MICROGRAMAS II (1926-1927), Robert Walser
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ROBERT WALSER, Microgramas II (1926-1927), Siruela, Madrid, 2006, 256 páginas.
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Hay genios borrachos capaces de ser cargantes, cosa que no sucedía con el mío, pues estaba totalmente compuesto de hierro y la bebida no le perjudicaba en nada. Puede hablarse de una total ausencia de influencia de la bebida, que no causaba absolutamente ningún efecto en el genio, del que cabría anunciar o afirmar que en la borrachera mostraba un comportamiento tan impecable que las personas honradas le estrechaban la mano. Al abordar estas líneas en prosa sobre un alcohólico, éstas brillan de aguardiente y cerveza, de forma que me veo obligado a rogar, respetuoso, a las damas que acudieron amables para conocer su contenido que es preferible que no lo lean. Sólo hombres rebosantes de arrojo y con miembros hercúleos y poderosos son capaces de soportar y asimilar algo semejante a una Viñeta ahogada en bebidas espirituosas de todo tipo. Después de empezar con una jarra de cerveza, la borrachera prosiguió su terrorífica carrera con asombrosa tranquilidad hasta que finalmente a los señores posaderos, convertidos en testigos de un inaudito conocimiento en el ámbito del vicio de la bebida, se les pusieron los pelos de punta y el aguardiente le esperó al borrachín desde la copa: «Te he vencido», a lo que el indomable replicó: «Ni por asomo». ¿No se sentaba o acuclillaba allí majestuoso y tieso como una vela, con la mirada, radiante de celestial alegría, dirigida hacia el infinito? Algún que otro ebrio ha sido agarrado por el cuello de tela para ser despachado fuera, al aire libre. Pero esto nunca sucedió con el genio borracho, pues cualquier medida de esa índole parecía de lo más superfina, dado que el genio, que en medio de la embriaguez sentaba bases firmes, permanecía por entero imperturbable frente al monstruo del alcohol. Llevar continuamente el borde de los vasos a sus labios arqueados y dedicarse a los encadenamientos lentos pero frecuentes del trasiego provocaba un indecible brillo del arte de vivir en sus ojos, los cuales, viendo lo más feo que existe, concretamente la bebida, cobraban maravillosa hermosura. De vez en cuando las mujeres regalaban flores al genio borrachísimo, sobre todo porque portaba un magnífico sombrero sobre su cabeza rodeada de pelo, que él aceptaba con la más
gentil gratitud. Una noche cayó de rodillas ante el pórtico de la iglesia del Salvador, pues el copioso consumo que se acaba de describir prolija y alegremente le provocó una especie de remordimiento, de lo que cabe colegir lo sensible que era.
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