LA MEMORIA DONDE ARDÍA, Socorro Venegas

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SOCORRO VENEGAS, La memoria donde ardía, Páginas de Espuma, Madrid, 2019, 112 páginas.

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EL FUEGO DE LA SALVACIÓN

   De niño me quedaba siempre a las orillas del misterio, en un rincón de la acera. Los que pasaban por ahí me daban dinero, cuando lo que yo quería en realidad era entrar. Las puertas de la cantina, alas destructoras, apenas me permitían atisbar, adivinar en la medusa del humo y la música los secretos más preciosos. Sólo miraba los pies que iban y venían, los zapatos de mujer con tacones raspados. El olor de la cantina: el humo del cigarro, el oxígeno viciado del alcohol, y aunque a veces sentía náuseas podía más mi curiosidad; de qué se reían, qué apostaban, por qué a veces lloraban ésos que al entrar parecían dioses y cuando salían estaban solos y perdidos. Y aquel letrero: Se prohíbe la entrada a niños, animales y uniformados. Otros letreros también incluían a las mujeres. A veces mi madre iba a buscarme, recorría cada cantina de Leandro Valle, bajaba por Matamoros hasta llegar a Galeana. Cada vez que se asomaba para tantear si me había colado, tenía que soportar rechiflas y majaderías, hasta que al fin me encontraba sentado afuera de alguna, distraído con mi trompo de colores. Me llevaba de las orejas a la casa y allá seguían los regaños, a veces un cinturonazo. 
   No comprendía por qué me gustaban las cantinas. Nadie te da esos malos ejemplos, decía. Era verdad. Solo me había aficionado a los teporochos mugrosos que entraban y salían, a los señores gordos que jugaban dominó con sus amigos, a las meseras que entraban rápido y con la cabeza gacha. Una vez un señor se bajó de un carrazo, se estuvo frente a la puerta de la cantina acariciándola con las puntas de los dedos, sin atreverse a dar un paso. Se volvió a mirarme, tenía los ojos muy abiertos. No puedo, me dijo a modo de disculpa. No sé cómo, pero comprendí que sufría, así que me levanté, empujé las puertas por él y las sostuve para darle paso. Sonrió aliviado. Me dio las gracias y entró. 
   Una tarde sacaron a un muchacho a que vomitara y me ensució los zapatos. Mamá me vio llegar a la casa. Dejó a un lado la tina de ropa ajena que lavaba, me quitó los zapatos, los limpió con mucho cuidado e hizo que volviera a ponérmelos. Estaba callada, pero yo sentí que en ella se encimaban muchas palabras. Me agarró de la mano para llevarme a la calle, casi a rastras. Llegamos a la cantina, la más fea, la más sucia, la más pobre. Precisamente aquella que prohibía la entrada a niños, mujeres y perros. Mi madre, que cargaba un cansancio muy viejo, irguió los hombros. Por primera vez me pareció hermosa, incomparable. Me guiñó un ojo y empujó la puerta, tranquila, nada de prisas. Me hizo entrar a mí primero. En la barra pidió dos cervezas.

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