JOAN MARGARIT, Un mal poema ensucia el mundo. Ensayos sobre poesía, 1988-2014, Arpa Editores, Barcelona, 2016, 220 páginas.
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Jordi Gracia es el responsable de esta magnífica compilación de ensayos, hasta ahora dispersos —prólogos y epílogos a libros propios y de otros autores, conferencias, notas a sus poemas— del poeta y arquitecto catalán a lo largo de las últimas tres décadas. Todo un acierto que, a través de la joven editorial Arpa, se presenten reunidos en este único volumen: supone un preciso boceto, un detallado plano cenital de la hondura literaria y humana de Margarit, de sus reflexiones a ambos lados del poema, como escritor y como lector; en definitiva, como persona que en las palabras encuentra —sabe tejer, y con generosidad comparte— un abrigo frente a la intemperie del mundo.
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LEER UN BUEN POEMA
Preguntarse para qué sirve la poesía es formular a la vez dos preguntas: para qué les sirve a los lectores la que el poeta escribe, y de qué le sirve a él escribirla. Sin embargo, pienso que la respuesta es única. El poeta necesita escribir poesía por la misma razón que el lector necesita leerla y el conjunto poeta-poema-lector es lo que la define: si falla uno de los tres, la poesía no existe.
El poema es una especie de partitura, abierta por tanto a muchas interpretaciones posibles: si es tan cerrada que sólo permite una interpretación, significará que no se leerá más que una vez y se olvidará. El lector no es el equivalente a la persona que escucha un concierto, sino que el lector es el músico que interpreta esa partitura. El instrumento del lector es su sensibilidad, su cultura, sus sentimientos, su estado de ánimo, sus frustraciones, sus miedos, su pasado... Todo esto conforma un instrumento riquísimo de matices y posibilidades con el que el lector o la lectora hace cada vez una interpretación del poema, una lectura diferente, como diferente es la lectura que hacen distintos lectores del mismo poema.
De la misma manera que no creo que haya diferencias de valor importantes entre el compositor y el intérprete, tampoco creo que existan entre el buen poeta y el buen lector. No existe el hecho poético sin los dos, irrevocablemente unidos a través del poema. En poesía no se da el equivalente del hecho musical de escuchar una pieza. El poema, o es interpretado por el lector, o no es. Se ha eliminado el intermediario: nadie entre el poema y el lector.
En este sentido, un recital de poesía no es una verdadera lectura, sino una aproximación que, seguramente por eso, suele reunir pocos asistentes. Puede ser, para quienes conozcan los poemas, la oferta de una interpretación distinta de la suya propia —sobre todo si se trata de la interpretación del propio poeta— y, para quienes no los conozcan, un anticipo, un tráiler. Para personas poco acostumbradas a leer poesía, puede ser, simplemente, una primera aproximación al género. Pero el hecho poético central continúa siendo la interpretación del poema en el más solitario e intenso de los conciertos.
Esta visión me parece que explica el hecho de que no pueda haber relajamiento de la atención durante la lectura de un poema, como puede pasar con la prosa o con la mera asistencia a un concierto. Y también explica que el número de lectores de poesía sea menor que el de lectores de novelas, porque la tensión al leer un libro de poemas es necesariamente más alta. Incluso en las buenas novelas, el novelista permite deliberadamente un relajamiento de la tensión de la lectura, porque es parte de su técnica literaria, ya que lo hace para que el relato funcione. Pero incluso las buenas novelas tienen lectores que entran en ellas en parte como entretenimiento. La buena poesía no tiene este tipo de lectura posible.
Puede parecer una paradoja que, por una parte, un libro de poemas exija la máxima tensión a la lectura y, al mismo tiempo, que no exija ningún tipo de preparación especial al lector. Pero no hay contradicción alguna. Lo que hace entenderloasí es la desconfianza en las personas, la creencia de que somos más distintos de lo que en realidad somos. Porque ante la dureza de la vida todos somos muy parecidos. Ante la muerte de alguien a quien se ama, los sentimientos de los poderosos y de los humildes son los mismos. Lo que nos diferencia es tan solo la capacidad de explicar lo que nos sucede. Pero lo que nos sucede, también sucede, o puede sucederle, a todo el mundo. Como se dijo al hablar de la inspiración, precisamente por esto se puede escribir poesía.
La comparación entre poesía y música revela muchos puntos de contacto y eso facilita todavía más la utilización del símil musical para entender mejor lo que es la poesía. Por ejemplo, en el poema importa la disonancia, aquello que espera ser resuelto más adelante. Es como una alusión que se deja que interprete el lector. Un poema, como una pieza musical, son una serie de efectos dinámicos que convergen hacia un lugar de reposo, porque también en un poema hay centros hacia los cuales tienen que converger los significados. La melodía, en fin, serían las partes del poema que inducen al lector a percibir una cierta intensidad, y es lo más difícil de enseñar a componer si no se tiene un don innato para ser compositor o poeta.
La persona que lee un poema lo interpreta con un instrumento tan afinado que nadie lo puede manejar mejor que ella misma y, para servirse de él, no le hace falta más preparación que la propia necesidad y decisión de hacerlo. Es un instrumento que cualquier vida ha obligado a dominar a quien la ha vivido. Ni de nadie en condiciones de miseria extrema se puede decir que, en una determinada circunstancia, no sería capaz de sacar partido de un buen poema. Las historias de tiempos difíciles: guerras, revoluciones —pienso en los gulags rusos— han dado un abundante testimonio de ello.
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