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EL NOMBRE DE
UN PADRE
A los alfabetos
La pregunta soñada junto con mi padre es saber en qué lengua y con qué
alfabeto se escribe su nombre sobre la tumba. Ahora bien, evidentemente, esta
vacilación no debería haberse producido jamás.
Un nombre propio es un nombre propio, idéntico a sí, singular, que
identifica en los siglos de los siglos. Grosso modo, para eso está, con
la secuencia tradicional de los tres nombres —subraye el nombre habitual—, que
inscriben la genealogía.
Con la diferencia de que nosotros hicimos lo que nos dio la gana desde
hace ya mucho tiempo, pues el protocolo de apelación es claramente tan insuficiente
como un matrimonio por conveniencia. A tal punto que ponemos en práctica
simultáneamente la invención del nombre (sometido por otra parte a las
estadísticas y revelador de moda) y el número de identificación nacional, seguridad social,
índices, confiando a los números el cuidado de hacer imposible la homonimia.
Los números para compensar el defecto de las lenguas. Pero ningún individuo
surgió nunca de un número, tatuado o no.
Sin embargo, qué
magnífico conjunto el de un nombre propio y unos números que operan sobre una
nimba. Todos nos hemos detenido —,¿usted no?— a leer lentamente un nombre y un
apellido (o, y se siente la diferencia, un apellido y un nombre), y las dos
fechas sobre la piedra, cifras que dicen mucho, hablan a la vez de una época y
de una edad (después de todo, mi sexo, mi fecha de nacimiento y mi lugar de
nacimiento no están menos legiblemente inscriptos en mi código de barras de la
seguridad social, pero de una manera tan escandalosa —2 es una mujer— y que
respira tan poco que se resiste a pasar al significante —¿soñarme Google
delante de 2 47 10, etc.?). Es tan tierno evocar el nombre sobre la piedra
para dejar aparecer la imagen, la idea eidôlon, el verdadero fantasma de
la persona desconocida que nos encontramos como a la Magdalena de la
lamparilla, la Magdalena que velaba ha venido, joven, a encontrar a Char junto
al fuego.
Evidentemente,
está el hecho de que mi padre cambió de nombre. Es su hazaña, una de sus
hazañas, el haber cambiado la C por G y haber agregado el eau [agua] para transformar su documento
de identidad, para pasar de Cassin a Gassineau, de judío a franchute (aunque
después de todo, ¿Gassinot?, sospecho que el patronímico Gassineau existe
bastante poco, un francés por alemán, quizá...). Y que cada uno de sus nombres
lo descubra como otro hombre, Joseph, Léon, Pierre o Étienne, Marie, André o
Victor, Hyppolite, Clément, Samuel, Arthur, Julien, a diferencia de, diría, Laure,
Sylvie, Barbara, que presentan una unidad de intención simplemente inmersa en
otros contextos (bárbara, blablabla, con todo, la misa femenina se dice con
esas a que nunca son más que el neutro plural). Solo Helena sigue siendo Helena, conquistadora de
hombres, conquistadora de ciudades, conquistadora de navíos, cautivadora
cautivante, solo queda “Helena” con su nombre más cosa que la cosa.
Sea lo que fuere
de Joseph Gassineau, de Léon y de Pierre Cassin, la cuestión no es saber cómo
se llama, sino cómo se escribe. Quiero decir: ¿en qué alfabeto? Es el sueño
que recuerdo, escandalizada y perpleja: ¿cuál es/será la escritura elegida
para su tumba? ¿Quién habrá de elegir? ¿Y silo enterramos allí o allá también,
con un engaño en una u otra tumba? La he visto en sueños, esa otra tumba
desértica, administrada por su nueva mujer. Argelina digna y rapaz, abuela
joven de muchos hijos y que supo de una buena vez ganarse el
matrimonio, muerta un día ella también, desaparecida; esa otra tumba con un
nombre en una letra que yo no sabía leer, el nombre de mi padre que yo no podía
descifrar. De una escandalosa tristeza.
