UN ANDAR SOLITARIO ENTRE LA GENTE, Antonio MUñoz Molina

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ANTONIO MUÑOZ MOLINA, Un andar solitario entre la gente, Seix Barral, Barcelona, 2018, 496 páginas.

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El paseante no agota su perplejidad ante una urbe que usa el lenguaje para propiciar la sensación de libertad en unos individuos fatalmente enjaulados en su egoísta yo. El narrador se sirve del collage para reflejar la falta de piedad y empatía que domina este mundo urbano. Cada una de las secuencias que componen este libro pueden ser leídas independientemente.     
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VUELVE LA NOCHE DE LOS MUERTOS VIVIENTES

   Gordo, grandullón, con colorete en la cara para disimular un eczema, lento ahora de movimientos, sin dinero, Oscar Wilde camina por los bulevares de París y por las calles estrechas de Saint-Germain-des-Prés donde están los hoteles baratos en los que se aloja. Se registra en ellos con el mismo nombre que hay ahora en sus tarjetas de visita: Sebastian Melmoth. Cuando se quita un guante para dar una tarjeta o estrechar una mano se ve que las suyas ahora son grandes y toscas, enrojecidas, como manos de cargador o de obrero. Es la Sombra y es el Hombre Invisible. Es el heredero apócrifo de ese John Melmoth que en una novela gótica vive errante y proscrito durante siglos, y se aparece de vez en cuando “en lugares inesperados, y hasta imposibles: en una serranía cercana a Valencia, una noche de tormenta; en un calabozo de la Inquisición; en la celda de un condenado a muerte; en el dormitorio de un moribundo. Las farolas de gas proyectan una sombra agigantada y oscilante de Oscar Wilde, que regresa a su hotel borracho de absenta y murmurando cosas en voz baja. Como a Melmoth, algunos conocidos antiguos que se encuentran con él lo confunden con una aparición, un regresado del reino de los muertos. Otros que lo distinguen desde lejos cambian de acera, o ni siquiera eso: apartan la mirada y se cruzan con él como si fuera invisible. Wilde Melmoth es un Golem en ruinas: hinchado de alcohol, la cara enorme floja, el pelo sucio, las botas torcidas, un olor a falta de higiene y a alcohol que lo envuelve, quizás también un rastro perdurado del olor de la cárcel. “Ha vuelto a París después de una ausencia de unos pocos años, pero es igual que si hubiera vuelto o llegado desde un siglo atrás, desde otro mundo. Vino cuando era una celebridad y lo halagaba todo el mundo y estrenaba en los mejores teatros y ahora es un proscrito y casi un muerto en vida. Tiene costumbres de vampiro. Duerme durante las horas diurnas y sale a la ciudad cuando anochece. Alguien lo vio una noche sentado bajo la lluvia en la mesa de un café donde los camareros habían plegado ya el toldo y apagado las luces. Al doblar una esquina, una amiga de otra época se encontró de golpe con él, su corpulencia lenta en una acera estrecha. Lo saludó con pena, con piedad, y él extendió una mano y le pidió unas monedas.

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