HEROÍNAS DE LA II GUERRA MUNDIAL, Kathryn J. Atwood
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KATHRYN J. ATWOOD, Heroínas de la II Guerra Mundial, Edaf, Madrid, 2013, 288 páginas.
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Kathryn J. Atwood, en su introducción, destaca cómo "la mayoría de estas mujeres —las famosas y las tapadas— tenían una cosa en común: no se veían a sí mismas como heroínas. Se guiaron por su conciencia, vieron que había que hacer algo y lo hicieron."
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HORTENSE DAMAN: CORREO PARTISANA
Un oficial alto con uniforme de la SS se subió a un vagón lleno de mujeres prisioneras; tenían las manos y los pies encadenados a los asientos del tren. Echó un vistazo por el vagón hasta que vio a una prisionera en particular, un guapa joven de 17 años. Se acercó hasta ella.
«Te daré una última oportunidad», le dijo.
«No le comprendo», contestó la chica.
El oficial casi sonríe. «Te daré la libertad, te dejaré libre, si me dices dónde puedo encontrar a tú hermano».
«No puedo ayudarle», respondió la chica.
«¿No oyes lo que te estoy diciendo?», le preguntó de nuevo. «¿Me entiendes?».
«No tengo nada que decir», respondió.
El oficial sabía que esta mujer había sido golpeada e interrogada durante 30 días por la SS belga. Todos buscaban a su hermano, François Daman, un líder de la Resistencia local que había conseguido escapar de sus garras con gran habilidad. La chica había sido golpeada una y otra vez, pero se negó repetidamente a informar sobre el paradero de su hermano.
Este oficial era un experto interrogador que había visto cómo hombres hechos y derechos se venían abajo y traicionaban a sus compañeros baja similares circunstancias. Esta joven había recibido palizas un día tras otro, pero no había soltado una palabra. Sentía un gran respeto por su convicción.
«Es una lástima, Hortense», le dijo. Se echó hacia atrás, chocó los talones, y la saludó. «Ojala hubieras sido alemana». Luego se bajó del tren. Las ruedas del tren comenzaron a chirriar. Se dirigía a Ravensbruck, un lugar llamado «El infierno de las Mujeres». Era un campo de concentración para mujeres.
Durante los cuatro días de viaje, en los que nunca la desencadenaron del asiento, Hortense Daman tuvo tiempo de sobra para reflexionar sobre los sucesos que la habían puesto en ese tren.
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Hortense tenía solo 13 años cuando los alemanes invadieron Polonia en 1939. Su hermano, François, entonces 26, era sargento en el ejército belga. Cuando Alemania invadió y conquistó Bélgica en mayo del año siguiente, François comenzó a trabajar para la Cruz Roja, pero ese trabajo era solo una tapadera. En realidad, se había unido al Ejército de Partisanos belga, una de las muchas organizaciones militares de la Resistencia belga.
François le había pedido a Hortense que se uniera a los Partisanos por dos razones. Él sabía que su trabajo no tendría éxito sin la ayuda de mujeres voluntarias. También sabía que si él no le daba algo que hacer, Hortense se implicaría por sí misma. François prefería que Hortense trabajara cerca de él para poder cuidar de ella.
Le pidió que distribuyera copias del periódico clandestino más famoso de Bélgica, La Libre Belgique (Bélgica Libre). Luego, le pidió que le entregara una carta a alguien al que encontraría sentado en un banco de un parque. Al poco tiempo, Hortense estaba trabajando regularmente como correo para François; se encargaba de entregar objetos importantes aquí y allá. Su padre poseía una tienda de alimentación en su ciudad natal de Lovaina, así que Hortense realizaba estas tareas mientras montaba en bicicleta y, supuestamente, transportaba alimentos. Algunas veces llevaba realmente alimentos, pero se trataba de alimentos del mercado negro —obtenidos ilegalmente, sin cartillas de racionamiento— que servían para alimentar a los aviadores aliados que permanecían escondidos hasta que pudieran ser escoltado a salvo hasta Inglaterra.
La cesta de la bici de Hortense no tardó en llenarse con algo más que alimentos: comenzó a transportar explosivos para los Partisanos. Un día que transportaba granadas en su cesta, apenas ocultas bajo unos huevos, Hortense fue a dar directamente con una redada. Los alemanes estaban comprobando la identificación para dar con jóvenes que se hubieran escabullido del reclutamiento obligatorio para trabajar en las fábricas de municiones alemanas. También estaban buscando alimentos del mercado negro. A Hortense le dio el alto un oficial que, bruscamente, le preguntó qué llevaba. Como se había detenido de repente, Hortense trató desesperadamente de mantener el equilibrio, pues la cesta amenazaba con caer en cualquier momento.
«Solo huevos», dijo. Los huevos eran escasos y caros en la Bélgica ocupada por los nazis, incluso para los alemanes. Cuando se dio cuenta de que el oficial tenía los ojos clavados en la cesta, vio su oportunidad y sacó algunos. «¿Le gustaría algunos». Él se los quitó de la mano antes de despedirse de ella impacientemente. Se alejó pedaleando de allí hasta que las piernas comenzaron a temblarle descontroladamente y tuvo que detenerse para recuperar la compostura.
