domingo, noviembre 20, 2011

HISTORIAS DEL SEÑOR KEUNER, Bertolt Brecht

BERTOLT BRECHT, Historias del señor Keuner, Alba Editorial, Barcelona, 2007, 160 páginas.

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En Nota al texto (pp. 13-17), Isabel Hernández relata cómo en el año 2006 se editó por primera vez la Colección completa de estos 121 relatos escritos por Brecht entre 1929 y 1956.

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MEDIDAS CONTRA LA VIOLENCIA

   Cuando el señor Keuner, el Pensador, se pronunciaba contra la violencia en una sala, frente a mucha gente, advirtió que, de pronto, los asistentes empezaban a retroceder ante él y a marcharse. Volvió la mirada y vio a sus espaldas, de pie... a la violencia.
   —¿Qué estabas diciendo? —le preguntó la violencia.
   —Me pronunciaba en favor de la violencia —respondió el señor Keuner.
   Cuando el señor Keuner se hubo marchado, sus discípulos le preguntaron si no tenía agallas. El señor Keuner respondió:
   —No tengo agallas para que me las vapuleen. Precisamente yo debo vivir más tiempo que la violencia.
   Y el señor Keuner relató la siguiente historia:
   —A casa del señor Egge, el que había aprendido a decir no, llegó un día, en la época de la ilegalidad, un agente que le mostró un documento expedido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en el cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie pasaría a pertenecerle; también le pertenecería cualquier comida que pidiera, y todo hombre que se cruzara en su camino debería asimismo servirle.
   »El agente se sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se acostó y, con la cara vuelta hacia la pared, poco antes de dormirse preguntó:
   —¿Estás dispuesto a servirme?
   El señor Egge lo cubrió con una manta, ahuyentó las moscas, veló su sueño y, al igual que aquel día, lo siguió obedeciendo por espacio de siete años. No obstante, hiciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que siempre se abstuvo: de decir ni siquiera una palabra. Transcurridos los siete años murió el agente, que había engordado de tanto comer, dormir y dar órdenes. El señor Egge lo envolvió entonces en la manta ya podrida, lo arrastró fuera de la casa, lavó el camastro, enjalbegó las paredes, lanzó un sus piro de alivio y respondió:
   —No.

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