MONSIEUR BOVARY, Alberto Manguel

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ALBERTO MANGUEL, Monsieur Bovary (y otros amigos tenaces), Alianza Editorial, Madrid, 2018, 136 páginas. Ilustraciones de Antonio Seguí.

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MONSIEUR BOVARY

   De los dos, es el segundón, el más prosaico, el menos impulsivo, el resignado al decente anonimato, aquel con quien Flaubert dice no identificarse. Es el que brinda la excusa a Emma para su intidelidad, sin haberle exigido nunca a ella que le fuese fiel. Es el que lleva la vida honesta, regulada, trabajadora, sin otra ambición que una felicidad apacible, sin sorpresas. Es cierto: no tiene mayor encanto, nadie siente por él un arrebato apasionado, nadie lo imagina trepando enredaderas a medianoche ni batiéndose en duelo en un páramo cubierto de nieve. Sin embargo, Monsieur Bovary es un personaje absolutamente necesario. Recordemos: la novela empieza y termina con él, no con Emma. Y sin él, Emma carecería de sentido, no se convertiría nunca en heroína, no conocería jamás ni la pasión ni el éxtasis. Seamos claros: Monsieur Bovary existe para que Madame pueda cumplir con su destino trágico.
   La verdad es que Charles Bovary carece de imaginación. Su comportamiento más bien adusto es el resultado de una visión del mundo en blanco y negro, sin matices. Ya de chico, es un poco papanatas.En las páginas iniciales, Flaubert lo presenta como un adolescente torpe e inseguro que apenas puede mascullar su nombre cuando el maestro le pregunta cómo se llama. No inspira ni confianza ni ternura: el primer día de clase, el maestro le hace copiar veinte veces «Soy ridículo». El muchacho no se queja. Más tarde, son sus padres quienes decretan que estudiará medicina y su madre quien le elige un lugar para vivir. Charles, convertido ahora en Monsieur Bovary, deja que sean los otros quienes decidan por él. 
   La realidad artística le es del todo ajena: esa literatura sentimental, «de mujeres» como la llaman, en la que Emma encuentra sus modelos, Monsieur Bovary no alcanza siquiera a vislumbrarla. Para él, la ficción no existe. En el teatro, asistiendo juntos a la melodramática historia de Lucía de Lammermoor, pregunta al ver el ardor con que Edgar se declara a Lucía: «Y ese señor ¿por qué la persigue?». «Pero no», le contesta Emma impaciente, «es su amante». Monsieur Bovary sigue sin entender. «Cállate», le dice Emma exasperada. Cándido, él se defiende: «Es que, como tú lo sabes, a mí me gusta saber de qué se trata.» Emma no puede hacerle ver que, tal como sucede cuando se asiste a una ópera, la pasión amorosa no puede explicarse: o se comprende con las tripas o se nos excluye para siempre. En cosas como éstas, Monsieur Bovary es las más veces un excluido.
   La tragedia de Lucía y la música de Donizetti hacen que Emma se acuerde del día de su boda. Comparada con el éxtasis vivido en escena por los cantantes, la alegría de aquellas horas pasadas le parece «una mentira imaginada por no esperar ya deseo alguno». Esta es una observación curiosa: Emma concibe la creación artística como aquello que surge, no de nuestros deseos, sino de la falta de deseo. ¿Qué nos dice esto acerca de Flaubert mismo, que se pasaba la vida satisfaciendo (o tratando de satisfacer) sus fantasmas eróticos? Si lo que le atribuye a Emma es cierto, ¿de qué debemos descreer, nosotros sus lectores? ¿De sus deseos o de su arte? Después de todo, «Madame Bovary c'est moi!» es la frase más conocida del maestro.
   Podrá faltarle pasión, talento imaginativo, originalidad, un carácter simpático, pero no amor: Monsieur Bovary ama a su esposa. Después de la muerte de Emma, hace un esfuerzo por no olvidarla, pero día a día su querida imagen parece esfumarse y el pobre Monsieur Bovary se siente desesperado. Sólo en sus sueños la recupera: cada noche la ve, va hacia ella, y cuando intenta abrazarla, Emma se disuelve en un montón de carne corrupta. 
   Poco tiempo después, con ejemplar equilibrio literario, Monsieur Bovary muere sentado en el mismo banco de jardín en el que Emma conducía sus rendez-vous galantes. Antes de morir, perdona al amante de su mujer, le asegura que ya no le reprocha nada, y exclama: «La culpa de todo la tiene el destino!». Estas son sus últimas palabras. Maliciosamente, como una suerte de postrer insulto, Flaubert le presta al infeliz marido de Emma una verdad de perogrullo que hubiese encantado a esos futuros payasos, Bouvard y Pécuchet. Pero hay aquí una paradoja. Esa literatura amorosa y trivial que Flaubert obviamente desprecia, y que tanto deleita a Emma y contribuye sin duda a su infortunio, otorga a Monsieur Bovary un acertado epitafio. Las palabras sobre la lápida de Emma rezan «amabilem conjugem calcas!», es decir, «¡Estás poniendo los pies sobre una querida esposa!» —lo cual no es ni sentimental ni cómico, sino meramente grotesco—. En cambio, nombrar al destino como culpable definitivo de nuestra vida, trágica o feliz, será por cierto una verdad de perogrullo pero no por eso una verdad menos cierta, literaria, eterna y, por qué no, valiente. 

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