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RAMIRO
—¡Buenos días nos dé Dios!
—Hum...
Y el que pasaba hasta cambiaba de color.
Se le encogía el corazón al oír una respuesta así en un paraje tan desolado. ¡Hasta daba miedo!
Felizmente no se trataba de ningún ladrón.
Después de mascullar aquel gruñido por todo saludo, permanecía quieto, tranquilo, apoyado en la guadaña, con sus ojos opacos clavados en la blancura del rebaño. Ramiro era pastor.
Más de un domingo, a la entrada de la iglesia, Manuel el Pelinhas, que era un charlatán, se había metido con él.
—Cualquiera diría que te cuesta trabajo hablar...
Pero Ramiro respondía a estas bromas sin despegar los labios, y sin despegar los labios oía la misa que decía don Joáo. Si al final había letanía, no contestaba, y si el cura, en el altar, hacía señas a los hombres para que cantasen el Tantum ergo, él no cantaba.
Veinte años en el monte Maráo le habían llenado el alma de silencio. En una aridez como aquélla, sólo las vidas que latían sin ruido conseguían salir adelante. La chamiza, la retama, el tojo, las lagartijas, las culebras y los saltamontes crecían en medio de ese mismo receloso mutismo. En marzo, florecían los urces. Pero esta explosión de color no tenía fuerza suficiente para despertar a las rocas. Y la lección que Ramiro aprendía diariamente era la de una irremediable afonía cósmica, quebrada de vez en cuando por el monosilábico balido de un cordero que se quedaba absorto contemplando un guijarro o por los ladridos del Rilha que, presuroso, denunciaba la presencia de algún lobo. Y, por todo esto, no utilizaba palabras sino un lenguaje muy diferente: un silbido seco, estridente, instantáneo, que les lanzaba a sus interlocutores con la misma violencia que a las reses descarriadas. El pitido, que salía de sus labios con el ímpetu de una embestida, se metía por los oídos como un puñal. Los tímpanos llegaban casi a sangrar.
—¡Y todavía quieres que con esa manera de hablar te caiga la Rosa en los brazos!
Sí que quería. Cuando pasaba a su lado, se la comía con los ojos. Desgraciadamente no sabía formular de otro modo el deseo que lo consumía. Y, a pesar de que su madre le preparaba el terreno, seguía soltero, por no poder expresarse.
Por la mañana, se levantaba incluso más temprano que su perro guardián. Sin embargo, ni le pedía la bendición a la pobre de la tía Etelvina, que consideraba a aquel hijo como un castigo del cielo, ni le daba los buenos días al rebaño... Un silbido, y nada más. Y así avisaba a la madre y al ganado de que era la hora. La infeliz acudía a darle el zurrón, y el rebaño se preparaba para salir. Poco después, la procesión se ponía en marcha camino del Maráo, ese desierto sin voz. Ramiro iba siempre solo. Nunca buscaba la compañía de otros pastores. Su norma era caminar en solitario aunque llevase el rebaño a los mismos confines de la sierra.
—¿Hay pasto en la Gralheira?
—Hum...
Nada más. El que quisiera saberlo que fuese hasta allí. Y seguía distante, absorto, sin decir una palabra. Si por casualidad se encontraba a algún compañero en un valle, y no podía o no quería evitarlo, se quedaba allí plantado sin abrir la
boca, sin darse por enterado de la presencia del intruso.
Y eso fue lo que sucedió aquel día. Se presentó el Ruela y sus ovejas se metieron a pastar entre las de Ramiro. No abrió la boca, y permaneció así horas y horas, hasta que ocurrió la desgracia. Tampoco después, al consumarse la tragedia,
dijo nada. Cuando el Ruela quiso justificarse, le respondió con una mirada todavía más dura. Y cuando levantó la guadaña, lo hizo también en silencio, como si fuese a cumplir un voto.
—¡Te juro que no he querido darle!
