LA EXPULSIÓN DEL PARAÍSO, Marco Aurelio Chavezmaya

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MARCO AURELIO CHAVEZMAYA, La expulsión del paraíso, Ficticia, México D.F., 2011, 120 páginas.

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AGOSTO

   En febrero las polvaredas nos obligaban a jugar dentro de la casa y en el tapanco. En los aguaceros de mayo la abuela nos obligaba a los nietos a caer de hinojos en la sala, frente a la Virgen de Guadalupe, y nos ponía a rezar para que no cayera la “cola”, que era un cielo negro, cargado de granizo y de truenos y de miedo. Eso sí, terminada la tormenta, corríamos a una barranca cercana a lanzar barquitos de papel.
   De manera que, comparado con los anteriores, agosto era sin duda el mejor periodo del año, no sólo porque eran las vacaciones de la escuela, sino porque la verde y luminosa milpa de la abuela, detrás de la casa, se convertía en la tierra del nunca jamás, la tierra prometida, el país de las maravillas, el mejor escondite para perderse de los padres, el sagrado suelo de los deseos y la ansiedad. 
    Y lo más bello de agosto y de las vacaciones era mi prima Verónica, un caramelo terso y jugoso, de trenzas limpias y unos vestidos ampones y almidonados. Tenía un año menos que yo, y lo más importante de esta circunstancia era que Verónica me obedecía cuando la jalaba de la mano rumbo a la milpa de la abuela. El maíz no había alcanzado su verde madurez, pero su altura era suficiente para ocultarnos tan pronto cruzábamos el umbral del primer surco.
   En la milpa siempre era domingo. Y los rayos del sol no alcanzaban a penetrar nuestro refugio, formado por plantas de maíz y guías de calabaza. En el centro del escondite yo había desyerbado y formado un redondel de tierra fresca y lisa donde Verónica se tendía con las piernas apretadas y las manos cubriéndole el frente del vestido. Mi prima jugaba a negarse y no quería enseñarme la panochita, y yo jugaba a reclamarle y le decía: “Ándale cómo eres, entonces para qué viniste”, pero ella, retozona, decía: “no y no hasta que atrapes un camaleón”, lo que a fin de cuentas me parecía un sacrificio razonable, pues a cambio de arriesgar la palma de la mano sobre las jurásicas espinas del pavoroso animal, recibía de ella la recompensa de subirle el vestidito ampón y luego bajarle sus calzones satinados y repletos de los consabidos olanes para descubrir allí, quieta e inocente, su rajita sonrosada y húmeda que casi me decía: “Ven y bésame los pétalos en flor”.
   Y yo, enternecido, febril, bajaba y la besaba. Un rato más tarde le pedía a Verónica que me tocara el miembro y lo besara. Ella se negaba al principio, jugaba a negarse, pero yo entonces jugaba a obligarla. Verónica simulaba bajar la cabeza a la fuerza. sus mejillas ardían al rozar mis muslos. La quemadura era mutua, correspondida. El camaleón, absorto, no atinaba a correr, y se quedaba quieto, con los ojillos cerrados, en el lindero del surco, bajo la penumbra de agosto.

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