ALBERTO RAMPONELLI, Una costumbre de Oceanía, Ediciones Simurg, Buenos Aires, 2006, 124 páginas.
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EL ASESINO SE ARREPIENTE
Cierto pasaje de Hegel dice: “...la vida ultrajada aparece como un poder hostil contra el culpable y lo persigue de igual modo que éste había perseguido a aquélla: así el castigo como destino es la reacción idéntica a la del acto del propio ofensor, de un poder que él mismo ha armado, de un enemigo convertido en enemigo por él mismo”.
Claro, él no había leído este pasaje de Hegel, o si lo había leído no lo tuvo en cuenta cuando, dejándose llevar por la ira, mató a Juan delante de testigos. A partir de ese momento tuvo que escapar y esconderse. Sabía que la ley lo buscaba, tomó precauciones. No se quedaba demasiado tiempo en ningún sitio, prefería trabajos nocturnos para reducir su exposición pública, cortó todo lazo con su familia. Se volvió receloso, solitario. Sintió que podía acostumbrarse a esta vida, en definitiva pautada por ciertos requisitos, como cualquier otra.
No pudo acostumbrarse, sin embargo, a un hecho imprevisto: la presencia de Juan. Una presencia que fue agrandándose día tras día. Acechante, amenazador, Juan estaba en todas las cosas. En caras y miradas, en las sombras de su pieza, en los espejos, en la sirena que atravesando la noche llegaba hasta su insomnio. También fueron Juan los policías que finalmente lo apresaron, los jueces que dictaminaron su condena, incluso esa página del código penal en que los jueces basaron su dictamen. Fueron Juan los carceleros, los demás reclusos con quienes compartía el cautiverio, las horas del reloj, los días en el calendario, la soledad, las sombras, ahora, de su celda.
Entonces el hombre deseó desconsoladamente un imposible: que las cosas hubieran ocurrido a la inversa, que el muerto fuera él y no el otro, para así perseguir a Juan, con la forma imbatible de un fantasma, hasta el fin de los días.
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