Pero Ramiro estaba como loco. La Mimosa era la oveja más bonita de Arca. Y verla así, tendida y muerta, era algo que iba más allá de su poder de comprensión.
—¡Créeme, ha sido sin querer!
Al pobre Ruela, al separar el ganado,se le había ido la mano. El resultado fue que le había pegado tal pedrada a la oveja en la barriga, que la desgraciada, con un vientre como el de una vaca preñada, había abortado y había muerto. No fue en el acto. Ya habían pasado algunas horas cuando empezó a balar, a balar, con una desesperación tan grande que parecía una criatura humana. A balar y a irse en sangre. Ramiro, mientras duró la agonía, apretaba el cabo de la guadaña con una rabia amordazada. Los ojos se le iban tiñendo de rojo de los esfuerzos que hacía para contenerse. Desgraciadamente, ocurrió lo peor... El corazón del animal, de repente, dejó de latir. Y entonces ya no pudo dominarse.
—¡Por el alma de tus muertos, Ramiro!
Esta súplica, de una angustia ilimitada, brotó con el fervor de una oración del oprimido pecho del condenado. Pero la guadaña hendía ya el aire como un destino. Y su grito de terror no encontró eco. Fue flotando, indeciso, sierra adelante
y acabó perdiéndose en un barranco. Y así tenia que ser la eternidad de ese instante, para que Ramiro estuviese en consonancia consigo mismo. Su alma era muda como una tumba. En el momento preciso en que la cuchilla iba a caer sobre la cabeza del Ruela, hasta los montes se quedaron atónitos de espanto. Sólo que, ahora más que nunca, la boca de Ramiro estaba cerrada. Rasgada y fina, hacía pensar en una larga herida cicatrizada. En su rostro rudo lo único que hablaban eran sus grandes ojos abiertos. Inyectados en sangre, no expresaban más que una determinación total, feroz, en la que no cabía el perdón.
Y, sobre el cadáver inocente de aquel hombre, no se oyó, en un instante fugaz, más que un silbido seco, agudo, llamando al rebaño para que regresara al redil.
—¡Buenos días nos dé Dios!
—Hum...
Y el que pasaba hasta cambiaba de color.
Se le encogía el corazón al oír una respuesta así en un paraje tan desolado. ¡Hasta daba miedo!
Felizmente no se trataba de ningún ladrón.
Después de mascullar aquel gruñido por todo saludo, permanecía quieto, tranquilo, apoyado en la guadaña, con sus ojos opacos clavados en la blancura del rebaño. Ramiro era pastor.
Más de un domingo, a la entrada de la iglesia, Manuel el Pelinhas, que era un charlatán, se había metido con él.
—Cualquiera diría que te cuesta trabajo hablar...
Pero Ramiro respondía a estas bromas sin despegar los labios, y sin despegar los labios oía la misa que decía don Joáo. Si al final había letanía, no contestaba, y si el cura, en el altar, hacía señas a los hombres para que cantasen el Tantum ergo, él no cantaba.
Veinte años en el monte Maráo le habían llenado el alma de silencio. En una aridez como aquélla, sólo las vidas que latían sin ruido conseguían salir adelante. La chamiza, la retama, el tojo, las lagartijas, las culebras y los saltamontes crecían en medio de ese mismo receloso mutismo. En marzo, florecían los urces. Pero esta explosión de color no tenía fuerza suficiente para despertar a las rocas. Y la lección que Ramiro aprendía diariamente era la de una irremediable afonía cósmica, quebrada de vez en cuando por el monosilábico balido de un cordero que se quedaba absorto contemplando un guijarro o por los ladridos del Rilha que, presuroso, denunciaba la presencia de algún lobo. Y, por todo esto, no utilizaba palabras sino un lenguaje muy diferente: un silbido seco, estridente, instantáneo, que les lanzaba a sus interlocutores con la misma violencia que a las reses descarriadas. El pitido, que salía de sus labios con el ímpetu de una embestida, se metía por los oídos como un puñal. Los tímpanos llegaban casi a sangrar.
