LAS CIUDADES DEL HOMBRE, Antonio Rivero Taravillo

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ANTONIO RIVERO TARAVILLO, Las ciudades del hombre, Llibros del Pexe, Gijón, 1999, 120 páginas.
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En (pp. 7-8) Rivero Taravillo presenta estas prosas como «impresiones, casi siempre literaturizadas, de un viajero curioso y algo melancólico que da en escribir sobre algunos lugares en los que ha estado y sobre otros en que algún otro momento ha pensado que quería estar».
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MONDOÑEDO

   En un poema de Guillermo IX Duque de Aquitania, que canta desde la página 38 de sus canciones completas editadas por Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Elvira en la asesinada Editora Nacional, éste —Guillermo— anuncia: Farai un vers de dreit nien («Haré un poema de la pura nada»). Un portento así sólo podía darse en una sociedad, la medieval, en la que la paradoja, prima hermana de la magia, campaba por sus respetos como el duque por su condado de Poitiers, en la Provenza luminosa del siglo XI.
   Ese propósito, esa empresa imposible es frontispicio que conviene a estos párrafos sobre una ciudad en la que si he estado sólo lo ha sido en mi magín, que es palabra que brota de mi guía en esta peripecia: Don Álvaro Cunqueiro. Pues de Mondoñedo sólo sé que alberga catedral, que es cosa principal para una villa, y lo que él haya querido contarme en sus deliciosos libros. Anda por mi biblioteca, descarriado, un pequeño volumen hoy inencontrable en librerías Las historias gallegas. Allí descubrí a Cunqueiro cuando él hacía poco que se había ido (1981). Allí está «Tristán García», la mejor y más conmovedora recreación del mito de Tristán e Isolda que nos haya sido dado leer nunca. Allí también unos tipos humanos tan increíbles que sólo podemos asentir y reconocer que salen de su patria chica. De la Galicia toda, sus personajes. Pero de su localidad lucense, por próxima a su corazón de cronista fantástico, algunos de los más curiosos tipos y sucesos.
   Qué bien nos cuenta, y cómo no podemos sino creerle, algunos episodios de su Mondoñedo mágico: Penedo de Rúa que, agradecido a su cuervo, fue a ver al señor Domingo, el sombrerero de los soportales de la plaza. «Este le hizo una montera para el cuervo, tomando las medidas a una paloma. Una montera forrada y con una cinta de lentejuela. —¡Va a lucir mucho!— dijo el sombrerero. —¡Es un cuervo muy humano!.— comentó Penedo.»
   Cuando Cunqueiro nos presenta a su monte, el Padornelo, lo hace calificándolo así: «un león tendido que muere con la cabeza entre las manos». Lo cual nos recuerda a otro monte céltico, esta vez de Sligo, en Manda. Pues allí donde acaba el camino que va a Innisfree, la islita asociada ya para siempre a W. B Yeats, se divisa «El Guerrero Dormido», una formación de roca antropomorfa, como zooforma es la de Cunqueiro. Y es que nada más pagano (en el sentido etimológico de pagus: lugar) que estas montañas vivas en estado latente, estribaciones de la fábula y el prodigio.
   El Mondoñedo que yo pienso no necesita grandes carreteras ni industrias florecientes, y para tiendas me conformo con un colmado de ultramarinos, una posada donde corra el vino del país, humilde y suficiente. Tiene que haber una puente, así en femenino, que es esencial para un viaje de ida o vuelta a algún gran misterio, y calles empedradas en cuyos resquicios nunca falte un poco de lluvia, recuerdo de la reciente y heraldo de la que ya en el cielo asoma, como a los ojos —también nublados—la hermosura antigua de una plaza y sus pórticos. Ha de haber laureles, jueves de feria, y un bosque, el de Silva, que es redondo nombre para un bosque. Una catedral (de la Asunción) y un seminario (el Real de Santa Catalina).
   Cuando me llevan los demonios y la bilis del mundo destila agrios humores, cojo un libro de Cunqueiro, lo abro y por su ventana veo correr el río de la vida, y en viéndolo pasar, ensimismado —cura de melancólicos, según los antiguos—, me reconcilio conmigo mismo y con mi prójimo. Tiene Cunqueiro una condición beatífica de pan bueno y recién horneado entre latines de tahona de claustro. Y uno se hace pájaro que pica sus miguitas sobre el ensotanado regazo —el negativo de tantas páginas en blanco, hueras— de este laico y pícaro canónigo, que no me negarán que de canónigo sabio son las trazas de su rostro.

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