HISTORIAS DE ENFERMOS Y VIEJOS, Eugenio d'Ors
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EUGENIO D'ORS, Historias de enfermos y viejos, Bedía Santander, 1981, 50 páginas.
EL MÉDICO DE LA MÚSICA Y DE LOS PERFUMES
Dentro de su euforia habitual de enfermo del pecho, lo único que atormentaba a nuestro pobre amigo eran las noches, el insomnio y la agitación de las noches... Últimamente había pasado semanas enteras sin dormir más que a ratos cortos, en una semi-vigilia especial, surcada de terrores y angustias. Para serenarse, encendía la luz y se ponía a leer. Leía una hora, dos, hasta que se relajaba su atención, perdía interés en el texto y se le confundían las letras. No acababa de cerrar los ojos; la rendija del párpado mal caído dejaba ver un poco del blanco. El ruido, aun leve, del abandonado libro al caer al suelo era generalmente señal para un grito ronco que se escapaba de la garganta; una especie de alarido, continuado en cortos gemidos, alguna vez en quebrados sollozos. En ocasiones, los gritos se multiplicaban en escala ascendente, y luego descendían hasta cerrarse en un suspiro profundo. Abría entonces los ojos de nuevo, con una grande mueca de espanto.
El examen del funcionalismo sensorial había revelado en este doliente, con placas de anestesia diseminadas, discromatopsia y estrechez del campo visual.
Le trató y curó el que llamábamos entonces «médico de la música y de los perfumes». Era éste un finlandés, discípulo de Bestchinsky y de Berberoff. Trajo a casa de nuestro amigo una caja de música de sonido muy agradable. La instaló en la alcoba, y se le daba cuerda en el momento en que el onirópata se iba a acostar.
Dulces melodías, un poco pueriles, le acompañaban el primer sueño. El oído permanecía vigil cuando los demás sentidos dormían. Aquél daba un mensaje, y el poder de la música hacía que el mensaje fuera de clemencia y de paz. Iban los intervalos de reposo volviéndose cada noche más largos y tranquilos.
El enfermo, que la noche antes se había dormido en los brazos de la música, corría al despertarse a recibir la caricia de los perfumes. Estas sesiones a matinales formaban parte del tratamiento. El mismo doctor acostumbraba a presidirlas y administraba su maravilloso estuche de esencias múltiples, en pomo o en tubo.
Solía preludiar con el olor a ámbar: a su influjo, el abatido se animaba un poco. Sus movimientos respiratorios empezaban a modificarse en el ritmo y en la amplitud. Volvíanse más profundos, a la vez que más lentos... Al ámbar sucedía la violeta. A la violeta, el heliotropo.
Tanto como los procesos respiratorios, recibían los de circulación influencias bienhechoras. La reacción circulatoria presentaba una vaso-constricción periférica. Eran sensibles al contacto y hasta, dada la delgadez del enfermo, a la vista, las modificaciones del pulso.
Cuando en el aire el último rastro del heliotropo se evaporaba, nuestro amigo, que era escritor, sintiéndose como remontado para la tarea, se ponía inmediatamente a trabajar.
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Existe una edición de este título (Grano de Arena, Madrid, 1941), aunque por el número de páginas, 70, es probable que contenga más relatos de los que reeditó Pablo Beltrán de Heredia.
********** EL MÉDICO DE LA MÚSICA Y DE LOS PERFUMES
Dentro de su euforia habitual de enfermo del pecho, lo único que atormentaba a nuestro pobre amigo eran las noches, el insomnio y la agitación de las noches... Últimamente había pasado semanas enteras sin dormir más que a ratos cortos, en una semi-vigilia especial, surcada de terrores y angustias. Para serenarse, encendía la luz y se ponía a leer. Leía una hora, dos, hasta que se relajaba su atención, perdía interés en el texto y se le confundían las letras. No acababa de cerrar los ojos; la rendija del párpado mal caído dejaba ver un poco del blanco. El ruido, aun leve, del abandonado libro al caer al suelo era generalmente señal para un grito ronco que se escapaba de la garganta; una especie de alarido, continuado en cortos gemidos, alguna vez en quebrados sollozos. En ocasiones, los gritos se multiplicaban en escala ascendente, y luego descendían hasta cerrarse en un suspiro profundo. Abría entonces los ojos de nuevo, con una grande mueca de espanto.
El examen del funcionalismo sensorial había revelado en este doliente, con placas de anestesia diseminadas, discromatopsia y estrechez del campo visual.
Le trató y curó el que llamábamos entonces «médico de la música y de los perfumes». Era éste un finlandés, discípulo de Bestchinsky y de Berberoff. Trajo a casa de nuestro amigo una caja de música de sonido muy agradable. La instaló en la alcoba, y se le daba cuerda en el momento en que el onirópata se iba a acostar.
Dulces melodías, un poco pueriles, le acompañaban el primer sueño. El oído permanecía vigil cuando los demás sentidos dormían. Aquél daba un mensaje, y el poder de la música hacía que el mensaje fuera de clemencia y de paz. Iban los intervalos de reposo volviéndose cada noche más largos y tranquilos.
El enfermo, que la noche antes se había dormido en los brazos de la música, corría al despertarse a recibir la caricia de los perfumes. Estas sesiones a matinales formaban parte del tratamiento. El mismo doctor acostumbraba a presidirlas y administraba su maravilloso estuche de esencias múltiples, en pomo o en tubo.
Solía preludiar con el olor a ámbar: a su influjo, el abatido se animaba un poco. Sus movimientos respiratorios empezaban a modificarse en el ritmo y en la amplitud. Volvíanse más profundos, a la vez que más lentos... Al ámbar sucedía la violeta. A la violeta, el heliotropo.
Tanto como los procesos respiratorios, recibían los de circulación influencias bienhechoras. La reacción circulatoria presentaba una vaso-constricción periférica. Eran sensibles al contacto y hasta, dada la delgadez del enfermo, a la vista, las modificaciones del pulso.
Cuando en el aire el último rastro del heliotropo se evaporaba, nuestro amigo, que era escritor, sintiéndose como remontado para la tarea, se ponía inmediatamente a trabajar.
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