—¡Y todavía quieres que con esa manera de hablar te caiga la Rosa en los brazos!
Sí que quería. Cuando pasaba a su lado, se la comía con los ojos. Desgraciadamente no sabía formular de otro modo el deseo que lo consumía. Y, a pesar de que su madre le preparaba el terreno, seguía soltero, por no poder expresarse.
Por la mañana, se levantaba incluso más temprano que su perro guardián. Sin embargo, ni le pedía la bendición a la pobre de la tía Etelvina, que consideraba a aquel hijo como un castigo del cielo, ni le daba los buenos días al rebaño... Un silbido, y nada más. Y así avisaba a la madre y al ganado de que era la hora. La infeliz acudía a darle el zurrón, y el rebaño se preparaba para salir. Poco después, la procesión se ponía en marcha camino del Maráo, ese desierto sin voz. Ramiro iba siempre solo. Nunca buscaba la compañía de otros pastores. Su norma era caminar en solitario aunque llevase el rebaño a los mismos confines de la sierra.
—¿Hay pasto en la Gralheira?
—Hum...
Nada más. El que quisiera saberlo que fuese hasta allí. Y seguía distante, absorto, sin decir una palabra. Si por casualidad se encontraba a algún compañero en un valle, y no podía o no quería evitarlo, se quedaba allí plantado sin abrir la
boca, sin darse por enterado de la presencia del intruso.
Y eso fue lo que sucedió aquel día. Se presentó el Ruela y sus ovejas se metieron a pastar entre las de Ramiro. No abrió la boca, y permaneció así horas y horas, hasta que ocurrió la desgracia. Tampoco después, al consumarse la tragedia,
dijo nada. Cuando el Ruela quiso justificarse, le respondió con una mirada todavía más dura. Y cuando levantó la guadaña, lo hizo también en silencio, como si fuese a cumplir un voto.
—¡Te juro que no he querido darle!
Pero Ramiro estaba como loco. La Mimosa era la oveja más bonita de Arca. Y verla así, tendida y muerta, era algo que iba más allá de su poder de comprensión.
—¡Créeme, ha sido sin querer!
Al pobre Ruela, al separar el ganado,se le había ido la mano. El resultado fue que le había pegado tal pedrada a la oveja en la barriga, que la desgraciada, con un vientre como el de una vaca preñada, había abortado y había muerto. No fue en el acto. Ya habían pasado algunas horas cuando empezó a balar, a balar, con una desesperación tan grande que parecía una criatura humana. A balar y a irse en sangre. Ramiro, mientras duró la agonía, apretaba el cabo de la guadaña con una rabia amordazada. Los ojos se le iban tiñendo de rojo de los esfuerzos que hacía para contenerse. Desgraciadamente, ocurrió lo peor... El corazón del animal, de repente, dejó de latir. Y entonces ya no pudo dominarse.
—¡Por el alma de tus muertos, Ramiro!
Esta súplica, de una angustia ilimitada, brotó con el fervor de una oración del oprimido pecho del condenado. Pero la guadaña hendía ya el aire como un destino. Y su grito de terror no encontró eco. Fue flotando, indeciso, sierra adelante
y acabó perdiéndose en un barranco. Y así tenia que ser la eternidad de ese instante, para que Ramiro estuviese en consonancia consigo mismo. Su alma era muda como una tumba. En el momento preciso en que la cuchilla iba a caer sobre la cabeza del Ruela, hasta los montes se quedaron atónitos de espanto. Sólo que, ahora más que nunca, la boca de Ramiro estaba cerrada. Rasgada y fina, hacía pensar en una larga herida cicatrizada. En su rostro rudo lo único que hablaban eran sus grandes ojos abiertos. Inyectados en sangre, no expresaban más que una determinación total, feroz, en la que no cabía el perdón.
Y, sobre el cadáver inocente de aquel hombre, no se oyó, en un instante fugaz, más que un silbido seco, agudo, llamando al rebaño para que regresara al redil.
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