QUINTAESENCIA, Antonio Gala
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ANTONIO GALA, Quintaesencia, Planeta, Barcelona, 2012, 336 páginas.
El tiempo no transcurre; transcurrimos nosotros.
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Cuando el amor se va, nosotros somos otros: miramos de otra forma, entrecerramos de otra forma el libro que leemos, escuchamos de otra forma la música, aguardamos la muerte. Cuando el amor se va, nos deja moribundos de nuevo. Los que fuimos, los amantes que fuimos, se van tras el amor a esa provincia, melancólica y sólida, donde habita el olvido...
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Sea la belleza lo que quiera —una propiedad intrínseca de los seres, o un producto de nuestra mente que sólo en cada uno de nosotros rige—, es en el cuerpo y a su través donde se asienta y como se percibe. Sea universal y absoluta, o variable y dependiente de nuestros espíritus, el cuerpo es su camino y su posada.
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Se nos asegura la libertad religiosa y filosófica, la oportunidad de creer o no creer en este o aquel dogma; pero en el instante en el que el supremo tránsito se va a efectuar, la sociedad —el Estado— enmudece, se desentiende, vuelve la cara hacia otro lado. No nos deja evitar la inútil aflicción con que la vida arrastra su resaca.
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Para acercarse a la felicidad es imprescindible romper las ataduras del miedo, al contrario de lo que normalmente hacemos: creer que la felicidad consiste en aferrarnos a ellas. La atadura de impresionar en favor nuestro a los demás; la atadura de ganar dinero; la atadura de mantener el estatus; la del éxito en el trabajo y en el mundo... Y mientras nos preocupamos de que no se nos escapen nuestras ataduras, se nos escapa la vida: lo único que realmente tenemos.
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La muerte tiene nuestra sangre, es de nuestra familia. Para mí es un viejo pariente que vive fuera y ha anunciado, una vez y otra vez su vuelta a casa. Sorprende, más que su venida, que no haya ya llegado. Por temporadas, nos olvidamos de él; otras, lo echamos casi de menos, con el remordimiento que provoca el olvido. Quizá un día, de pronto, nos decidamos nosotros mismos a ir en busca del lejano pariente, y a tocar en su puerta.
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No es una vocación, sino un destino, que no puede ser contradicho y que ha de hacerse y que ha de hacerse bien: ésa es la obligación, no la de estar orgulloso o alegre de cumplirlo. Una voz le apercibe: «Sigue tu camino, deprisa. Sino, no llegarás.» «Pero ¿adónde debo llegar y cuál es mi camino?» «Tú sigue, sigue...» Y sigue el creador, como un caballo que perdió a su jinete y continúa aún participando en ya no sabe qué carrera ciega... Hasta que el cazador, siempre al acecho, dispara y lo detiene.
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En castellano, la palabra soledad tiene dos acepciones que el inglés, por ejemplo, diversifica: solitude —aislamiento pleno y tranquilo: un gozo— y lonelíness —emoción brotada de la pérdida de algo o de alguien: un pesar—. Yo, por supuesto, me refiero a la primera. Y hay que dejar muy claro que tal soledad es la más rotunda negación del egoísmo. No es un fin en sí, ni una meta, ni se justifica sin la solidaridad, ni consiste en otra cosa que en una escala que asciende o desciende.
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La vida adquiere más valor cuando uno empieza a comprobar que ha emprendido su viaje de regreso. Cuando uno empieza a vivir más despacio, con la consciencia de que muchas cosas las realiza por última vez: viajes, deseos, miradas.
***El tiempo no transcurre; transcurrimos nosotros.
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