PAUL AUSTER, Creía que mi padre era Dios, Anagrama, Barcelona, 2002, 521 páginas.
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Subtitulado Relatos verídicos de la vida americana, es el resultado de un proyecto radiofónico comandado por Paul Auster: "Los relatos tenían que ser verídicos y breves, pero no había restricciones en cuanto al tema y el estilo" anuncia en el Prólogo (pp. 9-18). "Si tuviese que definir estos relatos, los llamaría crónicas desde el frente de la experiencia personal". Organizado en diez bloques temáticos (Animales, Objetos, Familias, Disparates, Extraños, Guerra, Amor, Muerte, Sueños y Meditaciones), contiene 179 relatos, fruto de una selección de un total de 4000 historias.
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CONFESIONES DE UN RATÓN MOSQUETERO
Cuando tenía doce años entré a formar parte del primer grupo de Ratones Mosqueteros. Walt Disney me dijo: «Doreen, pertenecer a los Ratones Mosqueteros será probablemente lo más importante que hagas en tu vida.»
Años más tarde, durante la guerra del Vietnam, trabajé como animadora del Servicio Norteamericano en Ultramar actuando en las bases norteamericanas que había en todo el mundo. Con el tiempo acabé aterrizando en el «campo de batalla». Llegué a Saigón en plena ofensiva del Tet de 1968. Trabajaba con una banda de músicos filipinos que se llamaban Los Invasores y cuando nos enviaron a actuar para los Caballos Negros del Séptimo de Caballería ya llevábamos un mes trabajando a diario y estábamos exhaustos.
Al aterrizar divisamos desde el helicóptero un enjambre de uniformes verdes situados frente a un camión con plataforma que hace las veces de escenario. Antes de que los rotores se detengan ya hemos descargado todo el equipo. Una enfermera me acompaña a su barracón, donde me cambio de ropa para la función y me retoco el maquillaje. Unos minutos más tarde hago mi aparición vestida con una minifalda, una camiseta ajustada, botas blancas altas hasta la rodilla y el pelo largo y suelto de color platino.
A cada paso que doy, mis botas blancas de chica gogó se clavan en el barro rojo. Subo la escalera hasta la plataforma del camión, dejando un rastro de pegotes de barro tras de mí. La gente enloquece, cojo el micrófono, lo saco de su soporte y lo lanzo al aire agarrando el cable a tiempo para recuperarlo mientras grito: «¡Callaos, o me voy corriendo!» El público se vuelve loco de entusiasmo. Algunos soldados de la primera fila se ponen a bailar con algunas enfermeras. Mientras suena la música, la realidad de la guerra se olvida.
Al cabo de un rato algunos chicos ya están bastante borrachos. Abren latas de cerveza con los dientes dando risotadas histéricas entre trago y trago. Un tipo se ha cortado el labio con una lata de cerveza y la sangre mana mientras trata de parar la hemorragia a base de tragos. Sonríe hacia el escenario mostrándome sus dientes ensangrentados.
Nuestro último número, «Tenemos que largamos de aquí», les vuelve locos. La banda y yo saludamos y el aplauso se vuelve ensordecedor. En ese momento veo por el rabillo del ojo que están pasando entre el público un par de orejas de Los Ratones Mosqueteros. Un tipo bien parecido que está en el centro de una fila se pone las orejas del Ratón Mickey y entonces sobreviene un «momento mágico». Sólo pasa cuando estás en sintonía con el público. Llamadlo energía eléctrica o la excitación del momento. El soldado que lleva puestas las orejas se levanta y comienza a cantar la canción del Club del Ratón Mickey. Uno a uno los soldados comienzan a ponerse en pie hasta que todo el público se queda en posición de firme. «Ha llegado el momento de decir adiós a todos nuestros amigos, M-I-C, eme- i-ce... CE-lebro que hayas estado con nosotros, K-E-Y, ka-e-y... Y todo porque te queremos, ¡R-A-T-Ó-N! Se me saltan las lágrimas mientras miro a aquellos hombres hechos y derechos cantar con tanto fervor. Había viajado al otro lado del mundo y, aun así, no podía escapar del pasado.
El Ratón Mickey estaba en todas partes.
Cuando tenía doce años entré a formar parte del primer grupo de Ratones Mosqueteros. Walt Disney me dijo: «Doreen, pertenecer a los Ratones Mosqueteros será probablemente lo más importante que hagas en tu vida.»
Años más tarde, durante la guerra del Vietnam, trabajé como animadora del Servicio Norteamericano en Ultramar actuando en las bases norteamericanas que había en todo el mundo. Con el tiempo acabé aterrizando en el «campo de batalla». Llegué a Saigón en plena ofensiva del Tet de 1968. Trabajaba con una banda de músicos filipinos que se llamaban Los Invasores y cuando nos enviaron a actuar para los Caballos Negros del Séptimo de Caballería ya llevábamos un mes trabajando a diario y estábamos exhaustos.
Al aterrizar divisamos desde el helicóptero un enjambre de uniformes verdes situados frente a un camión con plataforma que hace las veces de escenario. Antes de que los rotores se detengan ya hemos descargado todo el equipo. Una enfermera me acompaña a su barracón, donde me cambio de ropa para la función y me retoco el maquillaje. Unos minutos más tarde hago mi aparición vestida con una minifalda, una camiseta ajustada, botas blancas altas hasta la rodilla y el pelo largo y suelto de color platino.
A cada paso que doy, mis botas blancas de chica gogó se clavan en el barro rojo. Subo la escalera hasta la plataforma del camión, dejando un rastro de pegotes de barro tras de mí. La gente enloquece, cojo el micrófono, lo saco de su soporte y lo lanzo al aire agarrando el cable a tiempo para recuperarlo mientras grito: «¡Callaos, o me voy corriendo!» El público se vuelve loco de entusiasmo. Algunos soldados de la primera fila se ponen a bailar con algunas enfermeras. Mientras suena la música, la realidad de la guerra se olvida.
Al cabo de un rato algunos chicos ya están bastante borrachos. Abren latas de cerveza con los dientes dando risotadas histéricas entre trago y trago. Un tipo se ha cortado el labio con una lata de cerveza y la sangre mana mientras trata de parar la hemorragia a base de tragos. Sonríe hacia el escenario mostrándome sus dientes ensangrentados.
Nuestro último número, «Tenemos que largamos de aquí», les vuelve locos. La banda y yo saludamos y el aplauso se vuelve ensordecedor. En ese momento veo por el rabillo del ojo que están pasando entre el público un par de orejas de Los Ratones Mosqueteros. Un tipo bien parecido que está en el centro de una fila se pone las orejas del Ratón Mickey y entonces sobreviene un «momento mágico». Sólo pasa cuando estás en sintonía con el público. Llamadlo energía eléctrica o la excitación del momento. El soldado que lleva puestas las orejas se levanta y comienza a cantar la canción del Club del Ratón Mickey. Uno a uno los soldados comienzan a ponerse en pie hasta que todo el público se queda en posición de firme. «Ha llegado el momento de decir adiós a todos nuestros amigos, M-I-C, eme- i-ce... CE-lebro que hayas estado con nosotros, K-E-Y, ka-e-y... Y todo porque te queremos, ¡R-A-T-Ó-N! Se me saltan las lágrimas mientras miro a aquellos hombres hechos y derechos cantar con tanto fervor. Había viajado al otro lado del mundo y, aun así, no podía escapar del pasado.
El Ratón Mickey estaba en todas partes.
DOREEN TRACEY
Burbank, California
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