CONTRA EL SUEÑO PROFUNDO, Peter Handke

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PETER HANDKE, Contra el sueño profundo, Nórdica, Madrid, 2017, 210 páginas.

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Cecilia Dreymüller en Me importa el método (pp. -20) dice de Handke que es uno de los pocos intelectuales «capaz de plantar cara a la arrolladora maquinaria de opiniones prefabricadas de los medios».
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SOBRE FRANZ KAFKA 

   Hubo un tiempo en el que releía los diarios de Kafka, sus cartas y también lo que sus amigos en alguna ocasión habían escrito de él, con el único fin de averiguar si había tenido granos. Las descripciones de sus amigos, el tono de escritura de sus cartas, mostraban, sin embargo, el rostro indemne de una persona volcada por entero en la observación. 
   Max Brod escribía que Kafka había sido hermoso, una figura esbelta con un rostro moreno. Yo, sin embargo, siempre me imagino que Kafka tenía acné de adolescente, protuberancias dolorosas y supurantes en la cara y el cuello, de modo que le costaba afeitarse. Forúnculos, miedo al contacto. Una vez, él incluso volvía a casa del extranjero porque tenía un forúnculo; esto es un hecho. El extranjero y los forúnculos. ¡No hay que idealizar los hechos! Pues en la realidad no idealizada Kafka era hermoso. 
   Una vez, yo quería escribir una historia en la que alguien empieza a verlo todo con ojos distintos porque tiene acné. La historia iba a llamarse «Acné». Fue hace mucho tiempo, cuando mi mundo todavía era el mundo de Kafka y mi héroe el doctor Franz Kafka. «Todos los acusados son hermosos». 
   ¡Cómo me he reconocido en la vergüenza de Kafka!; no, reconocerme no, me descubría... y luego cada vez me redescubría. Y cuan temerosa, cuan timorata me parece esa vergüenza hoy, cuan altiva.
   Tal vez por no a menudo he husmeado en los documentos, como un detective privado, para saber si Kafka no se había acostado con mujeres. La lujuria en sus historias es un poco la lujuria del sueño, por un lado en su aspecto animal, entre charcos de cerveza, bajo una mesa de taberna, pero, por otro lado, maniatado por el miedo de no ensuciar de ninguna manera la sábana limpia que después verá la madre... También era un poco el mundo de un adolescente el que describía Kafka, y, en lo relativo a la sexualidad, un mundo todavía adolescente.
   Y su buen humor nunca es un buen humor por sí solo, sino siempre el resultado de una reacción física a un prolongado dolor; como si la gravedad de la muerte se volviera tan fuerte que se invirtiera en una divina ingravidez. Este buen humor (otros dicen el «sentido del humor» de Kafka) como resultado de un dolor me resulta ajeno ahora, incluso repulsivo; y, sin embargo, cuando pienso en la última frase de El proceso: «Era como si esta vergüenza le fuera a sobrevivir», me da la sensación como si no fuese sólo una frase, sino una ACCIÓN, más grande que todas las acciones de las que hasta ahora he tenido noticia.
   Cuando pienso en Kafka y lo veo ante mí, tengo la sensación de que si sólo lo mirara con la paciencia suficiente, bajando la cabeza de vez en cuando para no atormentarle demasiado, entonces, poco a poco, él dejaría de ser la mera imagen de una víctima y se convertiría en otra cosa muy distinta, de la que nos hablaría, pero con la misma meticulosidad de antes. 
(1974)

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