SANDRA SABATÉS,
Pelea como una chica,
Planeta, Barcelona, 2019, 176 páginas.
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Ana Juan ilustra este compendio de semblanzas de «mujeres de marcaron los puntos cruciales de la evolución del feminismo en nuestro país y que, por ello, soportaron burlas, críticas, ofensas y humillaciones».
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“Una mujer que no fuese feminista sería un absurdo tan grande como un rey que no fuese monárquico».
María rompía con el estereotipo de mujer de finales del XIX. Era culta, ejercía como maestra, hablaba idiomas y tenía grandes dotes para la escritura. Muy joven publicó Cuentos breves, el primer y último libro que firmó con su nombre. Fueron varias las razones que la llevaron a tomar esta decisión. En primer lugar, la desgana y poco interés que mostró su familia con su primera obra, mientras que a su futuro marido, en cambio, sus allegados le hicieron una fiesta y todo fueron halagos tras su primera publicación. La diferencia es que ella era una mujer, y escribir suponía extralimitarse en su rol de esposa y madre y convertirse en una «literata», término que solía usarse de forma despectiva para referirse a las que consideraban simples aficionadas con aspiraciones literarias. Y eso podía mancillar su excelente trayectoria como profesora. Por esta razón, muchas escritoras del momento publicaron bajo seudónimo; otras, con el aval de algún escritor reconocido; y María, que tampoco estaba dispuesta a dejar de escribir, decidió utilizar el nombre de su esposo, convencida de que así juzgarían su obra como se merecía.
Tenía veintitrés años cuando conoció a Gregorio Martínez Sierra, que contaba entonces diecisiete. María era una mujer independiente, trabajaba ya en el colegio, así que, al casarse, dependía de ella el sueldo que entraba en casa: cumplía de madrugada con sus labores domésticas, iba luego a la escuela y por las noches escribía los textos que después él se encargaría de firmar. En algunos, Gregorio colaboró. En otros, ni siquiera eso.
Juntos, fundaron las revistas Helios y Renacimiento. María redactaba artículos. Gregorio estampaba su rúbrica y se colgaba las medallas del éxito y la fama. Llegó a alcanzar incluso notoriedad internacional gracias a los libretos de El amor brujo y El sombrero de tres picos, que ella escribió para su gran amigo Manuel de Falla.
Crearon la editorial Renacimiento. El auténtico mérito de Gregorio era su labor como gestor, que destacó notablemente dentro del modernismo español. Montaron una compañía teatral. María redactaba disciplinada, sin tregua, mientras alzaba a su marido, entre aplausos y alabanzas, a lo más alto de la dramaturgia española del siglo XX. Se estableció entre ambos una perfecta relación de simbiosis: él necesitaba los textos de María para seguir siendo el extraordinario escritor que los demás creían que era; ella aceptaba y escribía sin parar, cumpliendo las exigencias de su marido con tal de complacer al hombre que amaba mientras daba rienda suelta a su pasión. Y los dos guardaban con celo su secreto. A María nunca se le ocurrió, aun demostrado ya su talento, reivindicar la autoría de sus obras. Ni siquiera cuando Gregorio se enamoró de una joven actriz, Catalina Bárcena. Un duro golpe para la riojana, que sin embargo acabó aceptando con resignación. Y así, mientras los amantes tonteaban entre bambalinas, ella seguía escribiendo, ahora para los dos: para que su marido se llevara la gloria y su amante se luciera en los escenarios. Es lo que sucedió con la exitosa Canción de cuna, que, con el tiempo, tendría su versión cinematográfica en Hollywood; también José Luis Garci hizo su propia adaptación.
