VII Concurso de microrrelatos mineros Manuel Nevado Madrid, KRK Ediciones, Oviedo, 2011, 85 páginas.
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LA ÚLTIMA PUERTA ABIERTA
Cuando llegó al pueblo esperaba encontrar una vida un poco más fácil. Separarse de su familia fue un amargo trance, pero albergaba la esperanza de empezar de nuevo. El tiempo transcurría y una tras otra las puertas en las que conseguir un trabajo se cerraban ante sus problemas. Sólo permanecía abierta una, tan negra y oscura como el carbón que procedía de sus entrañas. Ante el temor a una nueva negativa, decidió esta vez hacer las cosas de manera diferente. Una buena imagen sería de gran ayuda, así que frente al espejo del baño de la pensión, cortó uno tras otro aquellos mechones rebeldes que caían sobre su frente. Necesitaría un traje de pana, uno de segunda o tercera mano que estuviera en buen uso, un calzado y una boina que cubriese el miedo de sus ojos. Cuando lo tubo todo se armó de valor y se presentó a pedir un puesto en la mina.
Quizá fue la suerte, quizá el destino, el caso es que en su primer día de trabajo nadie se percató de su presencia, una sombra más entre los que acudían a arrancar carbón. La oscuridad solo rota por la lámpara acoplada a su casco, y el polvo que impregnaba su piel, sus pulmones y su ánimo, se convirtieron pronto en sus únicos amigos. El miedo a un derrumbe, a perder un brazo en un desprendimiento se paseaba por su mente mientras recorría de rodillas la distancia que se le antojaba enorme hasta la veta. Su escasa fuerza fisica quedaba compensada con las ganas de sacar adelante a su hijo. Tras una jornada extenuante, al sentirle entre sus brazos de nuevo, pensó que su sacrificio valía la pena y decidió continuar, curó las ampollas de sus manos y las cicatrices de su alma y puntual cada mañana se presentó al tajo.
Más de un mes, ya habían pasado cuarenta días cuando sus compañeros decidieron apodarle «el mudo», quizá si hubieran buscado en su mirada de cielo de verano, habrían encontrado todas las palabras que por miedo a ser descubierta no pronunciaba. Pero los tiznajos del carbón sobre su rostro aún aniñado le proporcionaban un maquillaje perfecto, el pecho comprimido tras una venda y los trasquilones que dejaron los bucles de su hermosa melena tirados al suelo, completaban el camuflaje necesario para que una madre soltera como ella pudiera sacar adelante a su hijo.
Cuando llegó al pueblo esperaba encontrar una vida un poco más fácil. Separarse de su familia fue un amargo trance, pero albergaba la esperanza de empezar de nuevo. El tiempo transcurría y una tras otra las puertas en las que conseguir un trabajo se cerraban ante sus problemas. Sólo permanecía abierta una, tan negra y oscura como el carbón que procedía de sus entrañas. Ante el temor a una nueva negativa, decidió esta vez hacer las cosas de manera diferente. Una buena imagen sería de gran ayuda, así que frente al espejo del baño de la pensión, cortó uno tras otro aquellos mechones rebeldes que caían sobre su frente. Necesitaría un traje de pana, uno de segunda o tercera mano que estuviera en buen uso, un calzado y una boina que cubriese el miedo de sus ojos. Cuando lo tubo todo se armó de valor y se presentó a pedir un puesto en la mina.
Quizá fue la suerte, quizá el destino, el caso es que en su primer día de trabajo nadie se percató de su presencia, una sombra más entre los que acudían a arrancar carbón. La oscuridad solo rota por la lámpara acoplada a su casco, y el polvo que impregnaba su piel, sus pulmones y su ánimo, se convirtieron pronto en sus únicos amigos. El miedo a un derrumbe, a perder un brazo en un desprendimiento se paseaba por su mente mientras recorría de rodillas la distancia que se le antojaba enorme hasta la veta. Su escasa fuerza fisica quedaba compensada con las ganas de sacar adelante a su hijo. Tras una jornada extenuante, al sentirle entre sus brazos de nuevo, pensó que su sacrificio valía la pena y decidió continuar, curó las ampollas de sus manos y las cicatrices de su alma y puntual cada mañana se presentó al tajo.
Más de un mes, ya habían pasado cuarenta días cuando sus compañeros decidieron apodarle «el mudo», quizá si hubieran buscado en su mirada de cielo de verano, habrían encontrado todas las palabras que por miedo a ser descubierta no pronunciaba. Pero los tiznajos del carbón sobre su rostro aún aniñado le proporcionaban un maquillaje perfecto, el pecho comprimido tras una venda y los trasquilones que dejaron los bucles de su hermosa melena tirados al suelo, completaban el camuflaje necesario para que una madre soltera como ella pudiera sacar adelante a su hijo.
Paloma Hidalgo Diez
[Relato ganador]
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