SOBRE NUPCIAS Y AUSENCIAS, Y OTROS CUENTOS, Lenito Robinson-Bent

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LENITO ROBINSON-BENT, Sobre nupcias y ausencias, y otros cuentos, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2010, 130 páginas.

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DILE QUE... ME MORÍ DE VIEJA

   «Dile que... me morí de vieja». Y estoy esperando con el lápiz sostenido a una cierta distancia sobre el papel, mirándola fijamente con la esperanza de ver alguna señal de retractación, aguardando q1ue ella corrija la fórmula de introducción de la carta. Ella se da cuenta de mi vacilación. «Eso mismo. Dile que me morí de vieja». Ella permanece inmóvil en la antigua mecedora de mimbre mientras medita y sopesa cada palabra antes de dictarla. «Tal vez con esa frase logre deshelarle ese corazón de mármol». Yo me apresto a transcribir la frase cuando me interrumpe. «No pongas esto». No lo transcribo y quedamos en silencio, ella meditativa, yo expectante. «Dile que tengo noventa años, con un pie en la iglesia y el otro en el cementerio, y el corazón con él. Ya no veo casi nada, solo masas, masas grandes y amorfas rodeadas de sombras; tengo telarañas creciendo en los ojos. Dile que no recuerdo muy bien cómo es su cara; debe haber cambiado mucho y no lo reconocería aunque no fuera cegata...». Una larga pausa, un suspiro profundo, otra pausa corta. «No escribas esto. Tengo que tratar de revolver el recuerdo para ver si encuentro algo útil para poner en esta última carta, porque tú te vas pronto y no habrá quien me haga otras líneas... Aquel domingo por la noche llegó corriendo a casa, casi sin aliento; tenía mucha prisa porque se embarcaba al alba. Tendría unos veintitrés años bien cumplidos y un sueño loco mal guardado. Dijo que quería escaparse del servicio militar. Yo me opuse tajantemente a su decisión, sin embargo él estaba dispuesto contra viento y marea a dejar atrás mujer, hijos y madre, y esa noche se embarcó al silencio. Prometió escribir y enviarme muchas cosas, promesa que cumplía sagradamente al comienzo de su ausencia, luego lo hacía de cuando en cuando, y ahora, nada. Nada. Dile... –me sobresaltó por estar concentrado en el relato y distraído en sus gestos dignos de lástima– que su hijo mayor contrajo matrimonio, que el otro ya se fue de casa como él. Dile que la casa se me está cayendo encima, está podrida la madera y el techo gotea; cuando llueve duermo de pie en el rincón donde él tenía su cama, si aún lo recuerda; que los lagartos anidan en la almohada donde pongo la cabeza, el verano sol, el invierno lluvia... dile que estoy decrépita, ya no soy la madre grande y fuerte que cargaba con los tres hermanos cruzando el arroyo para llevarlos a la escuela. Tiene que venir a verme, me va a encontrar como una ciruela pasa llena de canas y caspas». Trato de moderar la expresión, ella ve que yo vacilo. «Dile eso mismo». Sin arrepentimiento lo escribo. «Pregúntale qué le he hecho para merecer tanto olvido. Todavía tengo limpia mi conciencia de buena madre. He perdido todo menos eso. Recuérdale que también le fui un padre tierno. Madre, padre y mártir en una sola víctima; sí, mártir del recuerdo del sufrimiento, de la espera. Dile que nunca le pude presentar a su padre sino por vagas descripciones, no porque no lo conociera, sino que la voluntad de Dios me lo impidió». Hace una pausa larga mientras mira lejos sobre el mar como si escrutara los arrecifes lejanos para señalar algo, pero ya no ve nada. Y yo la miro callada y fijamente; veo en los bordes de sus ojos, por entre las pestañas canosas dos gotitas de lágrimas empezar a descender lentamente. Hay una pausa larga.
   «No escribas esto. Su padre salió una noche a pescar. Soplaba el viento del norte; yo dormía y soñé con él, cosa rara en ese tiempo. En el sueño escuché el ruido acostumbrado de los canaletes al ser descargados encima del techo de zinc de la cisterna, abrí la ventana y allí estaba él parado en el patio, vestía un viejo pantalón de paño negro y una camisa escocesa roja, estaba descalzo, con la cara pálida y triste, y flotando a media yarda sobre el suelo. Me desperté a la deriva en un sudor espeso, y delirando de pesadilla. Me costó tiempo y trabajo llegar a acertar si fue un sueño o si fue de verdad que lo había visto y oído todo, luego me quedé acostada, temblando y así permanecí hasta el amanecer, pensando en él, esperándolo a sabiendas de que no volvería, y desde aquel día, aguardando sin esperar a nadie, y cuando los hijos crecieron yo nunca encontré la forma de juntar las palabras para decirles cómo era su padre. Solo pude decirles que él era bueno y los quería a todos... Aquí todo llega por mar y por mar se va».
   «Dile que si cree en Dios, por favor venga a verme, no por mí, sino por él. Que todos mis hermanos y hermanas se han muerto, los nietos se fueron de casa y me he quedado completamente sola en este mundo poblado de sombras; ya no me acuerdo de casi nada, a veces me paso la noche entera buscando a tientas la cajita de fósforos para encender la linterna de queroseno, me voy tropezando con sillas, mesas, camas, y luego de la búsqueda infructuosa me acuesto en la oscuridad para darme cuenta solo al día siguiente de que durante todo ese tiempo la tenía crispada en la mano. También estoy perdiendo la cabeza, confundo nombres con fechas y números con lugares. Dile que... anoche vino su padre –detengo el lápiz y la veo dormitando– dile que vino su padre con los canaletes al hombro y los sedales en la mano y los puso encima de la cisterna; llegó empapado y se metió en mi cama debajo de la cobija, dijo que tenía frío y sueño, se sentía solo. Preguntó por qué no has venido aún. Los dos queremos verte, pero mucho. Dile que... el pastor de la escuela dominical pregunta por él, que repase las lecciones, que venga con los zapatos embolados...». La despierto de sus sargazos de delirio con el fin de avisarle de la terminación de la carta. Abre los ojos y asiente con un movimiento de cabeza sin mirarme. Comienzo a escribir el sobre y veo que ella llora en silencio, sus dedos tiemblan sobre los brazos de la mecedora. Doblo el pliego de papel en cuatro, lo meto en el sobre y cuando procedo a cerrarlo ella me interrumpe con sus sobresaltos y su gesto consternado: «Se me olvidó algo. Dile que me morí de vieja». No se te olvidó –le digo cariñosamente– con eso mismo empezamos la carta.

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