jueves, febrero 23, 2012

LAS CIUDADES DEL PONIENTE, Antonio Pereira

ANTONIO PEREIRA, Las ciudades del Poniente, Anaya & Mario Muchnick, Madrid, 1994, 190 páginas.

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LA ENFERMEDAD        

   Una mañana indiferente en que el ambulatorio despachaba la retahíla cansina de diarreas de niño y alguna vejiga de viejo y catarros banales que las devotas del seguro llaman andancio, una mañana de esas llegó un hombre joven con su volante y se puso a esperar en el banco alargado como de estación de autobuses.
   Era delgado, bien parecido. No se le veía mala cara, si se descuenta el morado profundo de unas ojeras, nada a su edad, quizá la resaca del sábado. Al menos cualificado de los médicos del ambulatorio le correspondió el sobresalto disimulado de percibir un síntoma decisivo. A veces es una intuición. Mandó comprobar, analizar. “No es posible, secreteaban los médicos, "en un rincón del mundo como éste", pero ei nombre tenia ia enfermedad.
   Se trataba de un muchacho del centro de la ciudad, hijo de familia y de costumbres decentes. “Veamos la anamnesia”, qué palabreja, y sólo faltaba que lo interrogaran con una luz cegadora. “¿Las dolencias infantiles?”, querían saber. ¿Y vacunas? ¿Las amígdalas? ¿Transfusiones de sangre, alguna transfusión de sangre?” Casi le dio vergüenza decir que era virgen. Tuvo como un arranque de protesta cuando le preguntaron, aunque fuera con muchos rodeos, si se había acostado con hombres, pero se quedó en la negativa y el rubor. Lo pusieron en “sin causa conocida, porque había que informar para el ordenador de datos. Sólo las personas indispensables lo supieron y los médicos fueron como confesores, según los juramentos de su religión.
   El segundo caso vino rápido y fue algo diferente. Una mujer casada de los arrabales, también de vida honesta. Las conjeturas fueron hacia el marido, que viajaba por provincias un muestrario de bisutería fina. Ella era una casada joven y fiel. El marido tenía fama de honradez en los tratos, pero no era imposible que hubiera enredado con una camarera de hotel, la camarera sólo se acostaría con el gerente, siempre suponiendo, el gerente del hotel salvo esa mínima veleidad se dedicaba por entero a su señora que por perdonable inclinación había caído con un castrense y éste con una enfermera de confianza y la enfermera con un estudiante y el estudiante con su protector y nunca se puede saber. Los médicos tuvieron que hablar con el marido de la casadita de los arrabales y el hombre se dejó examinar y estaba muy sano. Pero no pudo aguantar lo de su mujer, cogió el muestrario y sus cosas y se marchó para siempre. Antes dijo que no le hubiera importado que su esposa se quedara coja, ciega, lo que fuera, pero él no podía sufrir que su esposa tuviera la enfermedad.
   Al fin terminó sabiéndolo toda la ciudad, que había dos casos entre los miles de habitantes, y la gente se entregó a la higiene y a las religiones temerosas. Lo que no se sabía es cómo llegaron a relacionarse, después de aquellas novedades, el joven que no había conocido mujer y la señora que se había quedado sin marido. Se pusieron a vivir en casa de ella para allá del río y fue un alivio para la población porque así quedaba el puente por medio.
   Pero acaso se han cansado de su lazareto. Ahora los amantes vienen al parque y a la plaza de las palomas y nos inquietan con su felicidad descuidada. Vienen algo pálidos y enlazados, se acarician, alguien los ha visto besarse tranquilamente en la boca como antes se acostumbraba, cuando el amor no estaba amenazado y era una pasión sin guantes.

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