PARADOJAS Y DEVOCIONES, John Donne

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JOHN DONNE, Paradojas y devociones, Cuatro, Valladolid, 1997, 112 páginas.

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En El otro John Donne (pp. 7-15) advierte el editor que este volumen contiene dos libros independientes: las Paradojas las habría escrito Donne alrededor de 1595 siendo aún «estudiante de leyes»; en 1623, las Devociones: «obra fundamental de la literatura y el pensamiento ingleses, severa, implacable y poblada de intensas imágenes».
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PARADOJA V. QUE SÓLO LOS COBARDES SE ATREVEN A MORIR 

   Los extremos se hallan igualmente alejados del medio, de modo que la desesperación altiva ofende tanto al verdadero valor como la humillante cobardía. Pongo en la cuenta de ambas, justamente, todas las muertes no forzosas.
   ¿Cuándo morirá un hombre valiente? ¿Forzado? Los cobardes sufren también por lo que no puede evitarse; y correr hacia la muerte, sin estar obligado, es correr hacia la primera desesperación condenada. ¿Morirá cuando es rico y feliz? Hará mejor viviendo. En los momentos de prueba y desgracia, la muerte es el refugio de los cobardes. Fortiter ille facit qui miser esse potest («Actúa con valentía el que, en la miseria, acepta vivir»). Pero, según se observa y procede entre los valientes, antes de manchar su reputación o rebajar su persona, ofrecería el pecho a la boca de los cañones o bien a la punta de la espada. Y esto lo asemeja a un valiente, a un fiero estallido y a una resolución altanera, aunque no sea, en realidad, más que un estado de espíritu cobarde, rastrero y vulgar.
   ¿Por qué se encadena a los esclavos a las galeras sino porque añoran la muerte y, a la primera ocasión, saltarían al mar? ¿Para qué se quita las armas a los condenados sino para impedir el alivio que place a los cobardes, una muerte pronta? Verdaderamente, esta vida es una tempestad, una batalla, y quien osa morir para escapar a sus angustias me parece tan valiente como quien se deja colgar ante el miedo de ser enviado al frente.
   He visto alguno que, en su extrema melancolía, llegó hasta la locura de esforzarse por hacer de su propio aliento un medio para sofocar ese aliento y forzar así su ahogo: pero, ay, se trataba de un loco. Y hemos conocido a otro que languidecía de tal modo bajo la opresión de una leve desgracia que se tomó tantas molestias para morir como las que le hubiesen bastado para alimentar su vida y su espíritu hasta sobrevivir a su desventura. ¿Qué necio llamará valor a esta cobardía, humildad a esta bajeza?
   Finalmente, entre los hombres muertos por esa muerte alegórica que consiste en tomar los hábitos, ¡qué poco se encuentra de ese temple que es muestra de valentía, y cuanto de metal blando y dócil, bueno para una cobarde soledad!

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