SANTIAGO POSTEGUILLO, La noche en que Frankestein leyó El Quijote, Planeta, 2012, 230 páginas.
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En el Prólogo (pp. 9-10) el autor anuncia su travesía: este libro es "un pequeño gran viaje que pretende mostrar al lector aquello que se esconde detrás de los libros".
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ESCRITORES ASESINOS
Que yo sepa, porque en esto, como en todo, hay que ser cauto, sólo he cenado una vez con una asesina confesa, es decir, con una persona que quitó la vida de forma brutal a otro ser humano y ha admitido haberlo hecho. Uno podría concluir con facilidad que mi encuentro con Juliet Hulme, que así se llama esta persona, fue tumultuoso, peligroso y tenso, pero no fue así. Tampoco hay que deducir que fue en una cárcel de máxima seguridad tras someterme a rigurosos controles (más o menos los mismos que padecemos cuando estamos en un aeropuerto). Pero nada puede haber más alejado de la realidad de aquel encuentro. Todo surgió por mis editoras, quienes, por un lado, pensaban, y estaban en lo cierto, que me resultaría interesante conocer a Juliet Hulme; y, por otro, por un motivo quizá menos altruista, pero sin duda muy práctico: buscaban a algún escritor que pudiera departir con ella en inglés, su lengua nativa. Las escritoras inglesas (los escritores ingleses también) y, en general, los ingleses de ambos sexos no suelen ser muy proclives al aprendizaje de otros idiomas, así que un escritor español profesor titular de Filología Inglesa es algo muy socorrido para estas veladas.
Que yo sepa, porque en esto, como en todo, hay que ser cauto, sólo he cenado una vez con una asesina confesa, es decir, con una persona que quitó la vida de forma brutal a otro ser humano y ha admitido haberlo hecho. Uno podría concluir con facilidad que mi encuentro con Juliet Hulme, que así se llama esta persona, fue tumultuoso, peligroso y tenso, pero no fue así. Tampoco hay que deducir que fue en una cárcel de máxima seguridad tras someterme a rigurosos controles (más o menos los mismos que padecemos cuando estamos en un aeropuerto). Pero nada puede haber más alejado de la realidad de aquel encuentro. Todo surgió por mis editoras, quienes, por un lado, pensaban, y estaban en lo cierto, que me resultaría interesante conocer a Juliet Hulme; y, por otro, por un motivo quizá menos altruista, pero sin duda muy práctico: buscaban a algún escritor que pudiera departir con ella en inglés, su lengua nativa. Las escritoras inglesas (los escritores ingleses también) y, en general, los ingleses de ambos sexos no suelen ser muy proclives al aprendizaje de otros idiomas, así que un escritor español profesor titular de Filología Inglesa es algo muy socorrido para estas veladas.
El encuentro tuvo lugar durante la Semana Negra de Gijón, pues Juliet Hulme acababa de publicar una nueva novela de crímenes, una más de una larga serie. La editorial seleccionó, con muy buen gusto, una magnífica sidrería asturiana donde la comida y la sidra, como no podría ser de otra forma, eran excelentes. Nos presentaron y nos sentamos frente a frente.
—Soy Santiago Posteguillo —dije en un tono cordial—; encantado de conocerla.—Anne Perry —respondió ella haciendo uso del nombre con el que es hoy más conocida, y estrechamos las manos.
A ella le sorprendió mi conocimiento sobre la literatura inglesa, en particular sobre el período victoriano, del que ella es una experta y que recrea en muchas de sus magníficas novelas. Le expliqué que yo impartía clases de literatura inglesa en la universidad. Las opiniones de Juliet Hulme/Anne Perry eran mesuradas, profundas y agudas. Tuve que estar concentrado como pocas veces. No quería quedar mal o dejar en mal lugar a la editorial y que ella se pudiera volver al Reino Unido pensando que los escritores españoles no tenemos una conversación que pueda merecer la pena. Lo más curioso es que durante toda aquella cena me olvidé por completo del tormentoso pasado de mi interlocutora.
Y es que aquella experta en novela victoriana, novela sobre la primera guerra mundial y novela negra, entre otras muchas cosas más, asesinó, cuando era adolescente, a la madre de una íntima amiga suya, que también participó en el crimen, de forma brutal, asestando a la pobre mujer cuarenta y cinco golpes con un ladrillo. Luego las dos adolescentes arguyeron que la mujer había sufrido un accidente.
—Se ha caído por la escalera —dijeron.
Pero al final todo se descubrió. Era imposible que aquellas heridas fueran resultado de un accidente. El móvil parecía estar en que los padres iban a separar a las dos adolescentes y éstas reaccionaron de la peor de las formas posibles, pensando, en su ingenuidad, que al asesinar a la madre de una de ellas todo se detendría.
