FANTASÍA LUMPEN, Javier Sáez de Ibarra
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JAVIER SÁEZ DE IBARRA, Fantasía lumpen, Páginas de Espuma, Madrid, 2017, 240 páginas.
EL ESCRITOR
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Algunos de los veintisiete relatos de esta esperada nueva entrega de Sáez de Ibarra son breves.
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En aquella época yo quise ser escritor. Andaba leyendo a todas horas; supe quién era Celan, incluso leí un ensayo sobre él. Incluso leí poemas suyos. Me gustaban las bibliotecas. Pasaba ratos metido en ellas. Y todo lo que me ocurría podía convertirse en parte de un texto. En cierta medida, no me preocupaba mucho lo que me sucediese, porque desde esa perspectiva la suerte no tiene importancia. La posibilidad de que acabase transformada en un libro daba cierta luminosidad y amplitud a mi vida. (No creo que quien no haya amado escribir pueda entenderlo bien). Y en ese espacio de la creación hasta las peores noticias, no sé, el abandono de un amor, un accidente laboral o una muerte, podían tener sentido.
Todo esto fue en aquella época. Pero las épocas cambian.
Mónica estaba ya harta de todo y dijo por qué no nos vamos al extranjero. No. Por qué, muchos están saliendo ya, aquí solo se van a quedar las ratas. Mónica tenía mucha gracia. Pues no. Estoy harta, oyes. Eso yo ya lo sabía. Incluso lo había escrito, me jacté para mí mismo.
Días o semanas más tarde... no sé y no tiene la menor importancia, pues el texto literario no caduca sino que se prolonga, y en su prolongación le acontecen leves, aunque imparables, metamorfosis, que tienen su valor. No voy a extenderme en esto... Un tiempo después, Mónica volvió a la carga. Con que nos fuéramos. Y yo que no me iba.
—Allí podrás escribir —argumentó.
Me reí en su cara. Repitió la razón.
—Allí no voy a hacer nada …—repuse, tomándomelo en serio.
—¿Por qué?
—No puedo escribir de una realidad que no conozco.
—Si vamos —argüía ella—, será precisamente para conocer algo nuevo.
—No me refiero al conocer de las guías de viaje. Conocer para un escritor es muy diferente.
—No digas gilipolleces.
El lenguaje es la temperatura. Mónica no daba más de sí, evidentemente.
Pasó otro tramo. Yo me afanaba por darle algo, para que viera que con mi vocación no jugaba. Estaba ocupado con unos relatos en los que extender retazos de mi vida de entonces. Me resultaban cómicos. Ella salía con nombre cambiado, más amable, más irónica conmigo. Manteníamos discusiones, sobre todo los domingos a la hora, larga, del desayuno, en que surgían intercambios chispeantes. Al menos,así lo pretendía yo (otro debería juzgarlo).
En uno, a mi queja de que no podría escribir sobre lo que no conocía, ella responde:
—No necesitas cono nada, ¿O para qué vale la imaginación?
Reprimí una grosería y no la escribí porque no quería darle al cuento un tono desagradable. Yo replico:
—Mi imaginación se activa a partir de datos originales de la realidad —la frase era dura, pero creía que le iba bien algo pedante.
Entonces ella propone:
—Escribe un cuento surrealista.
Y yo:
—Eso es demasiado fácil.
Pero tengo amigos surrealistas y sé que se molestarán conmigo, así que he dejado el cuento ahí.
Estuve pensando en Celan durante unos días. Había creado un lenguaje exclusivo que no pudiera manipularse, aunque no se comprendiera. La opción me pareció lúcida.
El capitalismo ya se había merendado el rock, el pop, el punk, lo no figurativo y hasta la mierda de artista. Y la poesía hacía milenios que servía para confeccionar ribetes a las leyes y sus conferenciantes. A Celan lo habían dejado en paz. Qué se puede construir o vender con hebras de sol.
Hay que joderse. Un parque temático dedicado a Bukowski era posible. Tal vez financiado por una marca de cerveza.
Si yo pudiera escribir así... tampoco me leería nadie.
Mónica se hizo mujer un día y me puso el ultimátum. En aquella época yo quise ser escritor, aunque también quería a Mónica. ¿Y a dónde te apetece ir?, le pregunté
con desgana.
—¡¿Adonde?!
Aterrizó un avión y un mundo quedó más atrás. Me sentí un inmigrante. La violencia del golpe fue tal que me sacó tres o cuatro cuentos por knock out allí mismo. ¡Joder!, razoné. Ella me sonrió, me apretó la mano libre; estaba leyendo en mi inspiración.
Bohumil, como antes Knut y tantos otros desempeñaron muchos trabajos. Fueron su escuela de vida, la raíz de su literatura. Embrutecerse desde la mañana, destilar a la noche la miel de ese barro...
Solo que Knut perdió el apetito. Y Bohumil acabó de aviador en un sanatorio y hubieron de recoger sus huesos del pavimento.
A mí las ganas de mi vocación se me fueron volando de otra manera.
Mónica se fue, y este cuento se acabó.
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