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SEPTIEMBRE EN LA PIEL
Un aire a pasto mojado inundaba la habitación. Me di vuelta, estiré las piernas en busca del calor de Guapi, su piel suave, sus tetas acampanadas y calientes, pero encontré la punta filosa ¿de una astilla? que se clavó en mi abdomen, cerca del calzoncillo. Corrí las sábanas para destaparme, extendí un brazo para encender el velador: una espina, del largo de una aguja hipodérmica, estaba dolorosamente incrustada en mí. La sostuve con la pinza del índice y el pulgar, y después, con cuidado, tiré hacia afuera. Un punto de sangre engordó hasta reventar y extenderse por mi piel. Me limpié con los dedos y por un momento mantuve la mano sobre la herida, apretando con fuerza. Guapi, mi amor, dije, y para destaparla sacudí las sábanas con las piernas. Me quedé con la vista fija en ella, los ojos achinados para ver mejor, las palabras estancadas en la garganta: por la cara, el cuello, los brazos, el pecho, a Guapi le bajaba una sombra verdosa que, en las piernas, tenía la consistencia de una alfombra de pelo recortado. Me incliné hacia ella y la toqué con un dedo: áspera, esponjosa, húmeda. La toqué con la mano entera. Guapi, dije, pero ella seguía sin despertar; los brotes ¿de pasto? se erguían en su pecho con cada respiración. Guapi, Guapi, la sacudí hasta que al fin entreabrió los ojos. ¿Estás bien? Ella, los párpados todavía tironeados por el sueño, no conseguía volver a la realidad. Mirate, mira cómo estás, le dije, pero ella me gruñó con cara de rottweiler y volvió a cerrar los ojos, las manos tanteando en busca de las sábanas. No, mirate, dije y le llevé un brazo a la altura de su cara; le palmeé una mejilla con su mano inerte, y recién entonces volvió a abrir los ojos, de malhumor pero ya despierta. Se miró. Se miraba y parpadeaba en un esfuerzo por hacer foco, por desempañar la vista, por sacarse de encima los restos de sueño. Giraba la mano con una fascinación algo infantil hasta que de un envión, esforzado pero ágil, se incorporó, como quien de pronto entiende algo. Sentada y con ojos de animé no dejaba de mirarse. Con la yema de los dedos se acariciaba, peinaba las hojitas en una y otra dirección. Mantenía los labios entreabiertos en una mueca ¿asombrada, divertida? que, de un momento a otro, al darse cuenta de mi desconcierto, empujó hacia la vergüenza. No, mi amor, si estás hermosa, le dije sin saber bien qué decir mientras ella se rascaba el pasto alrededor del ombligo. Por cómo se rascaba, estaba claro que no me creía una sola palabra.
La familia de Guapi, al enterarse, nos trajo toda clase de regalos: regaderas, aireadores, palas, tijeras suizas, rastrillos graduables y hasta dos pares de guantes de algodón y puntilla, uno con estampado de lirios celestes y el otro de rositas rococó. La madre parecía especialmente encantada con la noticia: una bendición del cielo, decía mientras apoyaba con cuidado sus pies descalzos en las piernas de su hija, una bendición que, sin duda, esperaba desde hacía tiempo. Y con la excusa de cuidarla, poco menos que se instaló en casa. La bañaba cuatro o cinco veces al día, una ducha tibia y suave, y no la dejaba hacer sus tareas de siempre, como baldear la cocina, colgar la ropa o levantar cosas pesadas. Además, pasaba horas emparejándole el pasto debajo de las axilas y alrededor de los pezones, y con paciencia infinita le sacaba una por una las malas hierbas que se le encarnaban en la ingle.
Mi mamá, en cambio… Desde un principio dejó en claro que no estaba contenta con lo de Guapi. Apenas venía a visitarnos, y cuando venía, porque yo la llamaba y le ponía alguna excusa como que tenía ganas de comer sus varenikes, apenas se dignaba a hablar. Sentada en el sillón, respondía a todo con monosílabos. ¿Hace frío afuera? Sí. ¿Papá se siente mejor? Sí. ¿Preferís café o cortado? Sí. Estaba clarísimo que Guapi nunca le había caído bien, un caramelo ácido de esos que no
pueden chuparse sin cara de asco.
Todavía no puedo identificar el momento exacto en que empezamos a hacer las cosas mal, si es que hicimos, o hice, algo mal. Tampoco entiendo qué pudo haber pasado. Porque después del shock, de la sorpresa, todo había vuelto a la normalidad, y hasta parecía mejor que antes. Con Guapi habíamos empezado a buscar una casa más grande para mudarnos, con jardín o patio andaluz, y aunque ninguna de las que nos gustaban se acercaba a nuestro presupuesto, ella todavía se mostraba radiante, feliz, de buen humor las veinticuatro horas, orgullosa de su nueva condición, como si hubiera sido alguna clase de elegida, el punto de inflexión hacia el progreso de una nueva humanidad o algo así. Incluso le habían brotado en los hombros unas margaritas que tenían un brillo especial.
Lo cierto es que no sé cómo, de un día para el otro, Guapi empezó a pudrirse. Sus hojas se pusieron primero amarillas y después pasaron a un marrón irreversible. Empezó a llenarse de parásitos y a largar un olor insoportable, que nos hizo olvidar cómo era el olor a pasto húmedo de sus primeros brotes. Probamos regarla cada cinco minutos, y también no regarla durante semanas; probamos con urea y con distintas proporciones de fósforo, nitrógeno y potasio; probamos con fertilizantes líquidos y sólidos, de liberación controlada y con Weed and Feed; compramos mezclas orgánicas e inorgánicas traídas de Tánger y de Moscú, y también distintas marcas de anticonceptivos orales que ella se negaba a tomar, pero que su madre le disolvía en el agua o le aplastaba entre la resaca. También probamos con ácido acético y jugo de limón, pero nada. Guapi seguía empeorando, y ya no sabíamos qué más hacer.
Una tarde llegué a casa y la encontré sola, sentada en el balcón. Estaba cubierta por una pelusa blanca, ¿de hongos, de moho?, que parecía la tela de una araña gigante; mantenía la cabeza inclinada entre los barrotes de la reja, la vista perdida en alguna expectativa lejana. Mi amor, llegué, le dije, pero ella ni se levantó ni giró para saludarme. ¿Cómo habíamos llegado a eso? ¿Cómo fue que, de un día para el otro, Guapi y yo habíamos dejado hasta de saludarnos? Me acerqué y la besé en la frente. Estaba húmeda y pegajosa, pero rígida. Inclinó apenas la cabeza hacia atrás, y me pareció que pretendía esquivarme, que su boca se torcía en un gesto de reproche y desprecio a la vez. Las hojas resecas de sus margaritas se desprendieron cansadas, vencidas.
No fue fácil cargarla por la calle en medio de la noche, caminar en el frío las dos cuadras hacia la plaza, sentir sus ojos negros que brillaban en la oscuridad mientras veían cavar. Tampoco fue fácil hundir la pala en la tierra, remover las durezas, doblarle las piernas y juntarle los brazos para que no tuviera frío, para que estuviera cómoda, para que volviera a ser quien era, para que al fin pudiera ser feliz. No sé si lo habré hecho bien o mal. Quizás no la cubrí lo suficiente, o quizás la cubrí demasiado y ya nunca florezca. Quizás ya no quiera, o no esté destinada a florecer. Yo, que la sigo queriendo tanto, me siento a esperar en el banco de la plaza, frente a ella. Le tiro los pellets de fertilizante, camuflados en migas de pan que simulo arrojar a las palomas, y espero, tan solo espero.