quejido que se confundía con una puerta giratoria.


HAIKÚ, Martha Riva Palacio Obón

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MARTHA RIVA PALACIO OBÓN, Haikú. Todo cabe en un poema si lo sabes acomodar… sólo es cuestión de imaginación, Ediciones El Naranjo, México D.F., 2007, 40 páginas.

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Para acercar al público infantil la forma poética del haiku, la autora sigue un atractivo procedimiento: cada poema se presenta acompañado, en tamaño de letra grande y colores llamativos, de su palabra clave o kigo escrita en japonés. Con ello se intenta que los jóvenes lectores, a partir de su mirada hacia estos caracteres exóticos, puedan reconstruir, amplificar, jugar con las palabras de la propia composición. "El reto es descubrir qué guarda cada haikú", afirma Martha Riva Palacio en las primeras páginas; sin embargo, el desafío no se agota en la lectura: al final del volumen, un glosario de términos japoneses escritos en kanji se erige como punto de partida para que la simbiosis entre palabra e imagen también pueda trasladarse a un horizonte de creación.

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La lluvia cae.
Un trueno, un silencio...
la gente corre.


99 FÁBULAS FANTÁSTICAS, Ambrose Bierce

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AMBROSE BIERCE, 99 fábulas fantásticas, Libros del Zorro Rojo, Madrid, 2010, 112 páginas.
 
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Marcial Souto selecciona y traduce. Carlos Nine ilustra. El resultado: otro bellísimo libro del magnífico Zorro Rojo. 
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LA VIUDA DEVOTA

   Una Viuda que lloraba ante la tumba de su esposo fue abordada por un Atractivo Caballero que, de la manera más respetuosa, le aseguró que, durante mucho tiempo, había abri­gado hacia ella los más tiernos sentimientos.
   —¡Miserable! —exclamó la Viuda—. ¡Aléjese de mí! ¿Le parece un momento propicio para hablarme de amor?
   —Le aseguro, señora, que no era mi intención revelarle mis actos —explicó el Atractivo Caballero—, pero la fuerza de su belleza ha vencido mi discreción.
   —Tendría que yerme cuando no lloro —dijo la Viuda.


VERDE COMO EL HIELO, Pedro Sánchez Negreira

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PEDRO SÁNCHEZ NEGREIRA, Verde como el Hielo, Zaera Silvar, A Coruña, 2013, 200 páginas.

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La suerte del editor: inaugurar su colección dedicada al microrrelato, Lenguas de ornitorrinco, con Verde como el Hielo. La suerte del escritor novel: encontrar el abrigo y el mimo de Pablo Zaera Silvar. La suerte del lector: paladear lentamente estos ciento trece sugerentes relatos, acompasados por las ilustraciones de Dictinio de Castillo-Elejabeytia Gómez.
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RITUALES DE DESCONFIANZA

   Cada noche, cuando ella llega a casa del trabajo y se encierra en el baño a desmaquillarse, yo husmeo en su móvil. Anali­zo su historial de llamadas —recibidas, realizadas y perdidas—, mensajes de texto —recibidos y enviados— y chats del WhatsApp. Luego, mientras preparo la cena y finjo que no la veo, ella abre mis cuentas de correo electrónico y revisa —uno a uno— mi correspondencia de ese día; lo mismo que haré yo en cuanto ella se duerma. Antes de eso, a lo largo de la jornada, ambos nos habremos colado en las cuentas de Facebook, Goo­gle+ y Twitter del otro y siempre descubriremos una razón por la que enfadarnos que no podremos confesar. Por eso, cuando por la noche nos encontramos en la habitación, es el latir de ese fervor penitencial —en el que los dos sabemos que el otro sabe que sospechamos— el que nos lleva a besarnos como dispután­donos las bocas, el que nos empuja a mordernos, a arañarnos y a estrecharnos como en un acto de despedida, el que la lleva a gritarme «Te odio, cabrón» cada vez que un orgasmo la sacu­de. Luego llega la paz. Fumamos un cigarrillo, tumbados en la cama, mientras hablamos y nos reímos de nuestros miedos y son esas carcajadas las que delatan su certeza de que yo nunca le seré infiel. Entonces me da un beso tierno —el único del día— antes de desearme las buenas noches y ese es el momento en el que yo —tras acariciarle su pelo y susurrarle «ahora vuelvo, mi amor»— me levanto y voy a espiar su correo electrónico.