La relación se fue afianzando y Gregorio y Catalina tuvieron una hija. María quiso entonces alejarse de ellos y se marchó llevándose un documento firmado por Gregorio en el que acreditaba la colaboración de la riojana en todas sus obras, para que pudiera cobrar también los derechos. Pero ni siquiera la distancia cambió su relación. María siguió redactando conferencias para él, escribiendo novelas, Tú eres la paz, teatro, Primavera en otoño, e incluso ensayos feministas como Feminismo, feminidad y españolismo y artículos que se publicaron en la sección «La Mujer moderna» de la revista Blanco y Negro. Puso en boca de su marido verdaderos alegatos denunciando la situación de la mujer: «Las mujeres callan por miedo a la violencia del hombre; callan por costumbre de sumisión; callan, en una palabra, porque en fuerza de siglos de esclavitud han llegado a tener alma de esclavas». Y mientras escribía esto, María seguía sumida en el silencio.
Se dice que fue uno de sus libros, Cartas a las mujeres de España, firmado por Gregorio, el que impulsó la fundación del Lyceum diez años después, del que María formó parte hasta 1931, cuando fundó y presidió La Cívica, sociedad dedicada a promover la cultura entre mujeres de clase obrera. Fue tras caer la monarquía cuando María escribió, entre otros libros, La mujer española ante la República y empezó a firmar con su nombre, aunque manteniendo los apellidos de su marido.
Empezaba una nueva etapa política, muy esperanzadora para la mujer, y María se involucró de forma activa. Se incorporó al Patronato de Protección de la Mujer, y más tarde se afilió al PSOE. Se presentó a las elecciones de 1933, las primeras con participación femenina, y fue elegida diputada por Granada. Defendió el voto femenino y reivindicó la igualdad de derechos. Y como vicepresidenta de la Comisión de Instrucción Pública organizó conferencias destinadas a la formación de la mujer. Una feminista convencida que, sin embargo, permanecía escondida como escritora tras la figura de su marido. Su compromiso social la llevó a renunciar a su escaño para echar una mano a los mineros en la Revolución de Asturias y a evacuar a los niños a Bélgica en plena Guerra Civil.
También ella se exilió. Se trasladó a Francia, donde permaneció durante la Segunda Guerra Mundial. Vivía en la miseria, escondida bajo el nombre de Madame Martínez y sobreviviendo a base de bordar zapatillas, a pesar de que la ceguera amenazaba seriamente su vista. Gregorio se había olvidado de ella. Aun así, continuó escribiendo para él hasta su muerte en 1947. Y en ese momento, vio cómo el 50 por ciento de los derechos de sus obras pasaron a manos de su hija.
Lo que estaba claro es que, a partir de entonces, María sería la única dueña de sus nuevas creaciones. O eso creía, porque pronto experimentó un nuevo revés, esta vez por parte de la industria cinematográfica. Mandó a Hollywood, sin éxito, el guion de una comedia para niños, Merlín y Viviana o la gata egoísta y el perro atontado. Poco después, Walt Disney estrenaba La dama y el vagabundo, con un argumento bastante similar. De nuevo parecía que le arrebataban su obra, ahora sin su consentimiento.
Su delicada salud la llevó a vivir los últimos años en Buenos Aires. Allí escribió Una mujer por los caminos de España, obra en la que ahora ella pedía a las mujeres que se rebelaran, que no se callasen. Algo que ella misma acabó haciendo en cierta manera poco después, con la publicación de su autobiografía, Gregorio y yo, en la que dejaba entrever esa renuncia intencionada a su autoría. Consideraba que su obra era como un hijo del matrimonio y por lo tanto era lógico que llevara los apellidos del padre. Nada que echar en cara al que fuera su marido. Ni una crítica, ni un solo reproche.
Mantuvo siempre a salvo su secreto, pero guardó las cartas que le mandó Gregorio suplicándole, en multitud de ocasiones, que siguiera escribiendo para él. Quizás era el único recuerdo que la mantenía cerca del hombre al que amó. O simplemente, su manera de contarle al mundo la verdad: que tras esas exitosas obras de teatro, novelas, libretos, conferencias, artículos y ensayos feministas, se escondía ella, una mujer: María de la O Lejárraga.