ANDREA CAMILLERI, Mujeres, Salamandra, Madrid, 2015, 208 páginas.
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Era el día de mi vigésimo octavo cumpleaños, y una amable pareja de mi edad había querido invitarme a cenar para celebrarlo juntamente con otros amigos.
Salí de su casa, un tanto achispado, algo pasadas las dos de la madrugada y me encaminé hacia la parada del tranvía. Pese a ser una noche espléndida de un tibio septiembre romano, las calles estaban desiertas.
En la parada había una chica sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el poste que sostenía el tablón de horarios y las rodillas a la altura del mentón, sujetas entre los brazos cruzados. Tenía la cabeza inclinada hacia abajo y, por lo tanto, no era posible distinguir su rostro, tapado además por su largo cabello rubio. Me pareció que estaba dormida. No se movió ni siquiera cuando el tranvía anunció rechinando su llegada. Entonces me agaché y le toqué un hombro.
—Despierte, está llegando el tranvía.
Levantó la cabeza despacio. De sus enormes ojos azules se derramaban gruesas lágrimas silenciosas. No dijo nada ni hizo el menor intento de levantarse. Fui yo el que hincó una rodilla en el suelo.
—¿Se encuentra mal?
—No.
—Entonces, ¿por qué llora?
—¿Estoy llorando? —preguntó, sinceramente extrañada.
La muchacha se pasó las manos por la cara, se las miró y se las frotó en los vaqueros.
—Es verdad —dijo—, no me había dado cuenta.
A todo esto, el tranvía había llegado, se había parado y había vuelto a irse sin mí.
Volvió a adoptar la postura en la que estaba al principio. Dado que había perdido el tranvía, no me quedaba otra que caminar hasta la parada de taxis más cercana. No me sentía con fuerzas para esperar otra hora. Me levanté, pero ella me detuvo, dirigiéndose a mí sin moverse.
—No te vayas.
Me lo pidió como quien pide un cigarrillo. Sin ningún tono en particular. Me senté en el bordillo, delante de ella. Se quedó un rato en silencio; luego volvió a hablarme, replegada en sí misma como un erizo.
—Me llamo Carla, ¿y tú?
Le dije mi nombre. Levantó la cabeza de golpe y esta vez me miró fijamente.
—Mi primer novio se llamaba como tú. Lo quería mucho. Se murió.
—Verás, Carla —dije—, estoy un poco cansado y me gustaría irme a dormir. Si quieres, puedo acompañarte a casa.
—No recuerdo dónde vivo —dijo—, por eso estaba aquí sentada. Esperaba que me viniera a la cabeza.
—Pero ¿no llevas cartera, documentos, algo que…?
—No llevo nada encima. Lo he perdido todo, o quizá me lo han robado, no lo sé.
¿Lo decía en serio o estaba de guasa? Por su tono de voz, me convencí de que decía la verdad.
—Y si no consigues recordar dónde vives, ¿qué vas a hacer? ¿Te irás a un hotel?
—No tengo un céntimo.
—Entonces, ¿dónde piensas pasar la noche?
—Ni idea.
Rápidamente, tomé una decisión. Le propuse que se viniera a mi casa; le dije que vivía con un amigo que no volvería hasta última hora de la mañana, por lo que podía dormir en su cuarto.
—De acuerdo. Pero no quiero que pienses que… Vamos, que yo no…
—Ya lo sé —dije—, no te preocupes.
Se puso en pie y caminamos hacia la parada.
Era más alta que yo, tenía cuerpo de modelo. Debía de tener mi misma edad. A ratos aflojaba el paso, se detenía, arrugaba la frente y miraba a su alrededor, desorientada, perpleja. Luego echaba de nuevo a andar.
Aparecimos en una avenida bastante transitada; la parada de taxis estaba al otro lado. Por la derecha se acercaba un coche a gran velocidad. Nos paramos en la acera para dejarlo pasar. De pronto, Carla hizo algo que me extrañó: se puso a contar en voz alta.
—Uno… dos… ¡y tres!
Y a la de tres saltó a la calzada y se abalanzó contra el coche. Cerré los ojos, horrorizado. Sin embargo, lo que se oyó no fue un golpe terrible y un frenazo, que era lo que esperaba, sino un desesperado chirrido de neumáticos. Abrí los ojos a tiempo para ver que el conductor había logrado esquivarla por los pelos y proseguía su camino.
Carla se había quedado inmóvil en medio de la calle y empezaban a llegar más coches. Fui hacia ella, pero para conseguir que se subiera a la isleta tuve que agarrarla de los hombros y llevármela poco menos que a rastras.
—¿Estás loca?
—No.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho?
—Me apetecía.
Yo temblaba del susto; ella estaba totalmente serena. En el taxi, en un momento dado, me miró como si no me hubiese visto nunca.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Andrea.
—Eres la primera persona que conozco con ese nombre. Yo me llamo Stefania.
Pero ¿no había dicho que…? Lo dejé correr.
Lo primero que me dijo nada más llegar a casa fue:
—Quiero agua.
—¿Quieres beber?
—No, sobre mí.
—¿Quieres ducharte?
—Eso, no me salía la palabra.
Primero le mostré la que sería su habitación y luego el baño. Me fui a mi cuarto. Apareció al cabo de quince minutos, desnuda y chorreante. Quitaba el hipo.
—No sé cómo parar el agua.
Cerré los grifos. Ella no se secó, y se fue a la cama sin ni siquiera despedirse. Se había dejado la ropa en el baño. Registré con cuidado sus vaqueros de marca. Todos los bolsillos estaban vacíos, no llevaba más que un pañuelo.
Dormí profundamente. Cuando me desperté ya eran las diez de la mañana. Me acordé de Carla. ¿O era Stefania? Me levanté y fui a su cuarto. Sólo la cama deshecha. Fui al baño; la ropa no estaba allí. Se había ido.
Reparé en que mis pantalones, que la noche anterior había dejado colgados detrás de la puerta del lavabo, estaban en el suelo. Al recogerlos vi, debajo, mi billetera. Dentro, lo sabía muy bien, estaban las últimas cuatro mil miserables liras que
me quedaban. Ahora sólo había tres mil.
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