POSTALES DE NEW YORK, Isabel Parreño Pena

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ISABEL PARREÑO PENA, Postales de New York, Ediciones del Viento, A Coruña, 2019, 128 páginas.

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Eduardo Baamonde acompaña con sus imágenes el paseo de Dorothy Parker, E.E. Cummings, Allan Poe, Dylan Thomas, Louis Armstrong, Marjorie Eliot García Lorca, Pardo Bazán o Woody Allen por los rincones de Nueva York.
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Sunnyside, Queens Dylan: 

   He llegado hasta Chelsea a través de un sendero de flores flotando entre los pisos altos de los edificios. No, no he descubierto un nuevo cóctel ni me han vendido esa condenada hierba mexicana. Ni siquiera es una metáfora de esas que tanto abominas. El mundo sigue siendo en muchas cosas un lugar inexplicable. High Une era una estructura de hierro construida a principios del siglo pasado para transportar ganado y mercancías al distrito de Meatpacking. Es posible que tú la recuerdes así, como una vía de tren elevándose en medio de los almacenes, sobrevolando el tráfico diabólico de camiones y carros, rodeada del olor a muerte y a sangre de los mataderos vecinos. Pero el tiempo pasa también sobre las ciudades que se arrugan o se sobreponen a las cicatrices del pasado. La vieja vía cayó en desuso en los años sesenta y, a punto de ser demolida, se reconvirtió gracias a la presión de los vecinos. Lo que antes eran hierros oxidados y zarzas se ha transformado en un parque aéreo, frondoso. Meatpacking es ahora un barrio de moda. En los antiguos almacenes prosperan restaurantes vanduardistas y en las calles donde se acumulaban las vísceras de las reses sacrificadas, florecen los parterres y los árboles junto a tiendas exclusivas y galerías de arte. El edificio del nuevo Whitney Museum termina este paseo volátil en un cubo acristalado abriéndose sobre el río. Desde los ventanales que sustituyen a las paredes en la zona oeste del museo, se domina el vasto territorio de New Jersey, el caudal poderoso, casi oceánico, del Hudson y los muelles de descarga con su perfil de grúas como pajarracos gigantes al borde del agua. Es agradable sentirse a salvo dentro del museo, rodeada de pintura norteamericana, como en un refugio. Camino de una sala a otra como si estuviera en medio de una calle transitada; me detengo frente algunos cuadros, intento retener sensaciones, colores, formas...pistas que no deberé olvidar y que tal vez algún día me lleven a un conocimiento más sosegado de esas obras y autores. ¿Viviré tanto tiempo?
   Desde aquí puedo llegar paseando sin prisas hasta el Chelsea Hotel. En realidad, eso es lo que estoy buscando todo el día, no puedo engañarte. Una neblina ligera difumina la luz y la distancia creando la ilusión de invierno a pesar de que es un día bochornoso de julio. Esta parte del barrio tiene avenidas amplias, ruidosas, con una actividad frenética y un ir y venir impersonal. El hotel está cubierto por andamios y una tela de obra de color negro. Es casi imposible distinguir el cartel vertical que cuelga en la fachada. Después de todos los rumores sobre su cierre o demolición, parece que finalmente van a rehabilitarlo. Siempre me ha parecido un sitio muy siniestro, con un aspecto demasiado lúgubre como para resultar atractivo y, sin embargo, es incalculable el número de artistas que han pasado por sus habitaciones: Burroughs, Arthur Miller, Gore Vidal, Tennessee Williams, Allen Ginsberg, Simone de Beauvoir, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Bob Dylan... pintores, diseñadores, actores... en torno a la puerta se acumulan las placas de bronce recordando a unos y otros. Como una gran necrópolis urbana, un monumento funerario que honra a sus muertos. Tú también tienes tu placa, Dylan, aunque a diferencia de muchos otros que pasaron por aquí, tú te quedaste para siempre un 9 de noviembre de 1953.
   Los andamios de la obra han dejado despejada la entrada y puedo leer un cartel que prohíbe el paso y prohíbe las fotografías. Veo un pequeño trozo del vestíbulo, con sillones de cuero polvorientos y mesas bajas de estilo indefinido. En el techo, un ventilador dorado gira con lentitud. Puedo distinguir al fondo la cabeza de un hombre rubio detrás de un mostrador de madera. Toda la habitación es de una desnudez sórdida, ajada, como el paisaje de una pesadilla o una película de Linch.
   Hace unos días, estuve en la White Horse Tavern: allí también se acordaban de ti. Sigue manteniendo ese aire de pub irlandés del que me hablabas: las paredes oscurecidas por el humo y el tiempo, la madera desgastada y la barra coronada de jarras de cerveza. En una de las salas interiores cuelga un retrato tuyo. Seguramente te alegrará saber que eres el pequeño dios de este templo de alcohol. El record, según dicen los libros, dieciocho whiskies seguidos, demasiados whiskies incluso para ti. Me estremece ese retrato. Estás sentado en la barra de ese mismo lugar, rodeado de gente y mirando fijamente al objetivo, como si alguien te hubiera sorprendido en ese instante. Tus mofletes de niño grande, el pelo revuelto y ese desaliño tan encantadoramente tuyo. Pero tus ojos grandes y tristes parecen haber enloquecido. ¿Qué estabas viendo, Dylan? No querías morir de convención ni de mentira, como dijiste en tus versos, aunque en esa mirada sólo se intuye el vacío, la certeza del fin, acaso el pánico, un grito silencioso. Qué abismo de soledad entre esa mirada tuya y la alegre indiferencia de este bar, la música, las voces, las risas, las rubias melenas de jóvenes esplendorosas: 
   Sí eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento. 
Qué feliz fui mientras duró el gozar. 
   No sé cómo pudiste llegar desde el White Horse hasta el Chelsea Hotel, si te trajo alguien, si estuviste tirado en la acera, si volviste a despertar, si lo último que viste fue este ventilador renqueante en el techo de tu habitación. El hombre del fondo levanta la cabeza al notar mi presencia, su mirada me taladra cuando saco el móvil para hacer una fotografía. No entres dócilmente en la noche. Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz. Suenan las sirenas de una ambulancia, tal vez la policía, no distingo bien los sonidos. Pasa un vehículo blanco a toda velocidad dejando una estela de luces intermitentes que se pierde en el tráfico de la calle 23.
   Recibe un eterno abrazo, mi querido Dylan.

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