Después de entregar las granadas a su destinatario, consideró los hechos cuidadosamente: sabía que se había librado de un registro más a fondo porque era mujer. También se dio cuenta de que había mantenido la cabeza fría en una situación muy tensa. Esto le dio la confianza necesaria para aceptar otra misión, aún más peligrosa. Los alemanes estaban combatiendo con éxito a los Partisanos de la zona de Lovaina. Los líderes estaban siendo traicionados y, posteriormente, arrestados e interrogados o, simplemente, asesinados allí mismo. Había que hacer cambios, variar los planes y era necesario mover enseguida y sin levantar sospechas los archivos —que contenían los nombres y direcciones de los miembros partisanos— antes de que cayeran en manos de los alemanes.
Hortense tenía que ir en bicicleta hasta una casa para recoger un paquete con estos archivos. Luego, en caso de que la hubieran seguido, debía coger el tren en lugar de volver en bicicleta. Para entonces François ya sabía que Hortense era muy capaz. Aun así, era una misión tan peligrosa, que no podía evitar temer por su seguridad.
«Es vital que no te cojan», le dijo François a su hermana mientras se preparaba para salir.
Ella le sonrió a François. «No te preocupes, estaré bien. He memorizado los detalles de todos los contactos».
«Bueno, de todos modos, si encuentran esos papeles creerán que les ha tocado la lotería. Todo lo referente a los Partisanos en esta zona esta ahí. Si te cogen con ellos estarás en un serio problema».
Ella sonrió con seguridad mientras se sentaba sobre la bicicleta.
«Por el amor de Dios, ten cuidado», le dijo mientras observaba cómo su joven hermana se alejaba pedaleando.
Después de que Hortense estableciera contacto, recibiera el paquete y se subiera al tren, se dio cuenta con pavor, de que la GFP (Policía Militar Secreta, según sus siglas en alemán) estaba comprobando no solo las identificaciones, sino también los paquetes y las maletas. La GFP era una rama de las fuerzas armadas alemanas que, en Bélgica y, sobre todo, en Francia, trabajaba para acabar con las actividades de la Resistencia. No podía dejar que examinaran el paquete. Solo podía hacer una cosa: ir a otro vagón. Terminó en un vagón lleno de oficiales alemanes.
Un oficial alemán invitó educadamente a Hortense a que se sentara junto a él. Le cogió el paquete y lo colocó en la repisa que había sobre sus cabezas. Las letras GFP adornaban los tirantes de su chaqueta. Era evidente que se trataba de un oficial superior.
«Es algo pesado para ir cargando con él. ¿Qué es eso que pesa tanto?», preguntó.
«Revistas», respondió rápidamente Hortense.
Durante un instante terrorífico, Hortense pensó que le iba a pedir que le enseñara qué tipo de revistas eran. En lugar de eso, comenzó a charlar amigablemente con Hortense, si bien el único que hablaba era él. Él le preguntó a dónde se viajaba.
Ella le contestó la verdad, que se dirigía a su casa, en Lovaina.
Él se emocionó mucho y le dijo que también se dirigía allí: le enviaban para hacerse cargo de la Policía Militar Secreta, y que tenía intención de limpiar la zona de «terroristas» en dos meses. Luego le advirtió a Hortense que mantuviera alejada de ellos por su propia seguridad.
«No creo que me molestes, ¿verdad?», le preguntó Hortense, tratando de parecer asustada.
«Lo dudo», dijo el oficial, pero para asegurarse de que llegaba bien, y para pedirle ir a cenar, insistió en acompañarla en coche a casa desde la estación. Antes de bajar del coche le pasó el paquete y él se sonrió cuando ella le dijo que su madre no aprobaría que saliese con un oficial alemán.
Aunque Hortense se tomó algún tiempo libre tras su exitosa misión, el oficial que la acompañó, no. Se salió con la suya en un aspecto: Hortense y sus padres fueron traicionados y arrestados un día cuando los soldados irrumpieron en su casa a la hora de la cena. François no estaba allí.
Pero los alemanes estaban decididos a encontrarle. Hortense fue interrogada a diario durante 30 días, y le golpeaban con fuera cada vez que se negaba a dar la localización de François. Esta negativa fue la que la colocó en el tren que se dirigía a Ravensbruck.
Hortense no solo sobrevivió a los horrores del Infierno para Mujeres durante casi un año —entre ellos un intento de esterilización e inyecciones de gangrena como parte de un experimento médico— pero tras la llegada de su madre allí, Hortense hizo todo lo que estaba en su mano para que si madre también sobreviviera, y puso su vida en peligro en varias ocasiones.
Después de la guerra Hortense se casó con Syd Clews, un sargento del ejército británico, y se mudó con él a Inglaterra, donde tuvieron dos hijos. EL gobierno belga le otorgó a Hortense las mayores condecoraciones y, en 1989, Mark Bles escribió su autobiografía, titulada Child at War. Hortense murió en 2006 a la edad de 80.
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