Fueron juzgadas, condenadas y encarceladas. Todo esto ocurrió en Nueva Zelanda. Eran menores y no quedó claro nunca si habían actuado bajo los efectos de alguna droga alucinógena (yo prefiero pensar que sí). Por su escasa edad tuvieron una condena de cinco años de cárcel que cumplieron íntegramente. También quedaron sentenciadas a no verse nunca más. Juliet Hulme retornó a su Reino Unido natal. Se cambió el nombre y, al cabo del tiempo, decidió intentar ganarse la vida escribiendo novelas. Lo hacía y lo hace muy bien. Su nombre actual es Anne Perry, muchas de sus novelas están traducidas al español y son fáciles de encontrar en nuestras librerías y centros comerciales. Y son muy recomendables. Hablo de esta historia porque no desvelo nada personal que no sea ya público, aunque muchos aún puedan desconocerlo. Para que se hagan una idea, el director Peter Jackson llevó este terrible suceso al cine contando con la actriz Kate Winslet como protagonista (es decir, como Juliet Hulme/ Anne Perry) en la película Criaturas celestiales.
Lo cierto es que esto de asesinar y escribir no es tan infrecuente. Cabe recordar, por ejemplo, a Hill Ford, Fallada, Bala, Unterweger y otros muchos. ¿Los escritores tenemos instintos criminales o a los criminales les gusta escribir? Si Oscar Wilde viviera se lo preguntaría. Estoy seguro de que él tendría una respuesta adecuada. Siempre la tenía para las paradojas. Y, hablando de escritores asesinos, no podemos olvidarnos de Henry Abbot. Un homicida que escribió al famoso autor Norman Mailer desde la cárcel, tal y como nos cuenta muy bien José Ovejero en su libro Escritores delincuentes (ya les digo que este tema da para mucho). El asesino Abbot impresionó con su buena prosa al escritor Mailer hasta el punto de que este último inició una campaña para que le excarcelasen. Y lo consiguió. Abbot salió de prisión y publicó un libro con una selección de sus cartas, que recogían sus pensamientos con una notable y poderosa forma de narrar. Lamentablemente, a las seis semanas de su excarcelación, Abbot tuvo una «desavenencia» con un camarero que derivó rápidamente en una discusión airada y Abbot, que se ve que seguía siendo hombre con un mal pronto, mató al camarero de una cuchillada. Y Abbot de vuelta a la cárcel.
Tampoco era manco Vlado Taneski, que escribía para el periódico la crónica de sucesos y, en su tiempo libre, publicaba novela negra. La lástima es que Taneski empezó a describir con tal grado de detalle algunos asesinatos sobre prostitutas que habían ocurrido en su región que los inspectores pronto comprendieron que ese nivel de conocimiento sobre aquellos horribles sucesos se debía a que Taneski era el autor mismo de los crímenes sobre los que luego escribía. No sé si alguno de estos asesinos quería llevar a término alguno de los postulados del ensayo de Thomas de Quincey titulado Del asesinato considerado como una de las bellas artes, ensayo que influyó notablemente en Edgar Allan Poe y sir Arthur Conan Doyle, sólo que estos maestros de la literatura se limitaron a recrear el asesinato con palabras sin necesidad de herir o matar a nadie. Es verdad que sobre sir Arthur Conan Doyle queda la duda, extendida por el libro que Roger Garrick publicó en 1989 acusando al creador de Sherlock Holmes de haber envenenado a un amigo escritor con el doble fin de ocultar su relación amorosa con la esposa de éste y, además, robarle el manuscrito de El sabueso de los Baskerville. En 2006 se exhumó el cadáver de Fletcher Robinson, que así se llamaba el amigo escritor de Conan Doyle, para intentar confirmar la teoría de Garrick. Nunca se encontraron rastros de veneno y todo parece más una obra de difamación que producto de una investigación seria.
William Burroughs, sin embargo, sí que es un escritor condenado por asesinato. Ocurrió en México en 1951. En un evidente estado de ebriedad, decidió jugar a Guillermo Tell con su mujer, Joan Vollmer. Si el disparo que mató a Joan fue accidental, como defendió el abogado de Burroughs, o no lo fue es algo difícil de averiguar. Burroughs y su abogado hicieron todo lo posible por sobornar a los investigadores y las autoridades judiciales de México para poder quedar sin condena. Como fuera que al final no estaba claro el desenlace del juicio, Burroughs huyó a Estados Unidos, donde empezó una exitosa carrera como escritor.
Y hay más ejemplos de asesinos escritores, pero, en la mayoría de los casos, la obra de estas personas no es, por decirlo suavemente, no vaya a ser que alguno de ellos lea este libro y me busque, demasiado buena. Excepto, eso sí, las novelas de Burroughs y, sin duda alguna, las de Anne Perry, que me gustan mucho más. Esta deliciosa dama británica es otra historia, está a otro nivel. Durante aquella cena en Gijón no hablamos de su pasado, por supuesto; ni habría sido oportuno ni mucho menos elegante; ni siquiera hablamos de crímenes ni de novela negra. Hasta ese punto llegaba mi cobardía o mi prudencia.
Así que ya saben: cuando estén cenando con un escritor, sean comedidos en las críticas. Nunca se sabe cómo podemos reaccionar.
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