DE REPENTE LLAMAN A LA PUERTA, Etgar Keret

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ETGAR KERET, De repente llaman a la puerta, Siruela, Madrid, 2013, 208 páginas.

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¿QUÉ LLEVAMOS EN LOS BOLSILLOS?

   Un mechero, un caramelo para la tos, un sello de correos, un solitario y algo torcido cigarrillo, un palillo, un pañuelo de tela, un bolígrafo, dos monedas de cinco shekels. Esa es una pequeña parte de las cosas que llevo en los bolsillos. Entonces ¿qué misterio tiene que estén tan abultados? Son muchos los que me lo han dicho.
   —Pero ¿qué coño llevas en los bolsillos?
   A la mayoría, ni les contesto, sino que me limito a sonreír y, a veces, hasta suelto una forzada risita. Si se empeñaran en saberlo y me volvieran a preguntar, seguro que les enseñaría todo lo que llevo en ellos y puede que hasta les explicara para qué necesito tener siempre conmigo todas esas cosas. Pero no insisten. Qué coño llevas, la risita, el angustioso y breve silencio, y ya hemos pasado a otro asunto.
 En realidad, todo lo que llevo en los bolsillos está ahí intencionada y premeditadamente. Todo está ahí para encontrarme en una situación de ventaja cuando llegue el momento de la verdad. Aunque, realmente, eso no es que sea muy exacto. Todo está ahí para no encontrarme en situación de desventaja cuando llegue el momento de la verdad. Porque ¿qué ventaja vas a poder sacar de un palillo o de un sello de correos? Pero, si por ejemplo, una chica guapa —¿sabéis qué?, ni siquiera guapa, simplemente mona, una chica de aspecto corriente capaz de cortaros la respiración— os fuera a pedir un sello, o ni siquiera fuera a pedíroslo, sino que  la veis allí en la calle, una lluviosa noche, con un sobre sin sello en la mano junto a un buzón rojo y os pregunta si no sabríais por casualidad dónde hay una oficina de correos abierta a esas horas y después tosiera un poco, con una tos producto del frío y de la desesperación, porque ella también sabe, en el fondo, que no hay ninguna oficina de correos abierta por los alrededores, vamos, que seguro que no a esas horas, entonces, en ese momento, el momento de la verdad, no va a decirte qué coño llevas en los bolsillos, sino que te estará inmensamente agradecida por el sello, aunque puede que ni siquiera agradecida, sino que se limitará a brindarte su cautivadora sonrisa, una sonrisa cautivadora a cambio de un sello —yo estaría dispuesto a firmar ahora mismo, aunque el valor de los sellos esté al alza y el de las sonrisas a la baja.
   Tras la sonrisa me daría las gracias y volvería a toser, de frío y un poco también de la turbación, y entonces yo le ofrecería un caramelo para la tos.
   —¿Qué más llevas en los bolsillos? —me preguntaría ella, pero con delicadeza, nada de «qué coño llevas ahí» y sin ningún deje negativo.
   Y yo le contestaría sin vacilar:
   —Todo lo que puedas llegar a necesitar, cariño, todo lo que pueda llegar a hacerte falta.
   Pues ya está. Ahora ya lo sabéis. Eso es lo que llevo en los bolsillos. Una pequeña posibilidad de no cagarla. Cierta posibilidad. No demasiado grande, incluso poco probable. Lo sé, que tonto no soy. Una pequeñísima posibilidad de que, digamos, cuando llegue la felicidad pueda decirle «sí» en lugar de «perdona, lo siento, no tengo ningún cigarrillo/palillo/moneda para la máquina de las bebidas». Eso es lo que llevo en los bolsillos, tan abultados y repletos, la remota posibilidad de poder decir sí en lugar de lo siento.

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