CIUDADES PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD DE ESPAÑA
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Ciudades Patrimonio de la Humanidad de España, Edifesa, Salamanca, 2008, 100 páginas.
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Distintos narradores y artistas plásticos dedican relatos ilustrados a cada una de las trece ciudades españolas Patrimonio de la Humanidad: Ciudades de cuento.
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SEGOVIA, DONDE LA FELICIDAD NO PESA
Hay quien considera que, en realidad, lo abandonaron; otros, incapaces de aceptar la maldad en el corazón, siguen convencidos, sin embargo, de que se trata de un descuido a causa de las prisas.
Lo cierto es que el ángel vagabundo del Acueducto lo conoció cuando, siguiendo un viejo hábito de paraíso, recogía rocío para prepararse el primer té del día.
Era un títere indio con un lunar dorado entre las cejas. A pesar del polvo y la tristeza, que le ensuciaban su cabecita de madera, parecía tan delicado como el amanecer frente al Pinarillo, donde se lo encontr6 este vagabundo que siembra cuentos para que alguien los escriba.
—¿Y bien? —le dijo en el idioma de la ternura.
—Me he quedado solo —respondió la marioneta con un llanto del mismo color que el horizonte.
Verás: ayer terminó la Luna de Mayo, en la que Segovia festejo la consagración de la primavera. La naturaleza se engalantona de sueños y de sueños se viste la ciudad. Durante esta ceremonia de la fantasía, no habrá niño ni niña con motivos para estar tristes, ni hombre o mujer en quienes no germine la ilusión.
Cada esquina es un teatrillo; la Catedral o los patios escondidos contienen relatos infinitos que endulzan el alma con alegría de helado y de chocolate caliente.
Los enamorados le cantan a la luz de la luna, y quienes tienen el oficio de hacer mundos de barro guardan esos cantos en la frágil textura de las vasijas.
Dice el títere: —¿Cómo volveré a casa?
Y los pájaros que no se posan en la Veracruz: —Quédate aquí. Somos libros de aire. Te enseñaremos los versos de todos los poetas que han paseado, alguna vez, las calles segovianas.
Y las aguas del río Clamores: —Pero, si lo prefieres, te devolveremos al Ganges.
Y las cigüeñas que viven en los árboles del Alcázar: —Deja de llorar, títere hermoso: nosotras vamos a cuidarte.
Entonces el vagabundo, que hasta ahora había permanecido silencioso, sube en su espalda al títere; a las orejas del ángel se agarra, con fuerza, la marioneta.
Procesión del alba: pájaros, cigüeñas, las hojas de los árboles que la brisa desprende de las ramas, y ese intenso olor a frescura que regala mayo florido.
Recorrieron, de plaza en plaza, el camino hasta la de las Sirenas; allí se detuvieron ante la misteriosa iglesia de San Martín. El ángel vagabundo convocó alrededor de la fuente a las sombras de la imaginación. Acudieron por miles de todos los rincones de la historia hasta que la Plaza, las escaleras de la Plaza, los balcones del Torreón de Lozoyo o los de la Casa del Siglo XV corrían peligro de hundimiento.
—Si no fuera porque la felicidad no pesa... —como recordó la sombra de una abuela judía que, cuando estaba viva, hacía pasteles para los niños de su barrio.
Habló la sombra de una dulce tejedora:
—Yo dejo la luna de mis ovejas para hacer de Segovia un mundo de abrazos.
Las sombras de los viejos trovadores celebraron tan honrosa actitud resucitando la música de sus laúdes. Y las campanas iniciaron un viaje hasta el deseo de todos los durmientes, guiadas por la voz mágica del almuédano que, en otro tiempo, llamaba a la oración a quienes así lo requerían.
Dicen que el ángel vagabundo sopló en el oído de una angélica titiritera el resultado de asamblea tan singular. Y que se eligió a las Sirenas de la Plaza para que gobernaran ese país que, cada mes de mayo, hace de Segovia un Titirimundi.
Y que el títere indio, por supuesto, dejó de llorar.
Lo cierto es que el ángel vagabundo del Acueducto lo conoció cuando, siguiendo un viejo hábito de paraíso, recogía rocío para prepararse el primer té del día.
Era un títere indio con un lunar dorado entre las cejas. A pesar del polvo y la tristeza, que le ensuciaban su cabecita de madera, parecía tan delicado como el amanecer frente al Pinarillo, donde se lo encontr6 este vagabundo que siembra cuentos para que alguien los escriba.
—¿Y bien? —le dijo en el idioma de la ternura.
—Me he quedado solo —respondió la marioneta con un llanto del mismo color que el horizonte.
Verás: ayer terminó la Luna de Mayo, en la que Segovia festejo la consagración de la primavera. La naturaleza se engalantona de sueños y de sueños se viste la ciudad. Durante esta ceremonia de la fantasía, no habrá niño ni niña con motivos para estar tristes, ni hombre o mujer en quienes no germine la ilusión.
Cada esquina es un teatrillo; la Catedral o los patios escondidos contienen relatos infinitos que endulzan el alma con alegría de helado y de chocolate caliente.
Los enamorados le cantan a la luz de la luna, y quienes tienen el oficio de hacer mundos de barro guardan esos cantos en la frágil textura de las vasijas.
Dice el títere: —¿Cómo volveré a casa?
Y los pájaros que no se posan en la Veracruz: —Quédate aquí. Somos libros de aire. Te enseñaremos los versos de todos los poetas que han paseado, alguna vez, las calles segovianas.
Y las aguas del río Clamores: —Pero, si lo prefieres, te devolveremos al Ganges.
Y las cigüeñas que viven en los árboles del Alcázar: —Deja de llorar, títere hermoso: nosotras vamos a cuidarte.
Entonces el vagabundo, que hasta ahora había permanecido silencioso, sube en su espalda al títere; a las orejas del ángel se agarra, con fuerza, la marioneta.
Procesión del alba: pájaros, cigüeñas, las hojas de los árboles que la brisa desprende de las ramas, y ese intenso olor a frescura que regala mayo florido.
Recorrieron, de plaza en plaza, el camino hasta la de las Sirenas; allí se detuvieron ante la misteriosa iglesia de San Martín. El ángel vagabundo convocó alrededor de la fuente a las sombras de la imaginación. Acudieron por miles de todos los rincones de la historia hasta que la Plaza, las escaleras de la Plaza, los balcones del Torreón de Lozoyo o los de la Casa del Siglo XV corrían peligro de hundimiento.
—Si no fuera porque la felicidad no pesa... —como recordó la sombra de una abuela judía que, cuando estaba viva, hacía pasteles para los niños de su barrio.
Habló la sombra de una dulce tejedora:
—Yo dejo la luna de mis ovejas para hacer de Segovia un mundo de abrazos.
Las sombras de los viejos trovadores celebraron tan honrosa actitud resucitando la música de sus laúdes. Y las campanas iniciaron un viaje hasta el deseo de todos los durmientes, guiadas por la voz mágica del almuédano que, en otro tiempo, llamaba a la oración a quienes así lo requerían.
Dicen que el ángel vagabundo sopló en el oído de una angélica titiritera el resultado de asamblea tan singular. Y que se eligió a las Sirenas de la Plaza para que gobernaran ese país que, cada mes de mayo, hace de Segovia un Titirimundi.
Y que el títere indio, por supuesto, dejó de llorar.
María Fernanda Santiago
ILustraciones: Juan Carlos Mestre
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