UNA CIERTA EDAD, Marcos Ordóñez

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MARCOS ORDÓÑEZ, Una cierta edad, Anagrama, Barcelona, 2019, 336 páginas.

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La vida te pone siempre en tu sitio: el de un aprendiz. Ahí está la gracia, aunque a veces maldita la gracia que tiene.
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Escribo para fijarme. Para caer en la cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente y en lo que pienso y en lo que siento, que no siempre está claro. Fijarme en el sentido de observar todo con mayor precisión, porque todo pasa demasiado rápido, pasa por detrás y pasa por los lados, cuando andamos despistados, embabiecados, envueltos en ruido, y fijarme en la acepción de anclaje, de hincar los pies en el suelo, con las líneas como rieles, para que el viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, y no todo se afantasme antes de hora. Y para llegar a fin de mes.
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¿Cuándo se ha puesto de moda el adjetivo «solvente» aplicado a un artista? Hasta anteayer, como quien dice, «solvente» era un pagador o un hipotecado fiable. Aplicado a un artista es horrible, es un eufemismo o una simpleza que roza el insulto. Un artista es bueno o malo, estupendo o aburrido. «Solvente» lo será tu padre.
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Ya tenemos aquí la primavera. Por la mañana se oyen mirlos en el jardín; en el atardecer clarísimo se recortan contra el cielo los murciélagos. 
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Cuando un encargo comienza, precedido de una risita, por la frase «Voy a hacerte una proposición indecente», ten por seguro que lo es: te van a pedir algo a cambio de nada. Y cuando escuches la frase «con la que está cayendo», puedes apostar lo que no tienes a que quien habla está a cubierto gracias a los réditos de tu intemperie.
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Domingo. Empieza a anochecer más tarde.

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