LLÁMALO DESORDEN, Jesús Chamarro Calvo
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JESÚS CHAMARRO CALVO, Llámalo desorden, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2002, 176 páginas.
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No lo puedo evitar, es así, y no me avergüenzo de ello. Siento un miedo irracional, uno de esos clásicos miedos contra los que no se puede hacer nada, un miedo que me atenaza y que no puedo controlar de ninguna de las maneras. Yo —aunque suene ridículo, no me importa reconocerlo— nunca me he atrevido a descolgar el auricular de un teléfono. La razón es bien sencilla, creo que ustedes la entenderán: siempre he pensado que cuando me lo acercara al oído, alguien, al otro lado, empezaría a insultarme y a mofarse de mí.
Un día, en la consulta de uno de los múltiples psicólogos que he visitado para superar este trauma, descubrí que, quizá, la raíz del problema se remontara a mi más tierna infancia, ya que recuerdo, como si fuera hoy, que mis padres me dijeron que cuando estuviera solo en casa no cogiera el teléfono y, cuando estuvieran ellos, tampoco. Me explicaron que eso era cosa suya. Estos datos no resultaron ser tan reveladores como a mí me parecieron en un primer momento y los especialistas no pudieron extraer ninguna conclusión válida que me ayudara a vencer mi problema.
También he comentado, repetidas veces y a varios expertos en el tema, que en sueños, a menudo, sí que se había dado el caso de que me insultaran, vilipendiaran y se rieran de mí. Normalmente, en esas ocasiones, una voz desconocida me llamaba «gilipollas» (el insulto que, asombrosamente, más se repetía),pero también «hijo de puta», «tonto de los cojones», «mamón» u otras lindezas de este calibre. Repito que eso sólo me ha sucedido en sueños, en la vida normal (cuando digo «normal» quiero decir despierto o «en vigilia», como les gusta decir a los especialistas), nunca.
Realmente, esto que me sucede a mí puede parecer una tontería, una ridiculez. Lo sé, y lo único que puedo decir es que sólo el que lo padece conoce la verdadera dimensión de este sufrimiento, el cual no se lo deseo ni al peor de mis enemigos. Imaginen, por un momento, que al sonar el teléfono empezaran a temblar, a tener sudores fríos, a latirles el corazón como si se les fuera a salir por la boca. Sí, sí, imagínenlo y sabrán el verdadero infierno en que vivo. A veces, incluso he llegado a romper algunos objetos con las manos (jarrones, figuritas de porcelana o cuadros), debido a tanta tensión como se me ha acumulado en el cuerpo al oír el estridente sonido del aparato telefónico.
Así las cosas, se pueden imaginar que todas las personas que quieran comunicar conmigo por vía telefónica tienen que llamar cuando algún miembro de mi familia se encuentre en casa (así ellos cogen el auricular y me lo pasan cuando ya saben de quién se trata), o bien, dejarme un mensaje en el contestador. Esta situación es tan grave que, incluso, mi mujer y mis hijos nunca han hablado conmigo utilizando el malévolo invento del señor Alexander Graham Bell. Cuando ellos quieren comunicarme algo, me mandan un mensaje al «busca», y si yo quiero decirles cualquier cosa, le digo a Marysleiys, mi eficiente secretaria, que les llame.
Sin duda, creo que ahora, después de leer mis palabras, se harán una idea aproximada de mi dolor y profunda amargura, pero estoy convencido de que esto va a cambiar. Ayer, el día de mi cuarenta y cinco cumpleaños, comprendí que esta situación no podía continuar así. Por la tarde estuve solo en casa y, como se imaginarán, no pude contestar a ninguna de las llamadas, supongo que de felicitación, que recibí. Me sentí profundamente ridículo y triste, por eso he pensado coger el toro por los cuernos, enfrentarme a ese miedo irracional de frente, cara a cara. A partir de ahora voy a coger el auricular e insultar yo primero, por si acaso.
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