De modo que ya no
quería acordarme sino de las palabras, las que uno prepara en sí desde siempre
y que a veces entrega a los hombres, a los hombres amados, y por eso mismo
taciturnos. Taciturnos: que no digan nunca lo suficiente es el encuadre que ios
hace amar; ¿queda algo por decir? Él sollozaba en la pieza de al lado, mi
antigua habitación llena de mugre y de depósitos, en mi cama de soltera a la
izquierda de la puerta. Una camita de una plaza. El hospital lo había devuelto
a su casa para morir. Después de afeitarle la barba, lo oía gritar de rabia en
el teléfono mal colgado, oía decir desde la otra punta de Francia a las dos
enfermeras que ese viejo era insoportable y que iban a calmarlo.
Desde el salón
donde estábamos todos, oía sollozar, lo oía sollozar solo. Mi hermana es, o ha
sido, médica. Ella me respondió que no podía sentir dolor con lo que le estaban
dando, que sollozaba de qué, de miedo. Comprendí, porque lo conocía, hasta qué
punto fulminante ella tenía razón, hasta qué punto eso era su muerte.
Sollozaba de miedo, con total valentía, como hombre que estaba ante la muerte.
Entonces, sin ruido, volví a mi cama de soltera. Me recosté junto a él, delgado y bello en
sus huesos, lo tomé en mis brazos, acostada a lo largo, y le hablé al oído,
bastante fuerte como para que las palabras estuvieran en la habitación. Me
presenté (soy yo, Baba, que te quiere). No puedes sentir dolor, te quejas pero
es de miedo. Pero no debes tener miedo. Ya no tienes miedo porque yo estoy aquí
y te quiero. Te acompaño, te acompaño hasta el final. Tengo muchas cosas para
decirte. Quién eres y quién has sido para mí cuando era pequeña, y para mi
madre, tu mujer, que todavía te ve por mis ojos.
Lo tenía en mis
brazos como corresponde cuando la muerte se acerca, como el ángel Bruno Ganz
con las alas de hierro blanco sostiene al ciclista que se muere sobre la
calzada. Para que pueda volver toda la vida del que está ocupado en morirse,
todo lo triste y lo dulce de su vida, de la vida magnífica que coima y que
basta con dos o tres cositas, cosas puras. La quintaesencia precisa de los
recuerdos puestos en palabras que se inventan a medida que transcurren, la
totalidad de lo que ha sido, lo que es, lo poco de lo que será, reunido en
palabras que se suceden instante tras instante, con todo el espacio entre las
palabras y el tiempo o la eternidad enteros entre palabra y palabra.
Lo digo tanto por ti como por mí. Cómo me llevabas a
buscar maravillas, fósiles en las Vaches Noires, esos acantilados de tiza y de
arcilla por encima de Houlgate, como habré
llevado, futuro anterior, a mis hijos antes de que ellos me llevaran a buscar
los champiñones y los espárragos, o las pinturas murales de los Koi-San en las
grandes tierras de Sudáfrica. El placer de buscar encontrar, cazador-recolector
aborigen del primer cerebro que coima a todos los otros hasta el último grado
de la evolución satisfecha por la intuición de experticia y la sensación de
ciencia. Y después. Y después patinar contigo, me empujabas como a María
Antonieta en el Collar de la reina en un sillón con patines que acababas
de fabricar allí mismo aquel año en que el lago del bosque de Boulogne se había
helado en el fondo; una mañana de domingo de invento solar ubicado bajo la
huella de la felicidad. Y después. Y después el primer teatro, un pequeño
teatrito de porquería donde un cliente concedía las localidades, rojo y dorado
como un libro de la condesa de Ségur; con Fernand Raynaud envuelto en el
telón, tras una interpretación a todo trapo, en un intervalo de boulevard con vahiné
la vahiné con falda de paja que no podía hablar de tanto que se
reía, y yo que había rodado bajo ci asiento muerta de la risa. Y después. Y
después cuando me enseñaste griego, es decir, cuando recorrías todo París en
auto para encontrar la traducción de la versión que me habían dado,
para que al fin los dos pudiéramos comenzar a comprender algo con inteligencia
y disimulo. La libertad a través de los pequeños toques. El tiempo no quiere
decir nada, los días pasan, una palabra, una mirada, condensa todo en un
instante. Lo sabemos, creemos que olvidamos, pero está en nuestro poder:
detener el mundo, meter el infinito en un marco minúsculo y un cálculo
ajustado, inventar con el tiempo como inventamos con las palabras,
escrupulosamente.
Escrupulosamente,
locamente escrupuloso, como tú, piedra tras piedra.