VIDAS A LA INTEMPERIE, Marc Badal

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MARC BADAL, Vidas a la intemperie, Pepitas de calabaza, Logroño, 2017, 224 páginas.

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Irene García Roces presenta estos textos con los que Badal trasciende a los neorurrales que convierten el campo en decorado.
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MIRADAS

   La imagen que nos devuelve el espejo es la síntesis más precisa de nuestras satisfacciones y desgracias. Escribimos nuestra historia personal con arrugas y cicatrices. El campesinado escogió otra superficie textual. La faz de la tierra.
   En ella podemos leer la acumulación de sucesos que conformaron su carácter. Eran gentes del país. Y éste imprimía de manera innegociable las cláusulas del contrato vital. Los campesinos vivían en el lugar donde nacieron sus abuelos y en el que morirían sus nietos. Los riscos pedregosos o el llano fértil. El desierto del páramo o la dehesa. La arquitectura de un espacio condiciona las circulaciones permitidas. Las trayectorias disponibles, las mutaciones adaptativas. Pero los campesinos siempre anduvieron por su propio pie. No manaban de la tierra para dejarse deslizar por la ladera. El suyo no era el discurrir del torrente. Sabían que en el fondo del valle residía su perdición. Vivían a contracorriente. Contener la inercia, siempre más poderosa, de lo salvaje era imposible. Hubieran sido arrollados. Lo que sí podían hacer era sortear sus embestidas y domesticar su instinto.
   Los campesinos han morado la tierra civilizándola. Vivimos en el mundo que crearon. No podemos dar un solo paso sin pisar el resultado de su trabajo. Tampoco abrir los ojos sin ver el trazo de su huella.Una obra que es todo lo que nos rodea. Todo aquello que pensamos que es tan nuestro por el hecho de estar ahí. De toda la vida. Los bosques de castaños y las praderas. Los senderos y los puentes. Pero no es sólo el desconocimiento el que nos hacer ser tan ingratos. A los campesinos se les paso por alto un pequeño detalle. Olvidaron reivindicar su autoría.
   A diferencia de los canteros que tallaron las piedras de las grandes iglesias, los campesinos no firmaban sus trabajos.
   La suya es una creación que nos llega de forma anónima. Lo cual no significa que lo fuera en el momento de su materialización. Tal vez no creyeron necesario explicarle a la posteridad quién había levantado aquel muro de piedra seca. Quién había roturado el bosque para que pastaran las ovejas. 
   Probablemente ni se lo plantearon. Todos los que vivían en ese momento sabían perfectamente quién había realizado el trabajo. Habían visto cómo lo hacía y además llevaba grabada su impronta. La memoria se encargaría del resto. Las siguientes generaciones evocarían el recuerdo del bisabuelo cada vez que pasaran por aquel camino empedrado o cuando en otoño recogieran las nueces del gran nogal de casa.
   La memoria se ha roto. Ha perdido el mundo que la engendró. El mundo al que ella daba coherencia.
   Los nietos de los campesinos viven en la ciudad y no recuerdan nada. O viven todavía en el pueblo y lo han olvidado casi todo.
   Miramos alrededor y no reconocemos la mano de nuestros bisabuelos.

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